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Por Alejandra Dandan La panza crujía de hambre. Faltaban pañales para un bebé. Horacio algo sabía, quizá por eso un día aproximó un tazón de monedas a G. Fue una trampa. Sucia. Sacó el pene, me dijo que si se lo quería chupar. Ella tenía 8 y la fuerza para decir sólo una vez que no. El hombre que en los próximos tres años la haría llamarlo Abuelo consiguió doblegarla. Fue en un hotel de Constitución. La petisa tiene ahora 11. Hace un año denunció a siete hombres que la indujeron a prostituirse. Hoy hay cuatro prófugos y tres detenidos, acusados de corrupción de menores. El plural es por los acusados pero también por las víctimas: dos hermanas de G., también abusadas. Tenían 3 y 11. Porque la nena habló, al Abuelo puede caberle una pena máxima de 15 años. Constitución es sólo una de los cinco sectores porteños donde la prostitución infantil se explota como en zona franca. G. contó su historia a Página/12. Una historia donde su alma de nena no puede dejar de mezclarse con la astucia de una adulta crecida de golpe. No es posible nombrarla ni fotografiarla. Viejas historias denunciadas concluyeron con víctimas accidentadas. G. hace dos años vive en un hogar para chicas de la calle. Su hermana mayor, ahora de 15, decidió fugarse en enero. La más chica fue adoptada por un matrimonio mayor. En noviembre la mamá de las tres hermanas murió de sida, ese mismo mes el expediente con la causa por corrupción quedó a disposición de la Cámara del Crimen para un sorteo que determinará el nombre del juez que concluirá el proceso. La causa de G. estuvo hasta noviembre en manos de Roque Vásquez Mansilla de la Secretaría 17 del Juzgado de Menores 6. El año pasado explica Mansilla G. se careó con los imputados. Detrás de ellos no había organización ni estaban vinculados. Obtuvieron los medios y aprovecharon la ocasión. El magistrado habla de los siete como cualquier persona de clase media, media baja. Dice: Es como si fuesen tíos suyos. Horacio, el primer hombre denunciado por G. se acercó a las hermanas cuando la mamá quedó internada. El Abuelo Yo conocí a Horacio por parte de mi hermana. Mi hermana lo conoció pidiendo en la calle, siempre pedíamos, a veces para los pañales de mi hermanita porque no teníamos plata. Mi hermana estaba careteando algunas monedas, lo conoció y la hace pasar a la casa. El tenía un cenicero, ponele más grande que éste, lleno de monedas, lleno, lleno. Y entonces le dice: Agarrate todas las monedas que están ahí para tu hermanita. Romina le dice: Muchas gracias señor. Yo no estaba con ella, me contó. Bue, y se fue, al otro día volvió y le dio de vuelta y así. Después yo un día voy, así para decirle que mi mamá que le mandaba a decir si no tenía monedas, algo de eso. Fui, toco timbre, pregunto por el señor Horacio habitación cuatro y pasé. ¿Era una pensión? Sí, un hotel. Me quedo en la puerta y él me dice: Me vas a comprar unos fideos, por favor. Sí, le dije y voy a comprar y después vengo y me dice pasá. Paso. Me sentó en la cama, sacó el pene y me dijo si se lo quería chupar. Yo le dije que no. El me dijo: Dale. Bue, yo se lo chupé. Y me dio un montón de plata, 15 o algo así. Dijo si quería comer a la noche. Le dije bueno, fui a mi casa le di plata a mi mamá y así siguió. El hombre negó en la causa la relación que prolongó por tres años. Vásquez Mansilla indica que había indicios fuertes para mantenerlo detenido. Se daban las condiciones para que existiera la corrupción pero Horacio y los otros sólo reconocieron los contactos sociales habituales pero no el sexual. En aquel momento G. y sus hermanas repetían a diario las paradas de Plaza Garay. Ella aprendió a ganarle a las pibas al metegol con sacudones de buena cerveza y poxirrán. El tiempo libre se careteaba. Ese limosneo fue plafón, como lo es para cada chico de la calle, para iniciarse. Especialistas consultados por este diario dan cuenta de aquello: unas monedas siempre, entre los más chicos, son el pique de la trampa. ¿Y era como un novio para vos? Uy, no. Claro, yo cuando iba a la pieza pasaban cosas y él me daba plata. Siempre en la casa de él, afuera nada. El era mi abuelo. Yo decía que él era mi abuelo. ¿Dijo él que le dijeras así? Yo le dije: ¿Te puedo decir abuelo? y él me dijo que sí. Y pasaba el tiempo y yo no le quería decir más abuelo, pero él me dijo decime abuelo si no la gente va a pensar mal. La denuncia La nena entra ahora una sonrisa en la heladería más paqueta de su nuevo barrio: Sambayón y dulce de leche, pide. De a poquito con la cuchara plástica lame un cuarto kilo. Le fascina mirarse el puño cubierto por el reloj ganado en la escuela. Después de todo le costó sólo un pico. Un muchachito se le acercó y le ofreció cambiarlo. Total era nada más que un pico, dice más tarde. La historia de G. mezcla la historia de una nena con la suspicacia de una adultez apresurada. Su mamá era maestra y fueron sus compañeras de escuela quienes intentaron reubicar a las tres hermanas que permanecían demasiado solas y en la calle. Crecieron como yuyos, a la deriva dirá algo después Mansilla, buscaron cualquier cosa para sobrevivir. Su historia social era muy particular, su madre no podía ocuparse de ellas, tenían otros dos hermanos con problemas de conducta y droga. El magistrado define ese contorno como tierra fértil para cualquier depravado. Yo estaba antes en un asilo, porque mi mamá estaba internada y como no tenía quién me cuide y me lleve al colegio, mi mamá decidió ponerme pupila a mí y a mi hermanita chiquita. Como yo quería estar con mi mamá me escapé. Me fui a lo de Horacio, con uno de los que yo tuve historia. Bue, él me dio plata y bueno y fui a lo de Luis, me dio la plata, me compré cosas. ¿Te dijeron que vuelvas al colegio? No, porque ellos no sabían que me había fugado. Y ahí me fui a lo de mi tía, ella me explicó y me dijo que le cuente todo lo de Horacio y todo. Y ahí yo le conté todo. Tomé coca y tomé bayaspirina porque me dolía la cabeza y después de ahí, mi tía me llevó a mi casa. La vi a mi mamá, la abracé y me dijo que no me podía tener. Yo le dije está bien. Después de un rato, yo no aguantaba estar así con mi mamá y me fui a la mierda. La nena volvió al colegio. Hubo un segundo intento de fuga, esta vez frustrado. G. consiguió sin embargo que la sacaran y derivaran al hogar donde estaba su hermana mayor. Permaneció allí hasta que su denuncia fue recibida por el Juzgado. Como prevención la trasladaron al Instituto San Martín. Contra la pared Mientras la relación con el Abuelo continuaba, otros seis hombres estuvieron vinculados a G. La mayoría eran vecinos, incluso dos pizzeros del barrio. Ella no tenía defensa contra quienes detrás del abuso ofrecían mercadería y dinero. ¿Y el resto de las personas que denunciaste? Juan Carlos, el chileno, los pizzeros, Horacio, Luis, y el otro Juan Carlos. ¿De dónde los conocías? Los conocí por parte de mi hermana. A los pizzeros los conocí yo porque yo antes pedía pizza y ellos me daban. Bue, entonces un día fui y uno de ellos va y me encara: Vos sos muy linda, yo estoy totalmente enamorado de vos. Ehh, bue, sí, está bien te felicito dije yo, qué querés que haga, y bue, me agarró así, me puso contra la pared y me empezó a tocar. Me dijo mañana venís. Yo dije bueno. Y pasó lo mismo que con Horacio. Con todos pasó lo mismo. Los pizzeros están prófugos. G. fue con empleados del juzgado a buscarlos. Mansilla indica que en la pizzería había otra gente, que en ese momento no fueron reconocidos por las chicas. Hay también más desaparecidos. Sólo los dos Juan Carlos y Horacio quedaron presos. Del Chileno y Luis no hay rastros. Luis trabajaba en un garage y su hijo de 9 fue novio de G. La historia se interrumpió en algún momento, antes de que Luis arrinconara a la nena en el garage e intentara también él abusar de ella. Pero acaso no fueron los únicos conocidos por G. Las hermanas en algún momento mencionaron a muchos otros dice Mansilla que después no denunciaron. Habrán pensado en no embromarlos. Una bici ¿Por qué aceptaste denunciarlos? Porque me dijeron las monjas que tenía que denunciarlos. Si no, no los hubiese denunciado, yo en cana no los mandaba. Yo también hice cosas. Yo seguía haciendo cosas con ellos, me dejaba, también hacía cosas yo. Si hubiese dicho que no, no y no... Yo dejé. G. está cansada de repetir su historia. Nada de lo dicho parece perturbarle la voz. Tiene el pelo sujeto y escondido bajo la visera. Dice que es una de las tres machonas del colegio y le resulta bien porque de todos modos todos los chicos gustan de ella. No es para exagerar, advierte la nena y rezonga contra sus compañeras de grado a las que les da asco la cerveza y ni siquiera la probaron. Todavía sentada piensa alto con cara de nena: Yo te digo qué tengo ganas de hacer. Te digo: ir a Constitución, ir a los videojuegos, ir al cine, ir a ver a mi mamá al cementerio, ver a mis hermanos. Ver a mis amigos, no ir al colegio. Y tener mi bici.
De Once a Retiro: las zonas de la prostitución de los chicos
Por A.D. |