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Por Diego Fischerman El primer hombre de traje gris entró al escenario por la izquierda, con la guitarra en la mano. Caminó erguido, casi aéreo. Sonrió ante la ovación del público, se sentó en una de las dos sillas y empezó a cantar eso de canta Chico ... canta Gal ... canta Bethania. Al llegar al estribillo, algo importante sucedió en una sala colmada como pocas veces. Las reglas del ritual indicaban con claridad lo que debía pasar. Caetano Veloso, el primer hombre del traje gris, cantaría mejor que eso, sólo el silencio. Y mejor que el silencio, sólo Joao y entonces explotaría el aplauso. Pero esta vez tenía lugar un ritual acaso mayor, tal vez más sagrado que el fijado por los usos y costumbres de la música popular. Un ritual que hizo que el silencio se apropiara de ese momento, que los aplausos tibios, timidísimos como para no romper un clima que parecía más valioso que casi todo, fueran tragados como la luz de los agujeros negros. En ese instante fue claro que no se trataba de un recital. Que no era simplemente un gran artista haciendo para el público sus canciones sino algo distinto, nuevo. Esta vez Veloso era parte de algo mayor. Sus canciones, su voz transparente, eran apenas un engranaje de una maquinaria que lo excedía. Y la naturaleza de esa totalidad se puso en claro cuando, después de la primera estrofa de Corazón vagabundo, entró en escena el segundo hombre de traje gris. Joao Gilberto ocupó su silla, empezó a tocar mágicamente su guitarra y agregó la voz, mínima, internada en el cuerpo, siempre desplazándose al borde del abismo en las acentuaciones, a la de quien se reconoce como su discípulo. Al terminar la canción, antes de que Caetano se retirara para dejar solo al sortilegio de Joao, hubo un largo abrazo. Aquel abrazo simbolizó, en todo caso, los cuarenta y tantos años de una de las músicas de tradición popular más importantes del siglo. Joao Gilberto, el fundador, el que con su manera de tocar la guitarra influyó toda la música brasileña y con ella gran parte de lo hecho en el resto del mundo, el que logró el equilibrio imposible entre una línea melódica y un acompañamiento tan enhebrados entre sí como independientes, se abrazaba como volvería a hacerlo en la última parte del concierto, al acompañarlo con la guitarra y cantar con él con su continuador más claro. Pero también con alguien que le es complementario casi punto por punto. Si el arte de Joao es un arte de la interioridad, el de Caetano es más bien el del efecto calculado. Si la voz de uno parece emerger desde cada rincón del cuerpo, la del otro está a flor de piel. Donde Joao, que casi no compuso temas propios, hizo un culto de la interpretación ascética, Caetano, sobre todo un compositor, construyó un cosmos a partir de conseguir la máxima naturalidad en la artificialidad extrema. Dos canciones, elegidas casi al azar entre los miles que los dos brindaron durante más de dos horas, resultan, en ese sentido, ejemplares. En No hay que discutir con Madame, una vieja canción con la que Joao llega a los extremos posibles de complejidad rítmica, la letra cuenta sin énfasis cómo una señora de sociedad rechaza el samba por ser una música barata, sin ningún valor. La canción dice, entonces, que es inútil discutir con Madame y, a continuación, Gilberto tararea, con obvio ritmo de samba, un fragmento del Concierto para piano Nº 1 de Chaikovski. Una declaración de principios, pero cantada como si no pasara nada, como si la guitarra no fuera casi todo el tiempo en contra de la melodía, como si la letra no explicara una teoría acerca de la cultura popular. El otro ejemplo es el tradicional portorriqueño Lamento boricano, según Caetano el primer ejemplo de canción social del siglo. Allí otra vieja canción, con una letra casi naïve, queda, por la interpretación, convertida en otracosa. Pero donde el recurso de Gilberto era hacer fácil lo complejo y disimular la seriedad, el de Caetano es el inverso. La canción es cantada en falsete, la voz es una voz irreal y el efecto de distanciamiento es similar al del extrañamiento que reclamaban los futuristas rusos de principio de siglo. Todo resulta tan absolutamente extraño que no queda más remedio que escuchar esa letra ingenua como si fuera la primera vez, como si lo que se está diciendo no hubiera sido escuchado nunca antes. Esa canción queda convertida, así, en un relato estremecedor del que es imposible escaparse. Quizá la dinámica que rige el arte de Gilberto, donde dos elementos contrarios (la guitarra y la voz) al combinarse producen un tercero totalmente nuevo, se reproduzca en la inusual alquimia entre Joao y Caetano. Si sólo el silencio es mejor que la música y únicamente Joao es mejor que el silencio, queda, para quienes escucharon en Buenos Aires este encuentro histórico, una certeza. Hay sólo una cosa mejor que Joao: Joao y Caetano.
Por Mariana Enriquez |