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El fracaso de la comedia

Por Mario Levin

t.gif (862 bytes) El desconcierto que produjo La Vita e Bella de Franco Benigni se debe a que se aplican los procedimientos de la comedia y sus reglas para mostrar lo siniestro del terror nazi. Hay quienes frente a este verdadero tour de force (que subvierte el conocido consejo socrático: la comedia para el amor, la tragedia para la muerte) rechazan de plano el film en nombre de una ética de la muerte, mientras otros entienden que el tema queda debidamente retratado a través de una relación filial. Para ambos se trata de un film donde un padre, para mitigar la dureza y el horror del campo, entretiene a su hijo con historias divertidas aliviando el sufrimiento del pequeño. Pues bien, esto es falso.
No se trata de un padre y su hijo, sino –imagínense– a Harpo Marx en un campo de concentración que se propone salvar a su hijo sin dejar por un instante de ser Harpo. O sea que la oposición que recorre la película no es la maniquea de buenos y malos, sino algo menos usual que, por tratarse de Harpo, podríamos caracterizar como debilidad mental versus barbarie.
Primo Levi cuenta en Si esto es Hombre que un personaje perfectamente adaptado y a quien la dureza de la vida del campo parecía no preocuparle ni restarle fuerzas psíquicas era un psicótico. Alguien que en época de paz estaría encerrado en un manicomio. La debilidad mental roza la psicosis sólo porque también se la encierra, pero a diferencia de ésta ejerce una lucidez inextinguible e indoblegable. Otro personaje, con quien se puede comparar a Benigni y sus estrategias disparatadas –y éste es mucho más evidente porque sus films siempre plantean un mundo inhóspito e inextricable– es Buster Keaton. ¿Se imaginan al buen Buster lidiando contra el terror nazi? El terror y no las pantomimas de los alemanes en el burlesque de Chaplin.
Para que quede claro: Benigni no hace de los nazis algo dialectizable, sino que los muestra con una dureza poco usual en el cine, inabordables, fríos y con los que no existe la menor comunicación. Justamente esta distancia infranqueable entre prisioneros y carceleros –el desconocimiento de la lengua alemana por parte de los prisioneros italianos como elemento de terror no es un dato menor en las crónicas de Levi– es lo que permite la estrategia del idiota, que es una estrategia a todo o nada, mediante la liberación del lenguaje a través de los acertijos, juegos de palabras y traducciones alocadas que inundan los diálogos de la película.
Como no es fácil ser Harpo o Keaton y sería difícil sin una presentación y un desarrollo adecuados, Benigni se toma el trabajo durante toda la primera parte de la película de construir su personaje mostrándonos hasta qué punto es un tarado con ideas y deseos muy claros, que además se las ingenia –insistencia mediante– para obtener lo que quiere.
La primera parte transcurre en un pintoresco mundo de comedia. Un pequeño pueblo piamontés, sus personajes, el fascismo a la italiana y Benigni dedicado a trabajar de mozo en el hotel más importante del pueblo. El tema central es el amor, y no falta la mujer que se puede enamorar del feo e imprevisible pero insistente joven. Tienen un hijo que aparece –gracias a una elipsis– ya con unos cuatro años. Son felices y él ama profundamente a su hijo. Unos pocos minutos más y es lo que tardan en aparecer los nazis que illico los embarcan en un tren camino al Lager. Ahora el apacible pueblo cambia por un paisaje de terror que Benigni –inteligentemente– no se encarga de pintar. El lugar está allí funcionalmente, no es realista aunque el decorado sirva a los fines de ser un campo de concentración. La preocupación contraria es lo que hubiese dado pie a la obscenidad, ya que la imagen no puede estar nunca a nivel deeso e inevitablemente será un artificio del realismo para alentar el voyeurismo barato del espectador. No obstante no se trata de un film formalista, pues hay algo de la austeridad de Lancelot du Lac de Bresson.
Pero no sólo la relación contranatura comedia/terror es lo que produce estupor en el espectador (emoción inhabitual en el cine y que hace de La Vita... un film único), ya que la puesta en escena no elude sino que promueve el consabido mecanismo de identificación imaginaria con el personaje, aunque esta vez no tenemos a Bogart o a Gibson frente a nosotros, sino a un idiota imprevisible que sólo cuenta con su ingenio para sortear la muerte. Esto es grave y políticamente incorrecto porque no fomenta ninguna adoración de la muerte donde verter nuestras lágrimas. Quien haya leído a Primo Levi sabe que un sobreviviente siempre es mirado con desconfianza por los que piensan más tranquilos en la paz de los cementerios, y rechazan la posibilidad de que algo del orden de la verdad despunte en un libro o una película que, por sobre todas las cosas, desbarata cualquier guiño o complicidad. ¿Acaso no se le reprocha a Levi su frialdad de cronista ante el terror nazi?
Más arriba recordábamos la inadecuación entre la muerte y la comedia; la distancia entre una cosa y la otra es la que recorre La Vita e Bella, dejándonos a los espectadores con una sensación de que nos ha mostrado –al fracasar– lo impensable del Lager.

 

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