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LA HISTORIA DE BERNARDO ALBERTE, PRIMERA VICTIMA DEL GOLPE DEL   ’76, CONTADA POR SU HIJO

“Lo tiraron desde el sexto piso”

El mayor Alberte terminaba de escribir una carta al jefe del Ejército, Jorge Videla, cuando fue tirado por la ventana por un grupo de
tareas, que inauguraba la sangrienta
represión de la última dictadura militar.
Alberte fue delegado personal del ex
presidente Perón y secretario general del Movimiento Peronista.

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Por Miguel Bonasso

t.gif (862 bytes)  “¡Alberte, te venimos a matar!”, gritaron los hombres del Ejército que vestían uniforme de combate. Y el teniente coronel retirado Bernardo Alberte supo que hablaban en serio. Intentó alcanzar su pistola, pero no le dieron tiempo. Lo agarraron entre varios y lo arrojaron al vacío. Su cuerpo destrozado fue llevado al Hospital Militar y a la comisaría 31 de la Policía Federal, pero el crimen quedó impune. Durante años su hijo Bernardo y sus hermanas recorrieron losna12fo02.jpg (6430 bytes) estrados judiciales, donde sólo encontraron odio, indiferencia y cobardía. La causa quedó cubierta por el polvo y el olvido. Como el nombre mismo de Bernardo Alberte, ex delegado de Juan Perón y ex secretario general del Movimiento Peronista en los duros años del onganiato. Un rato antes de que llegaran los visitantes de la noche, el Yorma, el Tintorero, como lo conocían amigos y enemigos, había tecleado una carta al comandante en jefe del Ejército Jorge Rafael Videla, denunciando el secuestro y asesinato de Máximo Altieri, un joven militante de su agrupación (la Corriente Peronista “26 de Julio”), y los intentos de bandas armadas, integradas inequívocamente “por elementos de seguridad”, que habían pretendido secuestrarlo a él mismo. Allí Alberte, sin esperanzas, advertía al futuro dictador sobre los alcances de la enorme ordalía de sangre que las fuerzas a su mando estaban por desatar contra el pueblo argentino. Terminó de escribirla a la una de la madrugada de un día muy especial: el 24 de marzo de 1976. Una hora después los asesinos irrumpían en su departamento de avenida Libertador al 1100, perpetrando el primer asesinato de una serie que sumaría más de treinta mil. Por una extraña paradoja de la historia, la primera víctima del golpe militar resultaba ser un militar. Claro que un militar muy especial, que reverenciaba al Che Guevara, odiaba a “la oligarquía y el imperialismo” y se había tomado en serio la consigna de Eva Perón: “El peronismo será revolucionario o no será nada”. A veintitrés años del crimen impune, Página/12 entrevistó a Bernardo Alberte hijo, que no ha cesado un solo día de bregar por la memoria de su padre. Este es el diálogo y la historia trágica de un peronista tercamente ético que fustigó sin piedad “a los dirigentes del movimiento que se pasaron al enemigo” y a sus antiguos camaradas de armas, convertidos en “una banda de asesinos y torturadores”.
–Bernardo: ¿su padre ha sido olvidado o silenciado?
–Ha sido silenciado por este peronismo traidor y socio de los genocidas que está en el Gobierno.
–Cuéntenos, entonces, quién fue Bernardo Alberte.
–Fue el hijo de un inmigrante español que puso una vinería. Papi era un hombre del pueblo que, por alguna razón que desconozco, se hizo militar.
–¿Y eso le dejó huellas? ¿Era “milico” en la vida personal?
–Y bueno, en algunos aspectos formales, sí. Era severo, introvertido. Madrugador. Se levantaba a las seis de la mañana. Pero, a diferencia de varios de sus colegas, siempre fue un formidable laburante. Un tipo exitoso en el comercio, que nunca le hacía ascos al laburo. Y que a mí y a mis hermanas nos tenía al trote para que estudiáramos y trabajáramos.
–¿Cuándo nació?
–El 17 de noviembre de 1918. Tendría ahora 80 años. Tenía 56, casi 57 cuando fue asesinado. Ahora bien, lo más importante de Bernardo Alberte fueron los grandes cambios que sufrió a lo largo de su vida. Como fue cambiando su conciencia de la realidad argentina, desde que se graduó como subteniente con las mejores calificaciones de su promoción.
–¿Cuándo se hizo peronista?
–Fue peronista desde los orígenes mismos del movimiento. Y tal vez por eso mismo nunca fue un obsecuente. Cuando se las tenía que cantar al propio Perón, se las cantaba. (De ahí que Perón lo llamara “el gallego cabezadura”). Así lo hizo en su primera carta de 1957 y así lo hizo en la última, escrita en octubre de 1972, en vísperas del famoso retorno.
–¿Qué le “cantaba” a Perón en esas cartas?
–En la de 1957 (que le mandó al exilio de Caracas) le decía que entendía por qué no se había puesto al frente del Ejército leal y del pueblo, para enfrentar a los gorilas. Aquello de evitar el derramamiento de sangre. Pero al mismo tiempo se preguntaba y le preguntaba cuánta sangre haría falta para desalojar del poder a sátrapas como Aramburu y Rojas. En la de 1972 lo prevenía contra aquello otro de volver al país “como prenda de paz” y no como líder de una verdadera revolución peronista.
–¿Cómo empezó la militancia del joven Alberte?
–En octubre de 1945, cuando el entonces coronel Perón fue destituido y enviado preso a la isla Martín García, papá, que era teniente, intentó levantar a la Escuela de Infantería. Falló en su intento y fue degradado y encarcelado. Después del levantamiento popular del 17 de octubre, recuperó la libertad y el grado. En 1954, cuando era mayor, lo designaron edecán del presidente y en esa función estuvo al lado del general Perón hasta que éste decidió renunciar y salir del país. En junio de 1955, cuando la aviación naval bombardeó la Casa Rosada, Alberte fue uno de los militares que encabezó la defensa del orden constitucional. Y en setiembre, al producirse el nuevo levantamiento, fue partidario de resistir hasta las últimas consecuencias. Los golpistas lo encarcelaron en represalia por haber cumplido con su deber militar y constitucional y lo confinaron en las cárceles flotantes, en la Penitenciaría, en el Penal de Magdalena y finalmente en la cárcel de Ushuaia. Recuperó su libertad recién a fines de 1956.
–Tal vez, paradójicamente, de esa manera salvó su vida, porque si hubiera estado en libertad, se hubiera enganchado en el levantamiento de junio de 1956 y hubiera sido fusilado como el general Juan José Valle.
–Sin duda. Por algo la viuda del general Valle le entregaría después, en el sesenta, las charreteras de general que le arrancaron a su esposo antes de fusilarlo en la Penitenciaría. Custodia que mi padre le agradeció en una carta, como el “más grande honor de su vida”. Y es tan cierto que salió de la cárcel y anduvo perseguido hasta que se asiló en la embajada de Brasil y luego tuvo que salir al exilio en ese país. Entonces el Ejército lo dio de baja. El exilio fue una experiencia que le dejó huellas todavía más dolorosas que la prisión.
–¿Cuáles son sus recuerdos personales de aquellos momentos?
–Yo nací en 1948, así que cuando papá fue preso por primera vez yo tenía siete años. Y me recuerdo, claro que me recuerdo. Me recuerdo de las cartitas que le mandaba al barco diciéndole: “¿Papi, cuándo nos vas a invitar a dar una vuelta en el río?”. Porque él, evidentemente, no quería dramatizar la situación y uno se figuraba, casi, como que estaba de paseo.
–¿Y en el exilio?
–A Brasil, en los primeros tiempos, fue solo. Después fuimos nosotros. Al principio fue vendedor ambulante. Vendía ropa interior. Después consiguió un trabajo de escribiente en una oficina. Cuando volvió del exilio, después de la amnistía de Frondizi en 1958, tuvo que disminuir bastante su actividad política para recomponer la situación económica. Porque nunca olvidó que tenía mujer y cuatro hijos. Primero puso un negocio de compostura de calzado en el acto. Y le fue bien. Después la tintorería de la calle Juncal, que él llamó La Limpiería. Y conservó hasta el final. La Limpiería que yo sigo atendiendo hasta el día de hoy. Como le dije: era muy laburador. El siempre les decía a los muchachos: para militar hay que robarle horas al sueño, porque si no se deteriora la parte económica y sufre la familia. Pero, a comienzos de los sesenta, ya estaba de nuevo militando a full.
na12fo03.jpg (7171 bytes)En el ‘65, cuando Isabel Perón vino a la Argentina enviada por el General para frenar el alzamiento neoperonista de (Augusto) Vandor, se alojó primero en el hotel Alvear y luego en el hotel del Sindicato de Luz y Fuerza, adonde iban todos los días los gorilas para armarle quilombo. Era una situación peligrosa y complicada. Un día vino (Jorge Daniel) Paladino por casa (nosotros vivíamos entonces en la calle Yerbal) y le dijo al viejo que no sabían dónde meterla. Entonces papi les dijo: “Bueno, tráiganla a casa”. Y la trajeron nomás. Estuvo como quince días allí en la calle Yerbal, con algunos hombres de custodia.
–¿Y López Rega? Porque se dice que fue su papá el que le presentó al Brujo.
–Bueno, ya va a ver. Los custodios de Isabel en aquel momento eran dos muchachos que terminaron en trincheras diferentes: Alberto Brito Lima y Dardo Cabo. Brito Lima terminó con la gente de (Jorge) Osinde y (José) López Rega que hicieron la masacre de Ezeiza y Dardo, en cambio, fue asesinado por los militares en la cárcel. En aquellos días dormían en mi pieza y le aseguro que era una ferretería la casa. Había unos matracones que Dios nos libre. Un día llamaron por teléfono los “comandos civiles” o algo así, diciendo que iban a tomar la casa y había que sacar a Isabelita de cualquier forma. Papi les propuso que se descolgaran con una soga por la pared trasera (que tenía unos doce metros de altura) y se escaparan por las vías del ferrocarril. Isabel lo miraba como diciendo “éste está loco”. Y se cambió el plan de fuga. A Isabel la sacaron con una jugada de novela: mi hermana se puso una peluca rubia y salió por la puerta con toda la custodia. Y todos los policías y los periodistas se fueron detrás, permitiendo que al rato Isabel se esfumara sin llamar la atención. Y fue en esos días, efectivamente, cuando apareció el Brujo López Rega por casa. El tenía entonces una imprenta, Suministros Gráficos, y hacía trabajos para el movimiento.
–Se dice que su papá y él pertenecían a la logia Anael.
–Yo siempre lo negué, porque papi –que era muy reservado– no me lo dijo nunca. Pero parece que es cierto. La logia había sido creada por el ex juez Julio César Urien y, en realidad, era una agrupación antiimperialista, tercermundista, que luego López Rega (que debía ser de la CIA nomás) cargó de contenidos fascistas. La cosa es que yo un día llegué del colegio y me encontré sentado en la sala a un tipo bastante estrafalario, que me hizo preguntas raras, de trastornado. Y era, claro, López Rega. Que conoció a Isabel en mi casa y a partir de ese momento se le pegó para siempre con las consecuencias que todos conocemos.
–Llegamos, entonces, a su etapa como delegado.
–Perón designó a papi como delegado personal y secretario general del movimiento en 1967. Cuando se acabó la política del “desensillar hasta que aclare”, que él mismo había propiciado al comienzo de la dictadura de (Juan Carlos) Onganía, había que volver a reorganizar las fuerzas para pegar duro. El enfrentó al líder de la UOM, (Augusto) Vandor y al jefe de los que entonces se llamaban “participacionistas”, el dirigente de la Uocra, Rogelio Coria. Y los echó del movimiento. Que empezó a reorganizar poniendo el eje en la nueva militancia, en la juventud. Fue entonces cuando se llevó a cabo el Congreso de la Juventud. También apoyó decididamente al gran enemigo de Vandor, Raimundo Ongaro, y a la CGT de los Argentinos que éste conducía en contra de las direcciones sindicales vendidas a las patronales y los milicos. El siempre denunció todas las trampas del régimen para captar al peronismo y neutralizarlo. Por eso, cuando el general Onganía quiso devolverle el grado, junto con otros militares peronistas, se negó diciendo que no lo aceptaría hasta que le devolvieran el grado y el uniforme a Juan Perón. Lo que hizo que muchos de sus antiguos camaradas, dispuestos a aceptar la canonjía del dictador, lo putearan. En marzo de 1968, cuando se produjo el congreso normalizador de la CGTA, renunció a sus cargos.
–En rigor, Perón lo reemplazó por el conservador Jerónimo Remorino.
–Sí. Y por (Jorge Daniel) Paladino.
–¿Nunca más lo volvió a ver a Perón? ¿Ni siquiera cuando regresó?
–Nunca. Sólo fue a despedirlo cuando murió, el primero de julio de 1974. Allí estuvo en la fila, bajo la lluvia, como un peronista más. No quiso usar sus privilegios como ex delegado, como tampoco quiso arrimarse al último Perón para tener un cargo en el gobierno. En algún momento le ofrecieron ser nombrado presidente de YPF, pero cuando él presentó su plan para levantar la petrolera estatal, obviamente no lo llamaron.
–¿Fue amenazado por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina)?
–Fue amenazado, pero siguió haciendo su vida normalmente.
–Es increíble que no lo hayan asesinado. ¿Pudo ser un inesperado escrúpulo del Brujo?
–No creo. Pienso más bien que lo pudo haber salvado alguno de sus antiguos camaradas que se sumaron a la Triple A. Alguien que vio una lista y dijo, por ejemplo: “¿Alberte marxista, no me jodan?”.
–Pero él se había radicalizado mucho. Simpatizaba con la revolución Cubana, con las organizaciones armadas. ¿No?
–Sí. Centralmente con el grupo de Gustavo Rearte y con el Peronismo de Base y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP).
–Pero en 1976 los militares cumplieron la sentencia de la Triple A. ¿Cómo fue el asesinato?
–El 20 de marzo lo fueron a buscar a las oficinas de la Corriente 26 de Julio, en la calle Rivadavia. Y no lo encontraron. En aquellos días él salía de casa con el impermeable enrollado en el brazo para tapar el revólver que llevaba apuntando. Pese a ser militar no era un hombre adicto a las armas. Pero tampoco quería que lo mataran “sin llevarse a uno del otro lado”. Entonces secuestraron a este compañero, Máximo Altieri, un militante de la corriente. El episodio lo conmocionó tanto que hasta escribió una carta a las Tres A diciendo que él se canjeaba por el muchacho. La carta, que conserva mi hermana, no llegó a hacerse pública porque el viejo, enloquecido, salió a buscarlo y no paró hasta encontrarlo. Tarde, desgraciadamente. Encontró su cadáver destrozado en la morgue del cementerio de Avellaneda. En la noche del 23. El último día de su vida. Esa mañana yo le había dicho que se rajara, que lo iban a matar, pero él se encogió de hombros y me miró como diciendo: “Yo no me voy más”. Entonces llegó a casa y se puso a escribir la carta a Videla, denunciando el asesinato de Altieri. La terminó a la una de la madrugada. A las dos llegaron los carros del Ejército y cortaron la cuadra de Libertador que va de Ayacucho a Schiaffino, frente a donde estaba el Italpark. Rompen la puerta de entrada. Van directamente al departamento del encargado y lo llevan para que los guíe hasta la casa de Alberte. Suben los seis pisos por la escalera. Rompen la puerta de servicio a culatazos y entran gritando: “¡Alberte, te vamos a matar! ¡Por tu culpa murieron muchos camaradas!”. Papi intenta alcanzar su pistola, pero lo arrojan desde el sexto piso. Cae muerto en el patio del primer piso, donde vivía un juez de apellido Herrera, que sale despavorido a ver lo que estaba pasando. Un tipo del Ejército lo encañona y le dice que, si se atreve a denunciar el hecho, él también va a morir. Mami y mi hermana Lidia estaban tiradas en el piso, apuntadas por los fusiles. A mi hermana se la quieren llevar, pero por milagro se salva. Buscan papeles. Armas que no hay. Y se salva también milagrosamente la correspondencia Perón-Alberte, que papi ha tenido la prudencia de entregarle, días antes, a un compañero de fierro (Tomás Saraví) que se la lleva a su exilio de Costa Rica y la preserva. Durante años la daremos por desaparecida, hasta que hace poco, otro querido amigo y compañero, Goyo Levenson, me dice que la busque en Costa Rica. Y ahora que la recuperamos la vamos a publicar con Eduardo Gurrucharri. Milicos y policías saquean la casa. No dejan nada. Concluido el operativo, el responsable del asesinato, identificándose con nombre y rango llama al Hospital Militar Central, para pedir una ambulancia. Que llega, a cargo de un doctor Pisione y del teniente Federico Guañabens (cédula de identidad Nº 7.016.526). En la guardia del Hospital Militar el cadáver de mi padre es recibido por el teniente primero Figueroa, jefe de servicio de la guardia del hospital. Pero, ante lo comprometedor del caso, deciden derivar el cuerpo a la comisaría 31 y arrancar la página del día del libro de entradas para no dejar huellas.
–¿Qué hicieron ustedes?
–Todo lo que pudimos. Algunos nos preguntaban si no teníamos miedo. ¿Pero cómo va uno a sentir miedo con tanto dolor? Si nos hubiesen matado como a él, nos habrían hecho un favor. Entonces conocimos los mayores extremos de grandeza y miseria de la condición humana. Dos jueces se declararon incompetentes: Juan Bautista Segean y Rafael Sarmiento. Segean me dijo directamente: “Si investigo, me matan a mí también”. Sarmiento fue más lejos y le dijo a nuestro abogado: “No sólo a Alberte había que tirarlo por la ventana, sino a todos los peronistas”. Nuestro patrocinante, en cambio, era un tipo maravilloso. Quiero rendir homenaje a Jorge Garber, abogado de discapacitados, que iba él mismo en silla de ruedas a Tribunales, empujado por su formidable coraje. Después la causa se radicó en el propio Comando en Jefe del Ejército, en el Consejo de Guerra Especial Estable de la Capital Federal. Con los resultados que usted sena12fo04.jpg (10283 bytes) podrá imaginar. En junio del ‘76 nos volvió a golpear la tragedia, cuando secuestraron a mi cuñado Alberto Bello, esposo de mi hermana Silvia, que fue asesinado en Córdoba. En 1979, cuando vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hicimos la larga cola de familiares para denunciar los dos crímenes y allí vimos a esas Madres de Plaza de Mayo, a las que les decían locas porque habían sabido ver antes que nadie la dimensión real del infierno. En el largo via crucis hubo un juez, Olivieri, que al menos llamó a declarar a los vecinos como testigos. Pero ni con eso logramos que se hiciera justicia. Otro juez, Eduardo Marquardt, ordenó “archivar las actuaciones”. En ese largo peregrinar pedimos, junto con mi hermana Silvia, el apoyo de abogados peronistas. Hubo borradas históricas. Italo Luder, que en ese momento estaba en campaña electoral, se negó en redondo a firmar el escrito, aduciendo que “el tema Alberte era un caso muy espinoso”. Igual hizo Angel Federico Robledo. En cambio el futuro embajador en Estados Unidos, Diego Guelar, que reconoció a mi hermana Silvia porque había militado con su esposo Alberto, aceptó firmar. Otros firmaron y luego se arrepintieron como el doctor Gerardo Conte Grand. Entre los firmantes estaban Carlos Corach, César Arias, Alberto Iribarne y el mismísimo Carlos Saúl Menem, que nos impactó al decir: “Si es por don Bernardo, primero firmo y después leo”. Claro que el impacto solidario se nos borró cuando firmó el indulto de los asesinos de mi padre y esos otros letrados justicialistas que cité lo avalaron. O cuando concurrió al velorio de su amigo el fusilador Isaac Rojas, junto con Massera y Astiz.
–¿Qué hubiera hecho Bernardo Alberte frente al peronismo de hoy en día?
–Hubiera hecho lo mismo que hizo frente a los traidores como Vandor y Coria. Atacarlos y denunciarlos. Creo que se hubiera muerto de nuevo. Creo que de algún modo más sutil ellos también lo habrían matado.

 

¿POR QUE BERNADRO ALBERTE?

En nombre del padre

Por M.B
Bernardo Alberte (50) es hijo del otrora legendario delegado de Juan Perón, el “Yorma”na13fo01.jpg (17755 bytes) Bernardo Alberte. Y junto con sus hermanas ha dedicado gran parte de su vida a tratar de que el asesinato de su padre no quedara impune y su memoria no fuera borrada por los que usufructúan los símbolos históricos del peronismo. En su casa hay una vitrina con mudos testimonios de una historia malversada: las charreteras que los “libertadores” le arrancaron al general Juan José Valle antes de fusilarlo. La gorra verde oliva de su padre. Es un personaje bueno, tierno, que sigue llamando “papi” al hombre duro y ético que le arrebató la patota militar. Bernardo hijo aún atiende el negocio heredado de Bernardo padre: La Limpiería de la calle Juncal, que alguna vez fue la jabonería de Vieytes de un peronismo romántico y peleador, confinado por el cinismo modernizante a las nieblas de la leyenda y la historia. Como tantas miles de víctimas, sigue esperando “ese oscuro día de justicia”, que el año pasado pareció acercarse un poquito a la realidad con las suaves detenciones de Videla, Massera, Bignone, Nicolaides, Acosta y el muy augusto hijo de su madre, Pinochet. Pero ese hombre bueno, como suele suceder, se transfigura cuando se topa en la calle con los malos. Como ocurrió con el ex general Carlos Guillermo Suárez Mason, a quien un buen día agarró de la campera, hasta romperle la manga, metió en un garaje y le dijo de buenas a primeras: “Vos mataste a mi padre”. El anciano fofo que se deshacía entre sus manos le contestó “yo no maté a nadie” y, por unos instantes, lo dejó descolocado. “Pero vos sos Suárez Mason”, dijo Bernardo Alberte flotando entre la pregunta y la afirmación. Y como la respuesta fue afirmativa, comenzó a cachetearlo y escupirlo, hasta que el asco lo hizo detenerse. Circunstancia que aprovechó el general para intentar una retirada que nunca hubiera podido ser digna, pero que se convirtió en grotesca por la certera patada que recibió en las nalgas. Otro buen día, Alberte se encontró con el juez que había celebrado el salto al vacío de su padre y esta vez se limitó a putearlo. Rafael Sarmiento ensayó una disculpa y Bernardo le respondió que llegaba con veinte años de retraso. Durante los años más negros de la dictadura militar, Bernardo Alberte (hijo) bregó para que se esclareciera el asesinato de su padre. Ahora libra otra clase de lucha para salvarlo de esa segunda muerte que es el olvido de la democracia amnésica.

 

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