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Por Horacio Cecchi Nació en Guaymallén, a un paso de la ciudad de Mendoza. Ahora está en Buenos Aires, a un paso de viajar al espacio. No fue sencillo, y mucho menos común, el recorrido que siguió Pablo Flores, de 31 años, para transformarse en el único argentino en condiciones de treparse a la estación soviética MIR y entrar en órbita para realizar investigaciones científicas, cuando en la Tierra esté cambiando el milenio. En 1992 viajó a Moscú para estudiar ciencias aeroespaciales, sin saber una palabra de ruso y con 150 dólares en el bolsillo, y volvió en diciembre pasado a la Argentina con la máxima puntuación en la licenciatura y buscando sponsors que inviertan 12,5 millones de dólares para su butaca en la estratosfera. Decir que pasó el secundario pensando en las nubes sería un lugar común. Pero cuando se recibió de perito mercantil decidió viajar a Buenos Aires. Acá --creía Flores en aquel momento-- encontraría el lugar donde estudiar astronáutica o lo que más pudiera parecerse. Salió de Mendoza con 17 pesos en el bolsillo, lo puesto y un bolsito, dispuesto a viajar a dedo. Un camionero lo levantó y nuestro futuro astronauta arribó a destino entre un par de toneladas de latas de dulce de batata. Cuando llegó era de noche, no conocía a nadie y no tenía trabajo. Pero tuvo la suerte de que el camionero preguntara en la empresa donde descargó las latas: al día siguiente, Flores estaba trabajando como administrativo. Primero entró en la UTN de Avellaneda, pero la dejó y pasó por tres universidades diferentes, antes de comprender que la Argentina estaba a años luz de sus objetivos. Lo único que le quedaba era el exterior. "Pasé por las embajadas de Estados Unidos y Rusia". En Estados Unidos no pudo ser: la carrera universitaria le demandaría desembolsar 100 mil dólares. "Además no sabía inglés", agrega Flores, incomprensiblemente, porque se terminó yendo a Moscú sin saber una palabra de ruso. "El secretario de la embajada rusa me dijo que no sabían a qué país representaban (era plena descomposición de la URSS) y que lo mejor era viajar yo mismo para preguntar. Me regaló un gorrito de invierno y decidí ir a Moscú". Así llegó Flores a Rusia, con 150 dólares en el bolsillo, zapatillas, remera, una campera de verano. Y el gorrito de invierno. Hacía 25 grados bajo cero que le dejaron una pulmonía de un mes. El aeropuerto moscovita lo recibió con carteles con letras raras, frío, indicaciones incomprensibles. Otra vez la suerte: Flores encontró un cordobés que llenaba un papel de migraciones y tenía la misma cara de no entender nada. Pero el cordobés tenía una novia que vivía en Moscú. Con ellos se fue nuestro futuro astronauta. Vivió durante quince días con el cordobés y su novia de Escobar. Al poco tiempo consiguió un departamento a 20 dólares mensuales. "Estaban baratos", asegura. Un día, mientras hacía cola en una carnicería junto al cordobés, una mujer que los seguía en la fila los escuchó hablar en castellano. "Era la jefa de la cátedra de español de un instituto que prepara diplomáticos para países de habla hispana. Su marido es una eminencia en la Academia de Ciencias del Instituto de Investigaciones Espaciales". Por él se enteró del Instituto de Aviación y Tecnología de Moscú, donde se prepara la crema de los astronautas rusos. Pero el arancel para los extranjeros era de 4 mil dólares para los dos primeros años, y 36 mil para la maestría. "A esa altura, los 150 se estaban acabando. Me fui a la embajada argentina". Estaba a cargo Juan Carlos Olima. Flores salió del despacho como telefonista part time de la embajada. "En Rusia los precios se habían disparado. El departamento de 20 se había ido a 500. Me tuve que buscar otro techo". Para solucionar el problema escribió una carta al presidente Carlos Menem. Una decisión desesperada. Pero a los tres meses, Flores recibía una beca de 800 dólares del Ministerio de Educación. "Pude empezar el curso. Recién ahí me di cuenta de que era el único extranjero. Hasta diciembre del año anterior, la carrera había sido sólo para rusos. Hasta ahora soy el único latinoamericano". Hasta completar la licenciatura en Ciencias Técnicas y Espaciales tuvo de promedio el máximo puntaje de la carrera: 10. Durante sus estudios presentó diferentes proyectos, entre otros, algunas modificaciones al Marsokhod, un vehículo robot diseñado para recorrer la superficie marciana. Siete años después, está de vuelta en la Argentina. No vino solo. Lo acompaña su esposa, Irina --una psicóloga rusa a la que conoció en un bazar, preguntando por un baño mediante señas--, y con sus dos hijos Iván, de 6 años, y Nikita, de 5. Llegó buscando sponsors que inviertan 12,5 millones de dólares en investigaciones en el espacio. Es el monto que necesita para ocupar su butaca y subir a la estación satelital MIR.
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