Cuando uno regresa al país a la región, hubieran dicho
los libertarios, quienes sabían expresar sus principios hasta en la palabra aparentemente
más insospechable siente casi siempre una alegría de infancia, una nostalgia
feliz. Pero cuando justo uno llega en el tiempo en que se recuerdan los días de la
infamia, en aquellos días en que a uno se lo perseguía como a un perro sarnoso,
indefenso y de puertas cerradas, que se entreabrían a veces sólo para cuchichear el
nombre de un amigo asesinado. La época de la infamia, la época del despojo.
Se llega con la tristeza del recuerdo, del dolor que habrán tenido los rostros de los
perseguidos en el momento supremo, sorprendidos por lo inexplicable.
Recorro las calles de la persecución y de aquel miedo de marzo. Me encuentro con mi amigo
Claudio Capuano, médico. Viene cargado de papeles. Son papeles para una investigación
que está haciendo. Sobre los trabajadores de la salud desaparecidos. Trabajadores de la
salud, qué definición hermosa. Salud, el saludo libertario y salud, la joya de la
alegría, de la hermandad, del caminar sonriente por las alamedas de la vida. Los niños
sanos. Y conformaron justamente ellos una de las hermandades hermosa palabra
hispana más perseguidas por los reptiles de marrón terroso. Basta un solo nombre,
Hospital Posadas, para desnudar todo el crimen de esos días que sólo puede describirse
con un solo nombre: general Suárez Mason, sí, ese que terminó huyendo a Estados Unidos
de donde lo trajeron esposado después de declarar que él no actuó en la
represión sino que los culpables eran otros generales. Para este capítulo fundamental de
la Historia Universal de la Infamia está el video de la televisión estadounidense
así paga el diablo que deja desnudo al General de la Nación de breeches y
botas chorreadas en el momento de la verdad.
¡Con qué saña se persiguió a los trabajadores de la salud! Claro, porque son ellos los
que tienen a diario el verdadero rostro de la sociedad, en ese cuadro vivo constante que
es el hospital. Toda la documentación que me muestra Claudio Capuano se refiere a un caso
sobrecogedor. Sin explicaciones.
23 de marzo de 1977, la jefa de residentes del Hospital Italiano, doctora Alicia Ofelia
Cassano, de 27 años, camina con su marido, el estudiante del último año de Medicina,
Roque Gioia, por la calle Rincón al 300, de Banfield. Son las 17.30. De pronto se bajan
de tres automóviles individuos armados. Un operativo, en la jerga militar de
los hombres de Videla. Les dan la voz de alto a los dos jóvenes. La doctora Cassano se
detiene, sorprendida; Roque Gioia no obedece y ahí nomás lo balean con toda impunidad.
Ninguno de los dos atacados tenía armas. Todo esto a la vista de una veintena de
testigos: viandantes, vecinos, la propia policía. A la joven y al herido los cargan en un
auto y los llevan al Country Club de Banfield. Allí, en presencia de incontables testigos
asustados y sorprendidos, la obligan a Alicia a desnudarse. El teniente del Ejército Juan
Eduardo Aguiar Duhalde, jefe del operativo, le grita con vozarrón militar de macho
externo: Largá la pastilla, largá la pastilla. Alicia no tiene ninguna
pastilla, entonces la meten desnuda en el baúl del mismo auto donde su esposo se desangra
y expira.
Y ahora comienza la larga muerte de la doctora Alicia Cassano. Durará meses, y su
humillación será total, bajo la mano maestra del general de la Nación Argentina Carlos
Suárez Mason, en quien el ministro de Economía Martínez de Hoz tiene una confianza
absoluta: va a ordenar el país para poder adoptar sin problemas el sistema
liberal que ha prometido a la sonriente y esperanzada banca extranjera. Y para
eso, Martínez de Hoz sabe que deberán morir muchos médicos, docentes, estudiantes,
delegados obreros, madres encintas. Todo un programa para enorgullecer a los argentinos de
bien. En el caso de la joven médica, Suárez Mason será ayudado por verdugos
implacables: el coronel Minicucci, tristemente ridícula figura en breeches recortados
a la SS; y otro más: el teniente coronel apellido repetido Suasnávar
Suasnávar. La desesperada madre recorrerá cielo y tierra hasta que será atendida por el
susodicho Suasnávar Suasnávar, que le gritará detrás de su escritorio un anatema
definitivo: Señora, no se queje: su hija curó. Curó, tal cual. Un pecado
mortal. Sí, la joven doctora Cassano había curado a víctimas sobrevivientes de los
crímenes de las AAA de López Rega, llevadas al Hospital Italiano. Ni en literatura
encontraríamos una palabra tan definitiva para una condena a muerte: curó.
Curó, capitán Suasnávar Suasnávar. Nos lo imaginamos hoy ya retirado, con cara de buen
abuelo llevar a sus nietitos al jardín de infantes o no, mostrando sus medallas de
Obediencia Debida y Punto Final, otorgadas por Alfonsín, sintiéndose sanmartiniano por
haber ganado la batalla contra la médica de 27 años que curó.
En el campo El Vesubio, la joven médica fue torturada y humillada hasta el hartazgo por
los lansquenetes de Suárez Mason y Minicucci. Han quedado los testimonios de los
sobrevivientes que conocieron a Alicia en ese antro de perversión: uno de ellos, Carlos
Watts, relatará su experiencia en ese campo, donde era dueño, señor y Dios, el teniente
coronel Durán Sáenz, quien años después será premiado por Alfonsín y Caputo como
agregado militar en México y donde será corrido por los exiliados argentinos.
Relata Watts: Yo estaba muy mal de mi rodilla derecha como consecuencia de la picana
y de un episodio ocurrido, en el mismo Vesubio: en un momento se asesinó a patadas a un
compañero que era delegado del Banco de Tokio, Luis Pérez (nos imaginamos la
satisfacción de Martínez de Hoz y de la banca internacional). Estábamos Martín
Vázquez y yo. Lo que intentamos fue cantar el Himno y nos dieron patadas. A mí me
destruyeron la rodilla quedando a mi lado un charco de sangre. Watts será atendido
por una compañera de prisión: Alicia Cassano. Trabajadora de la salud aún en el antro
de la muerte. La psicóloga Ana Di Salvo, que estuvo prisionera en ese campo describe así
a la joven médica: Padecía con el recuerdo del asesinato de su marido y las
diarias humillaciones que recibíamos, pero siempre nos infundía ánimo con su alegría.
Recuerdo que tarareaba siempre el tango María. El día de su cumpleaños las
compañeras de cautiverio le hicimos un disfraz con los pocos trapos que poseíamos. Ella
se vistió e imitó a una modelo en la pasarela de desfile de modas y dijo:
Pertenezco a la boutique me cago en la elegancia. Era dicharachera y animosa.
Parecía una estudiante de medicina y no una médica-jefe del Hospital Italiano.
Hasta que la trasladaron.
Se iniciará entonces otro capítulo de esta historia infame: el desesperado golpear de
puertas de la madre de Alicia. Cuarteles, iglesias, burócratas. La madre posee aún todas
las respuestas que recibió de los obispos ante su grito de ayuda. Es increíble el
cinismo y la frialdad. El arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, le contestará no
deje de consagrar sus amarguras a la Santísima Virgen para que ella derrame consuelo y
alegría. Subordinación y valor.
Pero sin duda alguna, el detalle más mezquino de toda esta historia del dolor es que al
día siguiente del secuestro de Alicia y del asesinato de su esposo, cuatro camiones
militares se detuvieron frente al domicilio de ambos, violaron la puerta y se llevaron los
muebles recién comprados por la pareja y absolutamente todos los enseres y objetos.
Dejaron la casa vacía. Felonía en uniforme.
General Balza: su obligación moral es averiguar qué miembro del Ejército sacó provecho
de ese infamante robo. Quién de sus subordinados se acuesta hoy en el lecho de Alicia y
Roque. Hágalo, general, porque si no los argentinos vamos a sospechar de por vida de
todos los militares activos en esa época, hasta de usted mismo, que era coronel, si
encubre la infamia.
Alicia Cassano: trabajadora de la salud. (Hoy mientras caen bombas en Belgrado y se
asesina a campesinos de Kosovo, los trabajadores de la salud trabajan para salvar vidas.
Gracias, doctor Capuano.)
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