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EL DESPOJO

Por Osvaldo Bayer

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t.gif (862 bytes) Cuando uno regresa al país –a la región, hubieran dicho los libertarios, quienes sabían expresar sus principios hasta en la palabra aparentemente más insospechable– siente casi siempre una alegría de infancia, una nostalgia feliz. Pero cuando justo uno llega en el tiempo en que se recuerdan los días de la infamia, en aquellos días en que a uno se lo perseguía como a un perro sarnoso, indefenso y de puertas cerradas, que se entreabrían a veces sólo para cuchichear el nombre de un amigo asesinado. La época de la infamia, la época del despojo.
Se llega con la tristeza del recuerdo, del dolor que habrán tenido los rostros de los perseguidos en el momento supremo, sorprendidos por lo inexplicable.
Recorro las calles de la persecución y de aquel miedo de marzo. Me encuentro con mi amigo Claudio Capuano, médico. Viene cargado de papeles. Son papeles para una investigación que está haciendo. Sobre los trabajadores de la salud desaparecidos. Trabajadores de la salud, qué definición hermosa. Salud, el saludo libertario y salud, la joya de la alegría, de la hermandad, del caminar sonriente por las alamedas de la vida. Los niños sanos. Y conformaron justamente ellos una de las hermandades –hermosa palabra hispana– más perseguidas por los reptiles de marrón terroso. Basta un solo nombre, Hospital Posadas, para desnudar todo el crimen de esos días que sólo puede describirse con un solo nombre: general Suárez Mason, sí, ese que terminó huyendo a Estados Unidos –de donde lo trajeron esposado– después de declarar que él no actuó en la represión sino que los culpables eran otros generales. Para este capítulo fundamental de la Historia Universal de la Infamia está el video de la televisión estadounidense –así paga el diablo– que deja desnudo al General de la Nación de breeches y botas chorreadas en el momento de la verdad.
¡Con qué saña se persiguió a los trabajadores de la salud! Claro, porque son ellos los que tienen a diario el verdadero rostro de la sociedad, en ese cuadro vivo constante que es el hospital. Toda la documentación que me muestra Claudio Capuano se refiere a un caso sobrecogedor. Sin explicaciones.
23 de marzo de 1977, la jefa de residentes del Hospital Italiano, doctora Alicia Ofelia Cassano, de 27 años, camina con su marido, el estudiante del último año de Medicina, Roque Gioia, por la calle Rincón al 300, de Banfield. Son las 17.30. De pronto se bajan de tres automóviles individuos armados. Un “operativo”, en la jerga militar de los hombres de Videla. Les dan la voz de alto a los dos jóvenes. La doctora Cassano se detiene, sorprendida; Roque Gioia no obedece y ahí nomás lo balean con toda impunidad. Ninguno de los dos atacados tenía armas. Todo esto a la vista de una veintena de testigos: viandantes, vecinos, la propia policía. A la joven y al herido los cargan en un auto y los llevan al Country Club de Banfield. Allí, en presencia de incontables testigos asustados y sorprendidos, la obligan a Alicia a desnudarse. El teniente del Ejército Juan Eduardo Aguiar Duhalde, jefe del operativo, le grita con vozarrón militar de macho externo: “Largá la pastilla, largá la pastilla”. Alicia no tiene ninguna pastilla, entonces la meten desnuda en el baúl del mismo auto donde su esposo se desangra y expira.
Y ahora comienza la larga muerte de la doctora Alicia Cassano. Durará meses, y su humillación será total, bajo la mano maestra del general de la Nación Argentina Carlos Suárez Mason, en quien el ministro de Economía Martínez de Hoz tiene una confianza absoluta: va a ordenar el país para poder adoptar sin problemas el sistema “liberal” que ha prometido a la sonriente y esperanzada banca extranjera. Y para eso, Martínez de Hoz sabe que deberán morir muchos médicos, docentes, estudiantes, delegados obreros, madres encintas. Todo un programa para enorgullecer a los argentinos de bien. En el caso de la joven médica, Suárez Mason será ayudado por verdugos implacables: el coronel Minicucci, tristemente ridícula figura en breeches recortados “a la SS”; y otro más: el teniente coronel apellido repetido Suasnávar Suasnávar. La desesperada madre recorrerá cielo y tierra hasta que será atendida por el susodicho Suasnávar Suasnávar, que le gritará detrás de su escritorio un anatema definitivo: “Señora, no se queje: su hija curó”. Curó, tal cual. Un pecado mortal. Sí, la joven doctora Cassano había curado a víctimas sobrevivientes de los crímenes de las AAA de López Rega, llevadas al Hospital Italiano. Ni en literatura encontraríamos una palabra tan definitiva para una condena a muerte: “curó”. Curó, capitán Suasnávar Suasnávar. Nos lo imaginamos hoy ya retirado, con cara de buen abuelo llevar a sus nietitos al jardín de infantes o no, mostrando sus medallas de Obediencia Debida y Punto Final, otorgadas por Alfonsín, sintiéndose sanmartiniano por haber ganado la batalla contra la médica de 27 años que “curó”.
En el campo El Vesubio, la joven médica fue torturada y humillada hasta el hartazgo por los lansquenetes de Suárez Mason y Minicucci. Han quedado los testimonios de los sobrevivientes que conocieron a Alicia en ese antro de perversión: uno de ellos, Carlos Watts, relatará su experiencia en ese campo, donde era dueño, señor y Dios, el teniente coronel Durán Sáenz, quien años después será premiado por Alfonsín y Caputo como agregado militar en México y donde será corrido por los exiliados argentinos.
Relata Watts: “Yo estaba muy mal de mi rodilla derecha como consecuencia de la picana y de un episodio ocurrido, en el mismo Vesubio: en un momento se asesinó a patadas a un compañero que era delegado del Banco de Tokio, Luis Pérez (nos imaginamos la satisfacción de Martínez de Hoz y de la banca internacional). Estábamos Martín Vázquez y yo. Lo que intentamos fue cantar el Himno y nos dieron patadas. A mí me destruyeron la rodilla quedando a mi lado un charco de sangre”. Watts será atendido por una compañera de prisión: Alicia Cassano. Trabajadora de la salud aún en el antro de la muerte. La psicóloga Ana Di Salvo, que estuvo prisionera en ese campo describe así a la joven médica: “Padecía con el recuerdo del asesinato de su marido y las diarias humillaciones que recibíamos, pero siempre nos infundía ánimo con su alegría. Recuerdo que tarareaba siempre el tango ‘María’. El día de su cumpleaños las compañeras de cautiverio le hicimos un disfraz con los pocos trapos que poseíamos. Ella se vistió e imitó a una modelo en la pasarela de desfile de modas y dijo: ‘Pertenezco a la boutique me cago en la elegancia’. Era dicharachera y animosa. Parecía una estudiante de medicina y no una médica-jefe del Hospital Italiano”. Hasta que la “trasladaron”.
Se iniciará entonces otro capítulo de esta historia infame: el desesperado golpear de puertas de la madre de Alicia. Cuarteles, iglesias, burócratas. La madre posee aún todas las respuestas que recibió de los obispos ante su grito de ayuda. Es increíble el cinismo y la frialdad. El arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, le contestará “no deje de consagrar sus amarguras a la Santísima Virgen para que ella derrame consuelo y alegría”. Subordinación y valor.
Pero sin duda alguna, el detalle más mezquino de toda esta historia del dolor es que al día siguiente del secuestro de Alicia y del asesinato de su esposo, cuatro camiones militares se detuvieron frente al domicilio de ambos, violaron la puerta y se llevaron los muebles recién comprados por la pareja y absolutamente todos los enseres y objetos. Dejaron la casa vacía. Felonía en uniforme.
General Balza: su obligación moral es averiguar qué miembro del Ejército sacó provecho de ese infamante robo. Quién de sus subordinados se acuesta hoy en el lecho de Alicia y Roque. Hágalo, general, porque si no los argentinos vamos a sospechar de por vida de todos los militares activos en esa época, hasta de usted mismo, que era coronel, si encubre la infamia.
Alicia Cassano: trabajadora de la salud. (Hoy mientras caen bombas en Belgrado y se asesina a campesinos de Kosovo, los trabajadores de la salud trabajan para salvar vidas. Gracias, doctor Capuano.)

 

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