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EL VALOR DE LOS TRENCITOS

Por Mario Wainfeld

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t.gif (862 bytes) "Coronel --decía la cartita que el intelectual hizo llegar al político--, le vamos a pedir los trencitos." La cartita la había escrito Raúl Scalabrini Ortiz, el coronel era Juan Domingo Perón y al decir "los trencitos" quería significar "nacionalizar los ferrocarriles". Corría el año '45, Perón ya estaba en carrera para ser presidente y la misiva fue manuscrita y entregada en medio de alguna fiesta más o menos masiva, tal vez aquella en que Perón conoció a Evita.

Scalabrini Ortiz era el autor de una profusa obra literaria. También un militante político que escribió numerosos textos sobre su obsesión: el imperialismo inglés, que describió implacablemente como el dominio y el diseño de las redes ferroviarias, acentuaba la dominación británica en el Río de la Plata. Entusiasmado, veía a un político en ascenso y le pedía una medida audaz.

Scalabrini no era el único ni el primer pensador que valoraba los ferrocarriles. También lo habían hecho otro argentinos portadores de -- muy otras-- ideas de progreso. Sarmiento y Alberdi, por ejemplo, no cesaban en reclamar "caminos de fierro", esto es, civilización, intercambio, urbanización, integración.

Algo similar, expresado en demandas sencillas (trabajo, un lugar en el mundo) pedían las gentes que se acercaron durante la semana que pasó al Tren de la Esperanza de Ramón Ortega y Eduardo Duhalde. Mujeres y hombres humildes que miran para atrás y ven con vértigo que no hace tanto acá la mayoría abrumadora de la gente tenía trabajo, la mayoría abrumadora de los que trabajaba comía, muchísima gente tenía cobertura de salud y eso algo tenía que ver con la industria, la integración territorial nacional, el progreso, tres datos que el ferrocarril a la vez simboliza y cataliza. Un mundo comunicado no sólo por los flujos financieros o informativos sino también por los productivos.

No parece que el binomio Duhalde-Ortega represente el credo integrador, progresista y autosuficiente al que aludía la carta de los trencitos. Ni en Tucumán ni en Buenos Aires sus gobernaciones apuntaron a eso, y ambos candidatos eran hipermenemistas en los primeros años del "modelo", aquellos en que se decidió --entre otras lindezas-- cerrar primero los ramales que paraban y luego los que no eran eficientes. Ambos (como casi todos los políticos de primer nivel de los partidos mayoritarios) son admiradores de la gestión económica de Domingo Cavallo, uno de los artífices de la actual Argentina invertebrada. El Tren no fue una propuesta de gobierno, sino apenas una feliz idea de campaña --que ellos redoblarán y que seguramente imitarán sus adversarios de la Alianza--.

Sería una pretensión abusiva suponer que algunos (o uno solo) de los miles de argentinos que se arrimaron la semana que pasó al Tren de la Esperanza conociera la vida, la obra, la cartita o tan siquiera el nombre de Scalabrini. De hecho, pocos de sus contemporáneos conocieron su rostro. Pero la gente que se asomó al tren a su modo demuestra que algo de lo suyo sigue tan vigente como pendiente. No la nacionalización de los ferrocarriles ni el propio ferrocarril (herramientas o medios que a veces sirven y a veces no y que como todo lo instrumental puede volverse obsoleto). Sí el anhelo de que la política es el modo de contrapesar los grandes poderes económicos. Y que --para las mujeres y hombres que hacen política y también para los intelectuales-- es un deber combatirlos y proponer cómo hacerlo. Algo hoy por hoy muy ausente, no sólo de las agendas de Duhalde y Ortega, sino de casi toda la clase política argentina.

 

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