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OPINION
Aquellas asignaturas pendientes

Por Carlos Polimeni

Ya casi nadie lo dice, ¿ya casi nadie lo recuerda?, pero una vez, allá lejos y hace tiempo, José Sacristán fue el más popular y querido de los actores extranjeros en la Argentina. Fue algo más que eso: un despertador de conciencias. Nada de lo que pudiera hacer ahora repetiría aquel éxito, para nada artístico. No es que ahora no se lo respete ni se lo estime. Tampoco que el tiempo haya afectado su nivel profesional, más bien al contrario. Lo que ocurre es que, por unas extrañas volteretas del destino, cuando los 80 recién empezaban, aquel joven actor trajo al país en que casi todo era dictadura un mensaje de aliento y esperanza que ni él mismo valoraba en su medida. Es bueno contarlo ahora, en que la democracia es un bien de todos los días, tanto que se puede renegar contra ella. Es bueno, en tiempos cínicos, en que la palabra esperanza suena cursi y nadie imagina cuánta vida –además de cuánta muerte– había en dictadura. Es necesario para que los más jóvenes entiendan el cariño que ese hombre diminuto –que alguna vez fue aquí un rarísimo sex symbol– despierta entre los que peinan sus primeras canas, o están preparándose.
La imagen, la voz y sobre todo las largas parrafadas de Sacristán llegaron a la Argentina cabalgando sobre dos películas, que se suponían inolvidables, del director español José Luis Garci: Solos en la madrugada y Asignatura pendiente. La Guerra de Malvinas quedaba lejos por entonces: los militares casi no tenían oposición relevante, los desaparecidos estaban bien desaparecidos, y los poco más de 25 millones que seguían vivos se las arreglaban, como siempre, para respirar todos los días. Las Madres daban vueltas a la Plaza, Raúl Portal trabajaba en prensa en la Presidencia de la Nación y la dupla Mariano Grondona-Bernardo Neustadt explicaba semana a semana en “Tiempo Nuevo” cómo era que iban las cosas. Las películas de Garci eran más bien flojas, se comprende a la distancia. Pero ¿pueden analizarse técnicamente el segundo gol de Mario Kempes a Holanda en la final del Mundial 1978, la voz de Edith Piaf, la medida del busto de Naomi Campbell? La gente, que las convirtió en éxito de proporciones, no salía de los cines hablando del guión, del montaje o de la continuidad, cuando se desparramaba por los bares del barrio latino porteño, después de las funciones. Ni siquiera de las actuaciones. Salía hablando de Sacristán, de sus personajes. Salía hablando de política. Debatía, en un régimen que había prohibido por ley la pluralidad.
Ambos films eran producto de la transición española, de los primeros años cinco posteriores al fin de los cuarenta de dictadura franquista, y estaban llenos de esa realidad. A España le faltaba, todavía, la llegada de Felipe González al poder y los personajes estaban descubriendo que la democracia no soluciona las cosas por arte de magia, que es un principio y no un fin. En Solos en la madrugada, Sacristán era un conductor radial de un programa de trasnoche que monologaba sobre el mundo para intentar entender
su vida, y en Asignatura pendiente un abogado de izquierda, defensor de presos políticos, que encontraba una novia de la adolescencia en los días previos a la muerte de Francisco Franco y la invitaba a recuperar el tiempo perdido. “Nos han robado tantas cosas”, le decía José a su ex novia, interpretada por Fiorela Faltoyano, mientras la invitaba, dieciocho años más tarde, a hacer el amor por primera vez. “Las veces que tuvimos que hacer el amor y no lo hicimos. Los libros que debimos leer y no leímos. Las cosas que debimos pensar y no pensamos”, enumeraba. “Todo esto –agrega como al pasar– es lo que no les perdono.” En España, ese les iba dirigido a los franquistas. Aquí, unívoca y claramente, a los militares. Cuando aquellos ex novios, ahora aburridos burgueses llenos de problemas existenciales, se iban a la cama por fin, intentando ser amantes; era en el departamento de Trotsky, apodo de un amigo del abogado, debajo de un gigantesco retrato de Lenin (Vladimir Illich Ulianov, político ruso). Para los militares argentinos de entonces, esto equivalía a poco menos que a una incitación a la subversión. Sólo que iban poco al cine y cuando se dieron cuenta de lo que habían permitido, en rigor después de numerosas cavilaciones, ya era tarde para prohibirlo.Ese cosmos, sentir que ese mundo existía en otra parte –o incluso, que lo que aquí era clandestino, como hacer el amor debajo de un poster de Lenin, allá, en España, que siempre quedó cerca, que no era Moscú o Praga, era legal, y hasta fashion– les dio a los films un boca a boca monumental. Tanto como que se tratara de una historia de doble adulterio sin moralinas. Sacristán tuvo, entonces, un prestigio a tono. No sólo entre la izquierda o las sectas, sino, además, entre los millones de argentinos que eran la oposición silenciosa al régimen de las botas y estaban esperando cómo canalizar sus broncas. Los millones que sentían que también tenían asignaturas pendientes, soñaban con no perdonarlas y sabían, por entonces, a quiénes pasarles las boletas. En Asignatura... el personaje de un preso político vencido por los años de cárcel, que decía que ya no quería ser un ídolo de nadie, apenas un padre para sus hijos, trajo al hoy hasta ninguneado gran Héctor Alterio, que estaba exiliado y prohibido, de vuelta a la Argentina. El cine argentino de entonces creía que transgresión era mostrar un pezón de Moria Casán, un tropezón de Carlitos Balá vestido de soldado de la Marina, o que a Palito Ortega lo descubriera Evangelina Salazar en calzoncillos y medias tres cuartos. Aquellos personajes de Sacristán, que hoy parecen detenidos en un tiempo irrepetible, generaban por solo contraste ganas de salir a la calle, en 1980, en 1981, a pesar de las sirenas. Traían olor a libertad. El resto, de Felipe González y Malvinas en adelante, en España y en Argentina, es historia conocida. Y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

 

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