En democracia, sólo de tanto en tanto la vida te besa en la
boca. El resto del tiempo se avanza paso a paso. A veces, ni eso se mueve. Para valorar
ese tipo de avance hace falta alguna dosis de ingenuidad y optimismo. Construir consensos
democráticos no es tarea para impacientes o exaltados. Algunos confunden esa gradualidad
con retroceso y estancamiento, levantando cargos contra los que suben de un peldaño a la
vez por resignación pragmática. Otros, con cinismo, confunden adrede la marcha lenta con
la marcha atrás.
Los adjetivos que descalifican o alaban casi siempre impiden ver la sustancia, porque la
cubren como la hiedra a la pared y trazan estériles líneas divisorias. El movimiento en
defensa de los derechos humanos, desde sus comienzos, aceptó la existencia en su interior
de opiniones diversas y aun discrepantes.
El primer grupo heroico de Madres que rondaban la Plaza de Mayo o los que fundaron en el
Centro Nazareth la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), lo mismo que los
demás organismos, nunca fueron de una sola fe ideológica o religiosa. Y era lógico que
no lo fueran, más allá de estrategias o tácticas de resistencia.
Los treinta derechos humanos de la declaración universal no son una ideología política,
una doctrina de partido, un programa de gobierno, una plataforma para la revolución ni
una rama de la psicología. Son principios de referencia. No dicen cómo somos ni cómo
seremos, sino cómo debemos ser. Dibujan la línea del horizonte y, como ella, son
inalcanzables, pero al mismo tiempo imprescindibles para fijar el rumbo. Sin ellos,
caminaríamos en círculos. Equivalen a la ley de gravedad de la libertad.
Mientras el horizonte sea el mismo, cada uno encontrará su propia senda o dejará su
huella en el camino de todos. ¿Qué hay de malo en eso? Resulta más fácil y más
efectivo juntos que desperdigados, pero el movimiento no es un partido. Qué horrible
sería que una acción de este tipo pretendiera ser orientada o dirigida por normas
dogmáticas, disciplinas verticales y voluntades únicas. No hay escalafón como en las
administraciones ni tampoco la antigüedad otorga derechos naturales.
En los últimos tiempos han emergido opiniones diferentes acerca de algunas novedades en
el movimiento (el monumento a los caídos, las reparaciones económicas y otros asuntos) y
métodos innovadores, el escrache en primer lugar, que han mejorado la
eficacia de la búsqueda por la verdad y la justicia. Los claroscuros son normales en la
pluralidad.
Sólo las culturas autoritarias rechazan de plano la variedad y las diferencias. También
es cierto que ese tipo de culturas pueden darse en zonas de la derecha, donde son más
frecuentes, y lo mismo en zonas de la izquierda, donde han provocado todo tipo de
tragedias, hasta implosiones gigantescas. Dado que nadie aprende en cabeza ajena, la
tentación autoritaria siempre está y es lo único que debería estar ausente en la
divergencia interna.
La lucha es más purificadora cuando el enemigo es una dictadura. El régimen
no admite concesiones. En la democracia, los matices resaltan más, las conductas
personales o partidarias son más contradictorias y, a veces, aun incoherentes. La
experiencia del gobierno chileno, y de los partidos que lo integran, en el último
semestre, desde que fue detenido Pinochet en Londres, es un claro ejemplo de las
impurezas e incoherencias que pueden surgir entre los administradores del
Estado democrático y los defensores de los derechos humanos, en primer lugar las
víctimas directas y sus familiares.
Si uno cree en el valor de la ley, en democracia la política es el modo y los partidos el
medio para gestionar compromisos con los principios que se defienden. Cada paso hacia
adelante, por pequeño que sea, demanda consenso, el consenso negociación, la
negociación flexibilidad y la flexibilidad ciertas concesiones que no sean los principios
mismos. En cada etapa es lógico que surjan, en el mismo lado, opiniones disonantes o
contrapuestas.
Otra cosa muy distinta es entender los derechos humanos como carta del partido de la
revolución. El terrorismo de Estado era tan salvaje, inhumano y codicioso que la sola
enunciación de los derechos humanos significaba un acto de resistencia casi
revolucionaria. A la hora de los gobiernos elegidos en las urnas, el movimiento por los
derechos humanos no puede ser, por origen y sustancia, la prolongación de la insurgencia
revolucionaria, aunque haya cobrado en ella muchas de sus víctimas.
Tampoco se trata de estacionamiento reservado para liberales democráticos. En él tienen
cabida los que hacen el viaje completo o los que van de una estación hasta la otra, con o
sin religión, con o sin partido, revolucionarios o reformistas. Sus miembros tendrán
necesariamente distintos niveles de conciencia y de compromiso. Es humano y para
comprenderlo cada uno debería reflexionar sobre la propia vida: ¿Cuántos de nosotros,
sin una experiencia trágica, hubiera llegado tan lejos y tan rápido?
Es un movimiento apasionado y sus militantes más jóvenes, esos que llegaban en
ramilletes a la Plaza el último 24 de marzo, representan esa pasión necesaria, aunque a
veces parezcan tan obstinados y dueños de la verdad como los adultos. Es humanista y
desde esa condición debate para sí y con sus amigos y aliados, permanentes o
circunstanciales. Es verídico y justiciero y trabaja para la sociedad, no para ni por
espacios de poder.
Es un movimiento orgulloso de su dignidad y de sus razones, pero avanza atento a los
cambios del paisaje alrededor de la ruta que sigue hacia el horizonte. Su temario se
amplía al ritmo de la sociedad que lo contiene, pero no deja atrás la sustancia inicial:
verdad, justicia, castigo para los culpables, igualdad ante la ley, libertad. Es memoria
activa, pero también pronóstico: no sólo porque muchas tumbas están abiertas todavía,
sino porque el mundo necesita de la gente honrada y de temple para evitar que su destino
sea una pesadilla. Es, en definitiva, un movimiento hacia el futuro.
* Extractado de la intervención del autor, el jueves último, en la presentación del
Informe anual enero-diciembre 1998 sobre Derechos Humanos en la Argentina, elaborado por
el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y publicado por Eudeba.
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