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Por Cecilia Hopkins Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son, dice una vez más Víctor Laplace en la piel de Segismundo, el protagonista de La vida es sueño. Las palabras de uno de los más famosos monólogos de la historia del teatro español encuentran un obvio eco en la platea, literalmente hablando: algunos espectadores hacen gala de su memoria declamando como para sí los versos, que acaso estudiaron en el secundario. La versión estrenada a principios de febrero de este hiperclásico (escrito en 1636, por Pedro Calderón de la Barca, unánimemente considerado por la crítica uno de los textos más representativos del barroco español) reúne a un grupo de actores de importante trayectoria. No obstante lo cual, sorprende que el director Daniel Suárez Marzal haya distribuido los roles centrales sin tener en cuenta la edad requerida para los personajes. No es Laplace, justamente, un jovencito lleno de dudas. Más allá de esto, un hecho fundamental pone en peligro la inteligencia de la obra por parte del público: La vida es sueño está escrita íntegramente en verso y los actores argentinos no están habituados a interpretar parlamentos embretados en rigurosas pautas métricas. Teniendo en cuenta que la obra combina el desarrollo de cuestiones filosóficas (morales, teológicas, políticas) con un enredo amoroso en el que el honor de una mujer está en juego, el texto suena desbordante de diligentes e ingeniosos retruécanos. Así las cosas, la mayor parte del elenco quienes más, quienes menos dice sus partes con una entonación envarada, que neutraliza cualquier atisbo de sentimiento. En el medio de tanto personaje ceremonioso las burlas y juegos de Clarín (criado de Rosaura, interpretado por Claudio Gallardou) quedan algo aislados, sin posibilidad de integración. Claro que, tanto Laplace como Walter Santa Ana o Elena Tasisto tienen escenas en las que sus personajes suenan más convincentes que en otras. Pero el único actor del elenco que en ningún momento somete la puntuación del texto a la rima es Franklin Caicedo, a quien se le nota su entrenamiento con la poesía. La acción de la obra que tiene un promedio de 350 espectadores por función, lo que la convierte en un suceso para un teatro oficial como el Alvear transcurre en el palacio del rey Basilio, padre de Segismundo, y en la torre donde el desdichado príncipe se encuentra encerrado, maldecido por los desastres que el cielo le presagió al mundo en el momento de su nacimiento, como en una tragedia griega. Uno de los problemas de Segismundo es que cuando se despierta preso no sabe si soñó que era príncipe o si sigue siendo príncipe y sueña que está preso. Siguiendo criterios diversos, la escenografía de Alberto Negrín alterna formas contemporáneas (dos largas escaleras de metal que presiden la escena, una plataforma plateada que oficia de torre) con el diseño abigarrado del catafalco que hace las veces de lecho principesco, con la intención de hacer referencia a los excesos decorativos del barroco.
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