El musical, estrenado originalmente en 1965 en Broadway, ofrece un notorio despliegue técnico, al estilo de los productos Disney, apoyando a un elenco en que descuellan las figuras principales.
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Por Hilda Cabrera Prisionero de la Inquisición en Sevilla, arrojado a una celda y aligerado de sus pertenencias por los otros condenados (ladrones y asesinos, según los guardias), Miguel de Cervantes es en este musical, creado por los estadounidenses Dale Wasserman y Joe Darion, una figura que se funde y dispersa en el personaje de su célebre novela, el hidalgo Alonso Quijano, y en el delirio de éste, Don Quijote. Los dos somos hombres de La Mancha, dirá el protagonista en una secuencia de esta obra que apuesta a la conquista del sueño imposible (una canción de Darion alude reiteradamente a ese deseo) y equipara la imaginación con la libertad. De hecho, los muros y las rejas desaparecen, cuando, para defender su integridad física y la de su manuscrito (a punto de ser destruido), Cervantes intenta captar a su doliente y esperpéntica audiencia, narrando algunas de las aventuras del Caballero de la Triste Figura: Nuestro propósito es distraernos, declara. En esta traslación escénica de unos pocos fragmentos del texto cervantino (eminentemente teatral según algunos reconocidos puestistas, entre otros el italiano Maurizio Scaparro), las andanzas del Quijote llevan la impronta de los musicales de Broadway, en lo que se refiere a despliegue escenográfico y coreografías. En este sentido, la monumental y prolija adaptación española, optó por ambientaciones de fuertes contrastes y de seguro impacto en el público. La confrontación de ideas y visiones sobre la figura del Quijote se resuelve en diversos planos, por momentos de manera espectacular, apelando a la contundencia de una escenografía de muros y rejas (una avalancha de decorados que apabullan e impiden entrar en clima), y en otros a secuencias de jolgorio (la que muestra a un grupo de rameras y asaltantes moriscos, por ejemplo) o dramáticas, como las vividas en la celda y en una calleja cualquiera de un pueblo de La Mancha. El abordaje a este clásico de la literatura española y universal no tiene que ser necesariamente erudito, pero lo que no se puede obviar es el conflicto de Alonso Quijano, el hidalgo que sueña ser Quijote, su otro yo desfacedor de entuertos (o sea agravios). Y en este punto, el musical cumple. El guión de Wasserman convierte a estos personajes en figuras contemporáneas: en seres que antes de preguntarse cómo han vivido imaginan cómo debiera vivirse. En el plano de las actuaciones, José Sacristán hace gala de sobriedad y picardía. Su Cervantes se aparta sin ceremonia del bullicio del escenario o de las brumas que invariablemente aparecen cuando se habla de sueños, para guiar al espectador, como el escritor respecto del lector de su novela. En estos acercamientos a la platea, consumados siempre en el marco de la obra, el actor crea un raro espacio de reflexión, no ya respecto de Cervantes, Don Quijote y Sancho Panza (el rústico que se quijotiza), sino para referirse a esos otros seres más anónimos pero igualmente universales que vieron la vida tal cual es y murieron desesperados. ¿Por qué buscar tesoros donde hay inmundicia?, inquiere el ilustre Cervantes a propósito de su Don Quijote, símbolo del idealista de ojos entrenados para ver lo que otros apenas atisban, como reconocer en la prostituta Aldonza a Dulcinea, una mujer casta, la amada a la que pone bella voz Paloma San Basilio. En la adaptación del español Nacho Artime sobre este musical, estrenado en Nueva York en 1965, se predica la filosofía del amor, acaso con la misma inocencia que anima al Cervantes que en esta ficción se dispone a dar batalla al Santo Oficio, aferrado a su manuscrito, arropado nada más que por el coraje de quien alienta una perspectiva utópica.
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