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UN ADELANTO DEL NUEVO LIBRO EXPLICA EL TRIUNFO DEL MERCADO LIBRE
La guerra fría era como el Sumo
(la globalización es una carrera)

La política está devaluada, los mercados parecen invencibles. Thomas L. Friedman, columnista estrella del “New York Times” y experto en asuntos internacionales, acaba de publicar un nuevo libro, El Lexus y el olivo, explicando por qué “ideológicamente hablando, ya no hay variedad: la opción es vainilla capitalista o Corea del Norte”.

Exigencias: Los países que acepten que  el capitalismo destruya las empresas ineficientes podrán prosperar en la era de la globalización.

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Por Thomas L. Friedman

t.gif (862 bytes) El 8 de diciembre de 1997, por la mañana, el gobierno de Tailandia anunció que cerraba 56 de las 58 mayores entidades financieras del país. Estos bancos privados habían quebrado de un día para el otro por la caída de la moneda tailandesa, el baht, causada por la especulación global que había disparado la percepción de que la economía de Tailandia no era tan fuerte como se creía. Al día siguiente yo pasaba en un taxi por la calle Asoke, la Wall Street de Bangkok. A medida que pasábamos lentamente por las puertas de los bancos quebrados, mi taxista los declaraba “muerto... muerto... muerto...”. No lo sabía en ese momento –nadie lo sabía– pero eran las primeras fichas del dominó de la primera crisis financiera global en la nueva era de la globalización, la era que sucedió a la guerra fría. Habrá países que no se sientan parte del sistema globalizado, pero todos están siendo globalizados y cambiando en el proceso.
La crisis tailandesa disparó una huida general de capitales de virtualmente todos los mercados emergentes del sudeste asiático. Asia era un importante motor del crecimiento económico mundial. Consumía enormes cantidades de materias primas. Cuando comenzó a ratear, los precios del oro, el cobre, el aluminio y, más importante aún, del petróleo, comenzaron a caer. Esto transmitió la crisis de Asia a Rusia. Rusia estaba haciendo lo suyo, tratando de salir del pozo económico que se había cavado sola y de entrar al camino del crecimiento estable con ayuda del FMI. Demasiadas fábricas rusas no pueden producir nada que alguien quisiera comprar y las que lo logran no pagan casi impuestos, por lo que el Kremlin vive crónicamente corto de fondos. Para vivir, dependía de las exportaciones de petróleo y de los préstamos extranjeros, a los que atraía ofreciendo tasas de interés ridículamente altas para sus bonos.
A medida que la economía rusa se hundía a principios de 1998, las tasas de interés para los bonos en rublos subieron del 20 por ciento al 50 y luego al 70 por ciento, para seguir atrayendo extranjeros. Los bancos extranjeros y los fondos de riesgo –los enormes y desregulados pools de dinero privado que recorren el mundo buscando oportunidades– seguían comprando los bonos, apostando a que el FMI rescataría a los rusos y ellos podrían cobrar. Algunos tomaban dinero prestado al 5 por ciento para comprar bonos de la Tesorería Rusa que pagaban 20 o 30 por ciento. Como diría mi abuela, ¡qué buen negocio! Pero como también diría mi abu, “si es demasiado bueno para ser cierto, debe ser mentira”. Y era mentira.
El bajón en los precios del petróleo causado por los asiáticos le hizo más difícil a los rusos pagar el interés y el capital de sus bonos. Pero el FMI se rehusó a ayudar a menos que Rusia cumpliera sus promesas de reformar la economía. El 17 de agosto del año pasado, el castillo de arena se derrumbó. Rusia devaluó y dejó de pagar sus bonos.
A primera vista, el colapso ruso no podía tener demasiadas consecuencias globales. La economía rusa es menor que la de Holanda. Pero el sistema estaba más globalizado que nunca. Los fondos de riesgo y otras firmas financieras que habían sufrido enormes pérdidas en Rusia tuvieron que conseguir repentinamente enormes sumas de efectivo para pagar a sus banqueros. Entonces comenzaron a vender sus tenencias en países con economías razonables para tapar sus pérdidas en países malos. Brasil, que había hecho muchas de las cosas correctas que esperan el FMI y los mercados globales, se encontró repentinamente con que sus bonos y acciones eran quemadas por inversores en pánico. Brasil tuvo que subir sus tasas de interés a un 40 por ciento para retener capital en el país.
Yo defino la globalización como la integración de las finanzas, los mercados, las naciones-estado y la tecnología a un grado nunca antes visto y de un modo que permite a individuos, corporaciones y naciones-estado recorrer y tocar el mundo más rápido, más profundo, más lejos y más barato que nunca, de una manera que está produciendo una fuerte reacción de quienes son dejados atrás o brutalizados. Como sistema internacional, la guerra fría tenía su estructura de poder: el equilibrio de fuerzas entreEstados Unidos y la Unión Soviética. En cuestiones mundiales, ninguna de las superpotencias podía entrar en el corazón de la zona de influencia de la otra. En cuestiones económicas, los países menos desarrollados podían enfocarse en cuidar sus industrias nacionales, los países en desarrollo en crecer exportando, los países comunistas en lograr la autarquía y los países occidentales en el comercio regulado. La guerra fría tenía ideas dominantes: el choque entre comunismo y capitalismo, la detente, los noalineados y la perestroika. Tenía sus tecnologías definitorias: las armas nucleares y la segunda revolución industrial eran dominantes, pero para muchas personas del mundo subdesarrollado la hoz y el martillo todavía eran herramientas utilizables.
La idea-fuerza de la globalización es el capitalismo de mercado libre: cuanto más se deje a las fuerzas del mercado gobernar y cuanto más se abra la economía al libre intercambio y a la competencia, más eficiente y floreciente será la economía. Esto significa la expansión del capitalismo de mercado libre a virtualmente cada país del mundo. Como la guerra fría, la globalización también tiene sus reglas económicas, que giran alrededor de la apertura, la desregulación y la privatización. Y tiene sus tecnologías definitorias: computadoras, miniaturización, digitalización, comunicaciones satelitales, fibras ópticas e Internet.
Mientras que la medida de la guerra fría era la carga útil de los misiles, la medida de la globalización es la velocidad: del comercio, de los viajes, de las comunicaciones y las innovaciones. La guerra fría era sobre la ecuación de masa y energía de Einstein, E=mc2. La globalización es sobre la Ley de Moore, por la cual el poder de computación de los chips de silicio se duplica cada 18 o 24 meses. En la guerra fría la pregunta típica era “¿qué tan grande es tu misil?”. En la globalización es “¿qué tan rápido es tu modem?”. El símbolo de la guerra fría era un muro que dividía. El de la globalización es una red informática que une. El documento clave del viejo sistema era el tratado. El de la globalización es el trato.
Si los economistas claves del sistema de la guerra fría eran Karl Marx y John Maynard Keynes, en donde cada uno a su manera quería domesticar al capitalismo, los economistas que definen la globalización son Joseph Schumpeter y Andy Grove, que prefieren el capitalismo desencadenado.
Schumpeter, un ex ministro austríaco de economía, expresó la opinión de que la esencia del capitalismo es el proceso de “destrucción creativa”, el perpetuo reemplazo de productos y servicios por otros más eficientes. Grove, ex directivo de Intel, el gigantesco productor de chips, tomó el insight de Schumpeter, “sólo los paranoicos sobreviven”. Del mismo modo, los países que acepten más fácilmente que el capitalismo destruya las empresas ineficientes, de modo que el dinero quede liberado y se dirija a compañías innovadoras, podrán prosperar en la era de la globalización.
Si la guerra fría fuera un deporte, sería el sumo japonés, dice Michael Mandelbaum, profesor de asuntos internacionales en la Universidad John Hopkins. “Dos gordos en un ring, haciéndose caras, pateando el piso, apenas tocándose hasta el fin de la pelea, cuando hay un instante en que se manotean y al perdedor lo empujan afuera, pero no muere nadie.” Si la globalización fuera un deporte, sería una carrera de 100 metros, repetida una y otra vez. No importa cuántas veces uno gane, hay que correr de nuevo al día siguiente. Y si uno pierde por una décima de segundo es lo mismo que si se pierde por una hora.
Por último, y más importante, la globalización tiene su propia estructura de poder que la define, mucho más compleja que la de la guerra fría. El sistema de la guerra fría fue construido alrededor de las naciones-estado y tenía en su centro el equilibrio entre las dos superpotencias, EE.UU. y la URSS. El mundo globalizado tiene tres balances que se superponen y se afectan mutuamente. El primero es el tradicional equilibrio entre naciones-estado. En el sistema globalizado, los EE.UU. son la única superpotencia pero el equilibrio entre EE.UU. y otrasnaciones todavía influye en la estabilidad del sistema. El segundo equilibrio en este mundo nuevo es entre las naciones-estado y los mercados globales. Estos mercados globales están compuestos por millones de inversores que mueven su dinero por el mundo cliqueando un mouse. Los llamo “el rebaño electrónico” y estas reses se reúnen en centros financieros clave como Wall Street, Hong Kong, Londres y Frankfurt, que llamo “supermercados”. Las actitudes y acciones del rebaño electrónico y de los supermercados puede tener un enorme impacto en las naciones-estado, al punto de hacer caer gobiernos. No se pueden entender las primeras planas de hoy, ya sea la historia sobre la caída de Suharto en Indonesia, el caos interno en Rusia o la política monetaria de EE.UU., sin tener en cuenta los supermercados. Estados Unidos puede destruirte tirándote bombas, los supermercados pueden destruirte bajando la calificación de tus bonos.
El tercer equilibrio a considerar, el más nuevo de todos, es el balance entre individuos y naciones-estado. Ya que la globalización tiró abajo muchas de las paredes que limitaban los movimientos de los individuos y simultáneamente conectó al mundo en redes, le da mucho más poder a los individuos para que influencien los mercados y las naciones-estado.
Hoy no sólo hay superpotencias, no sólo supermercados, sino también individuos superpoderosos que pueden actuar directamente en el escenario mundial, sin la intermediación tradicional de gobiernos, corporaciones u otras instituciones públicas o privadas. Algunos de estos superindividuos están muy enojados. Cuando Osama Bin Laden, el millonario saudita que tiene su propia red global, le declaró la guerra a EE.UU., la fuerza aérea le lanzó un ataque misilístico como si fuera una nación-estado.
Se pueden discutir alternativas a los mercados libres y la integración global, se pueden exigir alternativas, se puede insistir en una tercera vía, pero por ahora a nadie se le ocurre otra. Durante el siglo XIX y comienzos del XX, cuando la revolución industrial y el capitalismo financiero global rugían por Europa y EE.UU., mucha gente quedó escandalizada por su brutalidad darwinista y sus “satánicas fábricas”. La experiencia desató una gran cantidad de debates y teorizaciones revolucionarias. Hubo gente que declaró que podía eliminar los aspectos brutalizantes e inestables del capitalismo y crear un mundo que jamás dependería del capitalismo burgués desregulado. Las alternativas no democráticas y planeadas centralmente que ofrecieron –el comunismo, el socialismo, el fascismo– ayudaron a abortar la primera era de globalización entre 1917 y 1989. Hay sólo una cosa para decir: las alternativas no funcionaron. Cuando se trata de la cuestión de qué sistema es hoy el más eficiente en generar mejores niveles de vida, el debate histórico se terminó. Otros sistemas pueden ser mejores para dividir y distribuir los ingresos más equilibradamente y eficientemente, pero ninguno genera ingresos para distribuir como el capitalismo de mercado libre. Más y más gente ya se enteró de que, ideológicamente hablando, ya no hay más chocolate granizado, cerezas al marraschino y mousse de limón. Hoy, sólo hay vainilla de mercado libre o Corea del Norte.
Puede haber diferentes marcas de vainilla y uno puede ajustar una sociedad yendo más rápido o más lento. Pero si se quieren mejores niveles de vida en un mundo sin muros, el mercado libre es la única alternativa ideológica que queda. Una sola vía, diferentes velocidades. Pero una sola vía. Cuando un país reconoce las reglas del mercado libre en la economía global y decide respetarlas, se pone lo que llamo “el chaleco de fuerza dorado”, la prenda definitoria de la era global. Margaret Thatcher comenzó a coserlo y a hacerlo popular en Gran Bretaña, en 1979. Pronto fue reforzado por Ronald Reagan en EE.UU., en los años 80. Se transformó en una moda mundial con el fin de la guerra fría.
Para meterse en el chaleco un país debe adoptar o al menos parecer que adopta las siguientes reglas de oro: hacer del sector privado el motor delcrecimiento económico, mantener una tasa baja de inflación, achicar la burocracia estatal, mantener el mejor equilibrio posible en las cuentas públicas, si es posible con superávit, eliminar y reducir derechos de importación, eliminar restricciones a la inversión extranjera, eliminar cuotas y monopolios domésticos, aumentar las exportaciones, privatizar servicios e industrias estatales, desregular los mercados de capital, hacer su moneda convertible, abrir sus industrias y mercados bursátiles a las inversiones extranjeras, desregular su economía para promover la mayor competencia doméstica posible, abrir sus sistemas bancarios y de telecomunicaciones a la propiedad privada y permitir a sus ciudadanos que elijan entre una gama de fondos de pensión nacionales y extranjeros. Cuando se hilvanan estas piezas, se tiene el chaleco de fuerza dorado de la globalización. Por desgracia, este chaleco viene casi siempre en un solo talle. Por eso, le queda apretado a algunos grupos, le pincha a otros y mantiene a la sociedad bajo presión para mejorar sus instituciones económicas y su performance. El chaleco deja atrás a algunos a una velocidad nunca vista.
Cuando un país viste el chaleco, hay dos cosas que tienden a pasar: la economía crece y la política se achica. En el frente económico el chaleco de fuerza generalmente (aunque no siempre) ayuda al crecimiento y sube el ingreso promedio mediante un mayor comercio, más inversión extranjera, privatizaciones y un uso más eficiente de los recursos bajo la presión de la competencia global. Pero en el frente político, el chaleco estrecha las opciones de los que ejercen el poder dentro de parámetros estrictos.
Por eso es cada vez más difícil encontrar alguna real diferencia entre los partidos en el poder y los de la oposición en países que tienen puesto el chaleco. Una vez que se viste la prenda dorada, las opciones son Pepsi o Coca: matices de un mismo sabor y política, variantes en diseño para acomodar tradiciones locales, algún cambio aquí y allá, pero nunca una desviación seria de las reglas centrales. En las elecciones británicas de 1997, Tony Blair prometió en esencia que si ganaba “vamos a usar el chaleco tan apretado como los conservadores, pero vamos a acolchar un poco los hombros y el pecho”. John Major parecía responder “no se atrevan a tocar el chaleco de fuerza dorado. Margaret Thatcher lo diseñó para que se use ajustado y por Dios que seguirá siendo ajustado”.

 

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