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MISILES

t.gif (862 bytes) Llevan un blanco colgado en el pecho y gritan su odio contra los asesinos. Brazo con brazo, buscan que un general, a quien imaginan mirando CNN, dude un segundo antes de apretar los botones que guiarán los misiles contra el puente que los sostiene. En la mirada conservan la inmortalidad de todos los jóvenes pero uno sabe que esta vez las bombas, que ya impactaron en el centro de Belgrado, pueden haber partido, que el general quizá no mire la CNN o no le importe que segundos después su televisor se manche con la sangre de los inmortales. Cualquiera diría que abrazan el viejo puente, pero, bien mirado, rodean a Milosevic, a cuyos brazos los arrojó la operación de la OTAN.

En la frontera de Kosovo y Macedonia la fila de refugiados se disuelve en apenas una familia. Cuentan la historia de todos pero no encuentran consuelo en las lágrimas de los que escuchan. El éxodo gotea desde hace años, pero se aceleró desde los bombardeos. Una sola semana de acciones militares quebró en dos la vida de cientos de miles. Ya tienen un ayer, ninguno sabe si tendrá un mañana.

O todo está saliendo mal o Estados Unidos y la OTAN buscaban otra cosa. Quizá todo está saliendo mal y Estados Unidos y la OTAN buscaban otra cosa.

Clinton dijo que los ataques buscaban quebrar la capacidad política de Milosevic. Confrontados con la agresión externa, los yugoslavos hicieron lo previsible: cerraron filas en su apoyo.

Clinton dijo que los ataques buscaban detener la limpieza étnica. Bajo el paraguas de los bombardeos, y ya sin molestos observadores a la vista, Milosevic aceleró la expulsión de los albaneses de buena parte del territorio de Kosovo para asegurarse una mejor posición a la hora de iniciar negociaciones. Antes de las bombas los organismos humanitarios denunciaban las masacres. Como era previsible, ahora hablan de la peor catástrofe humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial.

Clinton dijo que los ataques buscaban preservar la vida de los kosovares sin comprometer la de los soldados norteamericanos. Quizá merezca sonrisas la pretensión de salvar vidas con bombas, pero ante la previsible impotencia de los raids aéreos, Estados Unidos vuelve a vivir aquellos días que lo empujaron al pantano de Vietnam. Otra vez el viejo apotegma de que las guerras las gana, si las gana, la infantería. Otra vez el viejo olor a sangre seca y carne quemada.

Clinton dijo que los ataques frenarían las llamas que desde los Balcanes amenazaban incendiar toda Europa. Como era previsible, las olas de refugiados borraron las fronteras y desestabilizan a los países vecinos. Los combates ya rozaron las flamantes repúblicas y el alineamiento étnico se traslada a potencias regionales históricamente enfrentadas, como Grecia y Turquía. Rusia, tradicional aliada de Serbia, sufre una nueva humillación que la puede arrastrar tanto al campo militar como al fascismo.

Resulta difícil creer que resultados tan fácilmente previsibles no estuvieran en la agenda de Clinton y los generales de la OTAN al diseñar la estrategia de ataque. Difícil pero no imposible. La fascinación por las nuevas tecnologías, que transforma en videojuegos el antiguo arte de la muerte, también puede haber ayudado a confundir deseos con objetivos alcanzables. Pero quizá fueron las propias necesidades políticas y militares de la única superpotencia con capacidad global las que la arrastraron, más allá de las previsibilidades, al infierno en que cada día se transforma Yugoslavia.

Después de la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos asume cada vez más decidido su rol de policía mundial. Cada bombardeo que emprende (Sudán, Afganistán, Irak, Yugoslavia) no busca tanto la sumisión del atacado como la exhibición de su potencia militar. De su decisión de usar la fuerza para garantizar sus posiciones en cualquier rincón del mundo. El poder sólo se ejerce en la medida en que todos vean que se está dispuesto a utilizarlo.

En ese camino las Naciones Unidas, nacidas para prevenir el holocausto nuclear en un mundo bipolar, dejan de tener sentido. Sin interlocutores de su tamaño, Estados Unidos prefiere inaugurar una nueva era de organismos internacionales donde la OTAN, concebida para la defensa común frente a un hipotético ataque de la URSS, se transforma en un simple bastón de mando de la nueva policía global. La operación en los Balcanes no es concebida como un ataque en regla contra un Estado soberano. Simplemente, sin siquiera una declaración de guerra, se castiga a los serbios por las políticas racistas de Milosevic, por tener (o peor aún, por sufrir) un gobierno diferente al que Estados Unidos preferiría. La política internacional queda convertida en un simple juego de premios y castigos otorgados por la única potencia en capacidad de darlos.

Si el mundo fuese ya esa pesadilla que se empeñan en mostrar todas las películas futuristas, sólo quedaría esperar frente al televisor, paso a paso, la demolición de Serbia y Kosovo. Confundir los muertos con brillantes actores e imaginar la destrucción como parte de los decorados que le deben haber sobrado a Spielberg después de Rescatando al soldado Ryan. Pero el mundo es todavía otra pesadilla. Donde los viejos estados nacionales se miran de reojo; donde los gobiernos, democráticos o no, son colocados y sobre todo reemplazados (con votos, luchas o revoluciones) por sus propios pueblos. Donde un ataque como el que sacude Europa puede terminar en el sacrificio del bombardeado, pero también en esa casi olvidada foto de Vietnam. Con marines embolsados en su viaje de regreso, con toda la región envuelta en llamas y con esas gigantescas movilizaciones de seres humanos que piden "denle una oportunidad a la paz". Esa oportunidad que, quizá contra toda esperanza, el mundo todavía se merece.

 

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