El fin del siglo XX parecía culminar con una reflexión sobre el
horror. Llevar a primer plano temas como Auschwitz, Hiroshima o Gulag
expresaba el deseo de pensar, desde la racionalidad, las causas de esos desastres y la
elaboración de las conductas que pudieran tender a evitarlos. Era admitir que este siglo
había sido el más sanguinario de todos los atravesados por la raza humana a causa
de la utilización criminal de la alta tecnología y era, también, reconocer que
una reflexión profunda sobre las causas de la muerte alentaría la esperanza de iniciar
el tercer milenio bajo los laboriosos imperativos de los derechos humanos, de la paz.
La guerra de los Balcanes ha arrasado esas esperanzas. En Yugoslavia se libra hoy la
primera guerra del siglo XXI. En un mundo globalizado, la OTAN, bajo el liderazgo poderoso
de Estados Unidos, ha asumido el concepto de intervención de humanidad, para
el cual ha considerado no tener que consultar a la ONU, que es, se supone, la
organización jurídica de la globalización. Y bien, no: la OTAN, la maquinaria de
guerra, ha intervenido fuera del margen de la juridicidad. Ha intervenido con la guerra,
no con la justicia. Una intervención de humanidad no puede darse dentro del marco de la
guerra, ya que la guerra es la inhumanidad, es la más enorme agresión que se le puede
inferir a la persona humana.
Es como si, para librarnos de Videla, la OTAN hubiera decidido bombardear Buenos Aires.
Como si para liberar a Chile de Pinochet hubiera decidido bombardear Santiago. Hubiera
sido añadir un desastre a otro. Y fortalecer a los tiranos que, apelando al nacionalismo,
hubieran logrado eco en sus pueblos castigados por el poderío bélico extranjero. Como
hoy lo hace Milosevic en Belgrado.
Milosevic es un tirano sanguinario, urdido por la megalomanía y el delirio, a lo Hitler,
de la pureza étnica. Pero la solución no es bombardear Belgrado. Hay muchas acciones
económicas y diplomáticas que se pueden encarar para debilitar a un tirano. Esa es la
intervención de humanidad. La intervención que no implica la guerra. Que no implica
añadirle muerte a la muerte. Se equivocan quienes comparan las acciones contra Milosevic
con las acciones contra Pinochet. No se trata del mismo caso de globalización de la
Justicia. En principio, la OTAN ha actuado al margen de la Justicia, ya que eludió
toda autorización de la ONU, dejándola en ridículo. Y Baltasar Garzón no es Clinton.
Se mueve en el ámbito de la juridicidad, no en el de la guerra.
La guerra consolida a los tiranos. Les da el marco nacional que dicen
defender, les restituye la noción de patria que pasarán a encarnar. No
me atacan a mí, atacan a nuestra patria, será el férreo argumento que
esgrimirán. Y frente a ellos están los otros guerreros, los gendarmes del mundo, los
aleccionadores. Los que creen que la intervención de humanidad no es la justicia sino la
guerra. La muerte. De este modo, la OTAN, con su accionar bélico, con su desprecio por la
muerte inconmensurable de civiles, es el otro rostro de Milosevic. El que lo completa en
esta sinfonía del horror. Con la que termina el siglo XX y se inicia el XXI en un mundo
para el que deseábamos luego de las atroces experiencias del horror algo
distinto. La barbarie continúa.
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