Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Viejos tangos prohibidos, rescatados a la mexicana

En México se editó un disco que recopila tangos censurados por distintas razones. En Argentina no se le había ocurrido a nadie.

na22fo01.jpg (8968 bytes)

Por Fernando D’Addario

t.gif (862 bytes)  Alguna vez, en uno de esos lapsus de insensatez que invaden cíclicamente a la Argentina, títulos tangueros como “Qué vachaché” y “Yira Yira” fueron cambiados por “Qué hemos de hacerle” y “Camina, camina”, respectivamente. Fue en salvaguarda de la pureza idiomática, y poco más se sabe del asunto. En general, la historia del tango, ligada a las glorias y miserias de las cambiantes estructuras sociales que fue representando, supo hacer hincapié en ciertos clisés: el machismo que se desprende de algunas letras, el fatalismo melodramático, la sensación de pérdida permanente (de la mina, de la vieja, del barrio) y otras categorizaciones más globalizadoras, como la construcción de un fresco capaz de pintar a una sociedad a través de un par de canciones. Sin embargo, no revisó con suficiente rigor su costado más oscuro, el de las prohibiciones, el de la censura, el de los cambios en las letras por cuestiones políticas o simplemente de moral.
En la Argentina no se hizo ninguna retrospectiva musical al respecto, idea que finalmente se plasmó en México. Los Tangos Prohibidos es el nombre del CD editado por el sello mexicano Ediciones Pentagrama, que puso en la voz del también mexicano Oscar Chávez 18 temas que integraron en algún momento una lista negra dentro de la música popular argentina. Allí figuran, entre otros, “Bronca” (escrito por Mario Battistella para Edmundo Rivero), “Jornalero” (Atilio Carbone), “Al mundo le falta un tornillo” (Enrique Cadícamo), “Acquaforte” (Carlos Marambio Catán), y los discepolianos “Yira Yira”, y “Cambalache”.
“No los grabé por tangos sino por prohibidos”, dice Chávez desde una oficina del DF, en comunicación telefónica con Página/12. Chávez (una figura prestigiosa dentro de la música popular mexicana y, además, actor y director de teatro) tuvo el tacto de no afectar su interpretación para simular que se crió en Pompeya. Su manera “mexicana” de cantar, por ejemplo, “Cambalache”, le quita expresividad tanguera, pero le otorga autenticidad. “Lo peor que podía haber hecho era ponerme a cantar como un porteño arrabalero. Hubiese quedado muy mal. Preferí hacerlo a mi manera.” La idea de hacer este CD le llegó a través de Modesto López, creador de Ediciones Pentagrama y dueño de una historia especial: es argentino, se exilió en México en los tiempos de la dictadura militar y junto con otros compatriotas, se dedicó a fomentar diversas expresiones de cultura latinoamericana.
Resulta interesante internarse en el booklet y encontrarse con una rica investigación que bucea en la historia de los temas. Por ejemplo, “La c...ara de la l...una” (de Campomayor y Francalanci) se llamaba originalmente “La concha de la lora”, y el autor del durísimo “Acquaforte” (que dice cosas como “Un viejo verde que gasta su dinero/emborrachando a Lulú con su champagne/hoy le negó el aumento a un pobre obrero/que le pidió un pedazo más de pan”), ni siquiera pudo invocar su apellido para impedir que se la prohibieran, y eso que se llamaba Carlos Marambio Catán y era familiar del vicecomodoro Marambio (el de la base antártica con la que José María Muñoz se comunicaba durante las transmisiones de fútbol). Y hasta hay un tango mexicano, “Caballo criollo”, escrito cuando a Sandino lo confinaron en México, y prohibido por el gobierno de Emilio Portes Gil.
En la Argentina, el período más patético en este sentido se vivió entre 1943 y 1947. Fundamentalmente, durante la presidencia del general Pedro Ramírez se “recomendó” que fueran excluidas de la difusión radial aquellas expresiones que “ofendían” el idioma. Fue así como “El ciruja” subió de rango y se convirtió en “El recolector”, “Qué vachaché” se estilizó hasta llegar al “Qué hemos dehacerle” y “Shusheta” fue rebautizada como “El aristócrata”. El ingenio popular se encargó del resto: la señora del general Ramírez, que llevaba por apellido Lobato, pasó a ser desde entonces, “la señora Lodigo”.

 

PRINCIPAL