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Por Fernando D’Addario ![]() Escrita en la Alemania todavía dividida de 1977, Máquina Hamlet se repuso por quinto año consecutivo en Buenos Aires, con la dirección y puesta en escena de Daniel Veronese, Emilio García Wehbi y Ana Alvarado. El teatro concebido por Müller y la versión ofrecida por el Periférico no hacen uso de un lenguaje convencional para la denuncia. Establecen, en cambio, un juego alucinado con el público a través de una narrativa visual profundamente corrosiva, lograda por los actores-manipuladores de objetos y muñecos, que mueren y reviven. Las marionetas, golpeadas y humilladas, se convierten aquí en personajes de un circo universal, degradado. El verdadero hilo conductor parece ser el tiempo, que utiliza al príncipe Hamlet como icono reconocible en tragedias que se repiten cíclicamente. En el antiguo reino de Dinamarca, en la ESMA, en Kosovo. El relato en off es, aparentemente, aséptico. Las imágenes mandan. Torturan. El muñeco Hamlet es destrozado por sus verdugos, los actoresma-nipuladores-verdugos. La máquina asesina para y recomienza, sin solución, sin esperanza. Y es difícil encontrar algo más muerto que un muñeco muerto. En este punto, de amargo nihilismo, puede pensarse que existe cortocircuito con la naturaleza esencial de las Madres, que fueron concebidas como una fuente de lucha y de esperanza, la del reencuentro con sus hijos secuestrados por la dictadura. Ana Alvarado, actriz y una de las directoras de la obra, lo interpreta de otra manera: “No hay contradicción. Müller no dice que el final es el infierno. Lo que puede interpretarse, trasladado a estos tiempos, es que aún si las Madres hubiesen podido cerrar de algún modo ese capítulo de sus vidas, es decir encontrar los cuerpos de sus hijos, aunque no alcanzara en absoluto, hubiera terminado esa situación particular, pero la violencia, el alma asesina dentro de diez, veinte, cien años se va a reconstruir, a reprogramar. La máquina se apaga y vuelve, siempre...”. Una escena, de neto corte brechtiano, es particularmente impactante: muñecos de espaldas al público, literalmente pegados a una pantalla de cine, que caen uno tras otro, apaleados ante la indiferencia del resto. Todo conspira en Máquina Hamlet: la luz, la música asfixiante, el sonido. Los muñecos que cobran vida, aunque hablan desde la muerte. Porque nada termina en la brillante obra de Müller. Y no hay conclusiones, sólo una pregunta, flotando: después de la destrucción, ¿es posible la utopía?
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