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The Guardian de Gran Bretaña Por Ardian Arifaj * desde Struga, al sur de Macedonia Esto sí que es bueno. Es el principio del fin de Milosevic, dijo mi padre la primera noche del ataque aéreo atlantista. Ese día todos estábamos felices. Después de años de miseria y desesperación, veíamos que ahora las cosas empezaban a salir bien. Veíamos una luz al final del túnel. Ahora todo va a cambiar para bien, y muy pronto, decíamos. Dios, qué equivocados estábamos. La primera noche de los ataques aéreos, dos bombas explotaron al lado de mi edificio. Una ambulancia privada fue destruida. Pertenecía a un médico albanés. El supermercado de al lado también fue destruido y también era propiedad de un albanés. Al segundo día de ataques aéreos, todos los periodistas extranjeros fueron expulsados de Yugoslavia. Debemos partir inmediatamente, dijo Jonathan Steele, mi colega que estaba parando en mi casa. ¿Qué sucederá contigo? preguntó. Y luego partió. No salgás a la calle. Quedate en casa, dijo uno de mis colegas de la oficina. Ellos (los serbios) estuvieron en nuestras oficinas anoche. Mataron a Rexha. Rexha era un anciano, que trabajaba como sereno de noche. Nuestra imprenta también fue incendiada esa noche. Sería mejor que encontraras un lugar para quedarte. Mejor que te ocultes, dijo mi colega. Fui a la casa de un amigo. Vive en un rascacielos, en el piso 14. Desde su balcón se puede ver todo Pristina. Asombrosamente, los teléfonos celulares todavía funcionaban. Mi novia estaba bien. Estaba con su familia. Estaban preocupados por mí. Pueden estar buscándote también, me dijo después de que había escuchado en el noticiero que un prominente activista de los derechos humanos había sido raptado junto con sus dos hijos de su casa. Fueron encontrados unos días más tarde, asesinados. A la noche fui al balcón del departamento de mi amigo. A unos pocos metros había una comisaría. Pero la gente ahí no era policía. Algunos de ellos usaban uniforme; otros, no. Los uniformes estaban mezclados, verdes para los militares, azules para la policía. La mayoría de ellos tenía máscaras en las caras. Y tenían Kalashnikovs así como otros tipos de ametralladoras. Tenían jeeps, probablemente robados de las organizaciones humanitarias o de ciudadanos de Pristina. Eran negros y verdes. Ninguno tenía una placa de identificación. Son la gente de Arkan, usted sabe, ese criminal, dijo uno de los vecinos. Toda la noche los vi conduciendo alrededor de la ciudad. Cerca de medianoche, los vi manejando por la calle principal, luego se detuvieron. Los vi bajarse de los autos. Después de un rato, volvieron y se fueron. Una bomba estalló. Uno de los mejores restaurantes de la ciudad estaba en llamas. Los negocios a su alrededor también. Eran todas propiedades de albaneses. A la mañana siguiente fui a ver a mis padres. Conmigo venían tres de los aterradores jeeps. Pero no me seguían. Cuatro tipos, con máscaras en sus rostros, apuntaban con sus armas la cabeza de un hombre. Lo obligaron a abrir una de las puertas de los depósitos. Entraron. Escuché cuatro o cinco disparos. Quizás seis. Dos días más tarde, después de vaciar el depósito durante la noche, llegó la policía, como si hubieran encontrado algunos cadáveres y ahora estuvieran llevando a cabo investigaciones. Al final, sacaron cuatro cadáveres. Vimos todo desde nuestras ventanas, escondidos detrás de las cortinas. Debemos irnos, dijo mi madre. Vayamos a lo de nuestro tío. Era el quinto día desde que comenzaron los ataques. Las líneas telefónicas estaban cortadas. La gente salía sólo para comprar pan y leche. Perdí contacto con mis colegas y amigos. No salí y no podía beber ni comer. Escuchaba las noticias todo el día; cuando teníamos electricidad para televisión. Cuando se cortaba la electricidad, escuchaba la radio de mi walkman. Durante la noche no podía dormir. Una sensación de depresión estaba creciendo dentro mío. Estaba parando en lo de otra familia ahora, todavía ocultándome. Era el sexto día de los ataques aéreos. Al séptimo día, yo estaba todavía más deprimido. Decidí salir y quedarme con mi familia. El viernes, las historias de gente expulsada de sus casas y departamentos aumentaban. Todos hablaban de lo mismo. Frente al edificio donde estábamos parando, aparecieron esos aterradores jeeps con paramilitares. Tienen 15 minutos para irse, le dijeron a la gente. Y mejor que se vayan por las suyas y no nos obliguen a echarlos. Salimos, en el auto y en fila con los otros. Para los que no tenían autos, trajeron ómnibus y camiones. A los que quedaron les dijeron que fueran a la estación de tren. Algunos de los paramilitares eran serbios locales. Sabían quién era quién y pedían dinero. Solías tener una empresa privada. Tenés dinero. Dámelo o no te dejo ir, le dijo uno de ellos al hombre sentado enfrente mío. Le tuvo que dar 1000 marcos alemanes. Llegamos a la frontera ese día junto con una gran multitud. Los serbios no pedían ningún documento. Los macedonios, sí. Después de una espera de más de 24 horas, llegamos a la frontera macedonia. Había una ambulancia IMC (International Medical Corps). ¿Necesitan ayuda médica? preguntaron. No, estamos bien. Sigan derecho y llegarán a Tetova y la gente de ahí los ayudará a encontrar un lugar para dormir, añadieron mientras nos explicaban el camino. Está bien, contesté. Yo solía venir aquí de vacaciones, como turista. Y manejé hasta Dios sabe dónde. * Ardian Arifaj es un editor de Koha Ditore, un diario albanés que se publicaba en Pristina hasta que fue cerrado la semana pasada. Traducción: Celita Doyhambéhère.
EE.UU. IMPULSA PROCESOS CONTRA NUEVE ALTOS
OFICIALES El País de Madrid
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