Derechos y humanos Por Pasquini Durán |
Que se trate de Saddam Hussein o Slobodan Milosevic en Serbia, los dictadores del mundo de la post-guerra fría son sensibles sólo a una lógica elemental: la amenaza real de la intervención armada. La frase fue escrita hace cinco meses por el sonriente británico Tony Blair, propagandista de la tercera vía, cuando trataba de justificar los bombardeos anglo-norteamericanos contra Irak. Un mes después, el 17 de diciembre, volvió sobre el tema con argumentos contra Irak que hoy se repiten contra Serbia: Hemos dispuesto nuestras fuerzas contra objetivos esencialmente militares [...] Buscamos contener la amenaza que significa para sus vecinos, debilitando su capacidad militar. Todo el mundo sabe que Hussein sigue en su puesto y que el pueblo de ese país bombardeado, hambriento y herido, está empapado por invocaciones nacionalistas y religiosas que no dejan espacio para organizar una disidencia real que acabe con el régimen autocrático. Los kurdos, víctimas del genocida iraquí, siguen esperando su redención. Ahora el Gran Satán es Milosevic, como en su momento lo fueron Castro de Cuba, Khadafi de Libia, Jomeini de Irán y el mentado Hussein. Todos siguen gobernando, menos el iraní que murió de viejo. Estos fiascos no impedirán, por supuesto, que mañana aparezca otro hijo de Lucifer en cualquier punto del planeta, porque en realidad cada uno de ellos fue la excusa conveniente para desplegar políticas imperiales de dominación. Es conveniente, por eso, tener en cuenta la perspectiva histórica antes de justificar la actual acción de la OTAN, bajo la hegemonía de Estados Unidos, como si se tratara de la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Tampoco el imperio soviético consiguió dominar la Yugoslavia de Tito, que figura en la memoria de muchos comunistas como la primera dura derrota de Moscú. Uno de esos comunistas, el italiano Pietro Ingrao, reflexionaba hace poco sobre ese fracaso: No ocurrió sólo y simplemente por la aniquilación de las libertades políticas. Influyó también la incapacidad para articular y diferenciar el curso del cambio social, preservando la variedad de las acumulaciones históricas, de las complicaciones nacionales de lenguaje, de costumbres, de instituciones. Las polémicas entre la nación cívica y la nación étnica, como bien lo recuerda Carlos Floria en Pasiones nacionalistas, son tan viejas como el concepto mismo de nación. Buena parte de la historia de Europa del Este recuerda Floria se explica por las histerias colectivas que enfrentaron a los pueblos, unos contra otros, haciendo difícil la creación de lo que se llama una sociedad civil como soporte de democracias germinales. La tragedia de los Balcanes puede ser interpretada de diversos modos, mientras no se intente reducirla a los términos de la propaganda. Ni es una agresión militar por razones humanitarias (dos conceptos antagónicos por definición), ni es una opción ingenua entre guerra y paz. En el litigio están comprometidos valores básicos para las relaciones internacionales. Aunque parezca lejana y ajena, sus resultados influirán en el destino de todos. La primera relación cuestionada es la del Estado nacional y la globalización: ¿hasta dónde uno y otra pueden convivir? Sin guerra, la pregunta parece confinada a las preocupaciones del subcomandante Marcos en la selva chiapaneca. Con guerra, la cuestión nacional adquiere dimensiones diferentes, es algo más que patriotismo expiatorio. La experiencia argentina en el Atlántico Sur, aunque hayan pasado 17 años, permite recordar en carne propia hasta dónde alcanzan, y confunden, las pasiones nacionalistas. La diferencia con el fascismo es que la nación sea concebida como sede de la ciudadanía democrática. No es ésta la integridad de nación que defiende Milosevic, un tránsfuga del comunismo, frente a lasdemandas autonómicas de Kosovo, del mismo modo que tampoco Galtieri podía defender a las islas Malvinas ni a la Argentina. Tampoco es el concepto de nación que reivindican los agresores, porque lo que la OTAN tiene en juego, con el liderazgo norteamericano, es la geografía del poder mundial. Yugoslavia, como antes Irak y los demás, es nada más que un pretexto bien elegido. Concluida la guerra fría, lo que el mundo podía esperar era la desmilitarización y el regreso a la política como instrumento normal de convivencia. Los tiempos y los procesos proponían diferencias y coexistencias, compromisos posibles. Las apariencias, otra vez, engañaron. No es ese el pensamiento de las mayores potencias. Lo reconoció el mismo Blair en diciembre pasado: Al fin de la guerra fría la OTAN representa todavía el fundamento de nuestra seguridad colectiva. Todos nosotros queremos que las cosas prosigan en esta dirección. ¿Quién amenaza esa seguridad? En primer lugar Rusia, con su potencial nuclear y sus tradiciones imperiales. Yeltsin, que quiere ser parte y no subordinado del poder mundial, está al lado de los serbios, sobre todo después que la OTAN reclutó este año a Checoslovaquia, Hungría y Polonia, expandiendo su influencia atlántica hasta los confines de Rusia. Ni corto ni perezoso, Milosevic quiere colocarse bajo el paraguas de Moscú, para cambiar la relación de fuerzas. Por este camino sin salida, los directos involucrados manipulan la seguridad mundial con más desaprensión o irresponsabilidad que durante la guerra fría. La esterilidad de las Naciones Unidas para intervenir en estos acontecimientos prueba que también está en cuestión la capacidad mundial para la convivencia democrática. El Consejo de Seguridad es la expresión del mundo bipolar al final de la II Guerra Mundial, pero es tan anacrónico en la globalización como la mayor parte de las monarquías. La democracia no puede limitarse a realizar elecciones en un número determinado de países. Debería ser una manera de ejercer el poder sin tiranía y de convivir entre diferencias. No hay mundo democrático si la mayoría de las naciones son, en realidad, una minoría débil, cuya opinión no importa a los que mandan. En los Balcanes está presente, además, el valor de los derechos humanos, no tanto porque les importen a los poderes en disputa, sino porque son agredidos en la práctica por unos y por otros. No sólo los de serbios y kosovares, sino también los de los pueblos de los miembros de la OTAN. Que les pregunten a los italianos, que están a un tiro de misil de Milosevic, a ver qué opinan de sus derechos humanos. La guerra es un retroceso acerca de la universalización de esos derechos, comparada con el avance que significó la prisión de Pinochet en Londres. A no ser que alguien crea que a la OTAN le importan en serio los kosovares, mientras le son indiferentes los kurdos, los afganos, los indios de Guatemala o de Chiapas, y tantas otras minorías desangradas por la discriminación y los genocidios. Le importan tan poco los pobladores de Kosovo que, en lugar de evacuarlos hacia zonas de seguridad y confort, prefieren tenerlos aplastados contra las fronteras de los tres vecinos sureños de Serbia (Albania, Montenegro y Macedonia). De lo contrario, perdería sentido la propaganda de la guerra y el mundo dejaría de ver imágenes que estrujan el corazón de cualquier persona decente. Otro lema de la propaganda bélica es la religión musulmana de los kosovares y albanos. No es un tema nuevo: ha sido usado en los últimos tiempos con cierta reiteración (Irán, Irak, Medio Oriente, etc.) y con un motivo justificado: la dualidad político-religiosa de los poderes en territorios del Islam. Jomeini en Irán y los talibanes en Afganistán son una muestra innegable del sentido reaccionario que adquiere la religión, cualquiera que sea, como instrumento de dominio. La colonización americana tiene bibliotecas enteras acerca de los efectos que resultan cuando unacultura atropella a otra para dominarla. En Argentina, después de los atentados contra la embajada de Israel y la sede de AMIA, el fundamentalismo islámico también adquirió dimensiones satánicas. Lo mismo que en la cultura cristiana o judía, habrá que distinguir mejor entre el conservadurismo extremo de las religiones y las creencias populares, para poner las cosas en su justo lugar. Para evitar, sobre todo, que la religión sea usada como instrumento de dominación o de castigo. Si dejaran de lado las competencias de reclutamiento y los propios prejuicios, las iglesias predominantes en Occidente tendrían mucho que decir y hacer en favor de un entendimiento universal que escape a la ignorancia y a la sospecha, que separe la paja del trigo. Aun ignorando las consideraciones morales o políticas, la guerra de la OTAN tiene el peor de los defectos: es ineficiente para lo que proclama y es cruel con los pueblos que la sufren, de cualquier lado que sean, mientras los sátrapas siguen en sus refugios seguros, tramando acuerdos que los pongan a salvo y prolonguen sus dominios. El fin de esta guerra, desde el punto de vista de los poderes en pugna, busca una redistribución de áreas de influencia y control. El fin de las guerras, en cambio, depende de la movilización de las conciencias: en el mundo de hoy, así como sucede con los huracanes y las crisis financieras, nadie está a salvo. La inseguridad internacional es como la inseguridad urbana: una peste que termina infectándolo todo si la sociedad entera no se dispone a confrontar con el peligro. El gobierno nacional, por una vez, ha sido prudente, a lo mejor porque el presidente Carlos Menem ya no tiene que ganar galones en su carrera hacia la perpetuidad. Por la razón que sea, bienvenida la prudencia. Moderación no quiere decir indiferencia. Lo mejor sería que el gobierno, el congreso y los partidos, al lado de muchos otros en la región, promuevan una acción colectiva para demandar contra los riesgos del salto al vacío, para detener el martirio de esos pueblos, para reivindicar el compromiso con los derechos humanos y para que la democracia sirva a la búsqueda de un sentido mejor para la vida en el planeta. Es una buena oportunidad para recordar el artículo I de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
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