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PANORAMA ECONOMICO

Capitales y bombas

Por Julio Nudler


t.gif (862 bytes)  Si el incendio de la subestación Azopardo de Edesur originó en febrero un apagón que los porteños vivieron como una catástrofe, ¿cómo imaginar un escenario en el que, cambiando Belgrado por Buenos Aires, los misiles de la OTAN destruyeran las centrales Costanera, Puerto Nuevo y Dock Sud, sin posibilidad alguna de reparación? Tal vez en esos mismos días hundieran los puentes sobre el Riachuelo y atacaran las refinerías de petróleo de Dock Sud y Campana, y el citygate de Ezeiza, que conecta al área metropolitana con el sistema eléctrico nacional. Otros bombardeos harían explotar la planta de peakshaving en General Rodríguez, comprometiendo el abastecimiento de gas. Mientras tanto, otros artefactos reducirían a escombros los edificios Libertador, Libertad y Cóndor, y no sería descartable que pulverizaran la Casa Rosada, como asiento del Ministerio de Interior, por depender de éste la policía. La Fuerza Aérea vería atacada su base de El Palomar, la de la Lockhead en Córdoba y los emplazamientos de Río Gallegos, San Luis y Plumerillo. Al Ejército le demolerían de entrada Campo de Mayo y el Regimiento 121 de Telecomunicaciones de Rosario. Puerto Belgrano, Punta Indio y la base de submarinos de Mar del Plata serían los primeros objetivos triturados de la Armada. Otros misiles acertarían en ATC para impedir la propaganda antiatlantista, sin olvidar la inutilización de Ezeiza y Aeroparque.
¿Qué podría haber hecho la Argentina para merecer tal castigo? Por ejemplo, recuperar militarmente las islas Malvinas, no en 1982 sino en 1999, y rechazar por las armas los intentos británicos de recapturar el archipiélago. En todo caso, el costo de enfrentar al poder mundial, desde cualquier posición, creció en esta década en proporción con la alucinante hegemonía lograda por Estados Unidos a partir de la disolución de la Unión Soviética y de su bloque. La OTAN cerró el puño, y en ese puño está casi la mitad del PBI terráqueo (aunque no albergue ni el 10 por ciento de la población mundial) y los cuarteles centrales de nueve de cada diez multinacionales, además del comando del Fondo Monetario y del Banco Mundial (la ONU puede omitirse por irrelevante). La enorme concentración de poderío militar (por cantidad y tecnología) en manos de la Alianza es paralela a la concentración de poder económico. La combinación de ambas define a un mundo con un único polo y un único modelo. De manera simétrica, el desastre económico ruso inutiliza su poder de fuego y quita credibilidad a sus amenazas (como simple comparación, las reservas externas argentinas duplican a las rusas).
Que la Unión Europea que dócilmente se acopla a la estrategia norteamericana esté salpicada de gobiernos socialdemócratas dice hasta qué punto la llamada “izquierda” europea no genera una alternativa geopolítica, como tampoco la genera en la economía. Quizá convenga tenerlo en cuenta y poner menos expectativas, en el caso argentino, en la próxima renovación del gobierno. En las líneas esenciales, la política económica tiene muy poco margen de maniobra.
En algún momento, que todavía no se vislumbra, la masiva destrucción causada por los bombardeos tendrá que dejar paso a la reconstrucción, con lo que se iniciará otra película, quizá conocida. Serbia –que años antes de sufrir estos bombardeos padeció los efectos de varios planes de estabilización heterodoxos– no tendrá por mucho tiempo ninguna capacidad de pagar las obras. Acudirá entonces al Banco Mundial, que le dará a optar entre un corto número de consultoras internacionales para definir los proyectos a financiar. Luego vendrán las licitaciones, y un grupo de constructoras se quedarán con el negocio, cuya contrapartida será la deuda que les quedará a los yugoslavos. Pero nada de esto ocurrirá sin la caída de Milosevic. Mientras éste se mantenga en el poder, los escombros seguirán donde los dejaron las bombas.
Entretanto, la relación de fuerzas podrá ir cambiando paulatinamente en el mundo, alejándose de la actual unipolaridad. ¿Qué podrá pasar cuando decaiga el poderío estadounidense –como sucesivamente decayeron el ingléso el japonés–, o simplemente emerja otra potencia –quizá China– de igual o mayor estatura, con eventuales aliados en Rusia o el Islam? ¿Cómo asimilará Estados Unidos el cuestionamiento a su hegemonía, y qué costo supondrá para la paz el descrédito de la ONU? ¿Reaparecerá el temor a una guerra nuclear?
Así como la globalización va borroneando las economías nacionales, la hegemonía norteamericana ignora, cada vez con mayor frecuencia, la soberanía de los países. Sin embargo, aunque el discurso estadounidense está plagado de contradicciones, lo mismo les ocurre a quienes condenan la paliza de la OTAN a Serbia si al mismo tiempo respaldan la detención de Augusto Pinochet en Londres y exigen su extradición a España. Pero no está claro si Milosevic y Pinochet sufren el castigo de un Occidente no dispuesto a seguir tolerando la violación de los derechos humanos, o caen víctimas de un orden internacional en el que los países centrales se arrogan la facultad de punir a los periféricos, siempre y cuando no afecte sus intereses, y negándoles a los periféricos un derecho recíproco. Aun así, ¿sería mejor un mundo en el que los Pinochet y Milosevic volvieran a sentirse tranquilos e impunes? Cuestión aparte es el terrible sufrimiento causado a los albano-kosovares por los mismos atlantistas que dicen haber lanzado la Operación Fuerza Aliada para ayudarlos, y la utilización mediática de ese sufrimiento como propaganda.
Esta dificultad para asumir una posición justa o al menos razonable cuando las opciones son Milosevic y el Pentágono no es exclusiva de la tragedia de los Balcanes. Quizá con menos dramatismo, se presenta también cuando las críticas al actual modelo económico parecen sugerir una preferencia por políticas anteriores. Lo verdaderamente complejo es encontrar otro camino, diferente del pasado y del actual, pero además posible. Eso es tan complicado como decir qué debió hacerse frente a Kosovo, y además quién tiene derecho a hacerlo. Por ahora lo que está a la vista es malo, espantoso y arbitrario, y nada se le puede reprochar a quien lo condene, aunque no esté en condiciones de proponer una alternativa mejor.

 

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