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Por Cledis Candelaresi El alquiler de buques extranjeros para el cabotaje nacional, habilitado en el país desde 1992, asestó un golpe casi fatal a los astilleros locales, que venían trastabillando desde que el Estado dejó de subsidiarlos. Como contrapartida, otorgó enormes beneficios para algunas firmas importadoras como Ferrylíneas, la norteamericana ABCL, las petroleras Esso y Ultrapetrol, y otras tantas que desde aquella fecha ingresan al país barcos bajo el régimen de admisión temporaria (y, por consiguiente, sin pagar un solo impuesto), aunque éstos navegan las aguas del país durante años. La Federación de la Industria Naval Argentina estimó que el costo de este régimen de locación le ocasionó al país un perjuicio fiscal cercano a los 40 millones de dólares. Sin embargo, Economía lo prorrogó, ampliando las facilidades para los beneficiarios. En 1992, plena etapa desregulatoria, el Gobierno autorizó el alquiler de barcos no sólo para ultramar sino para el cabotaje, hasta entonces reservado sólo para los barcos de bandera argentina. Uno de los argumentos oficiales del decreto 1492 fue que la industria local alicaída porque se había eliminado el subsidio del Fondo Para la Marina Mercante no podía atender la creciente demanda interna. Otro, que permitiendo el alquiler se podrían bajar los costos del transporte y generar empleo. El régimen era transitorio y fijaba entre las pocas condiciones que las unidades a ingresar al país no tuvieran más de siete años de antigüedad. Pero en 1997, cuatro meses después de que caducó aquel decreto, el Poder Ejecutivo emitió el 343, prorrogando la vigencia del régimen y retocando algunas condiciones. Desde ese año, los barcos deben importarse a casco desnudo, es decir, sin personal. Pero la antigüedad de las naves puede extenderse a 15 años, lo que habilitó el ingreso de unidades que muchas veces son descarte para el resto del mundo. El promotor de esta última norma fue el subsecretario de Transporte Aerocomercial, Marítimo y Fluvial, Fermín Alarcia, hijo de la fallecida ultramenemista cordobesa Leonor Alarcia. Los pocos astilleros locales que quedaron en pie le acercaron más de una vez informes alarmistas sobre las consecuencias que el sistema tuvo sobre los fabricantes locales. Quebraron casi todos los astilleros y se perdieron treinta mil puestos de trabajo. En la década del 82 al 92 se fabricaban 100 unidades por año; ahora se fabrican sólo 5, se quejó ante Página/12 el ingeniero Raúl Podetti, titular de la federación de fabricantes. Para ilustrar el perjuicio sufrido, los fabricantes también aseguran que durante los cuatro meses de 1997 que mediaron desde que venció el primer decreto y se promulgó el segundo, consiguieron concertar operaciones por un valor total de 120 millones de pesos. En el bando de quienes más se beneficiaron con este particular régimen de importación temporaria están firmas como la transportista ACBL. Paradójicamente, es una empresa norteamericana la que hizo un mejor negocio con los fletes de la Hidrovía Paraná-Paraguay, que el Estado argentino dragó a su entero costo. Tanto se entusiasmaron los estadounidenses con la prosperidad del emprendimiento, que fue necesaria la intervención de la justicia penal económica para impedir que siguieran ingresando remolcadores por un alquiler casi simbólico de apenas 50 pesos mensuales. Las quejas de los astilleros también llegaron a la Secretaría de Industria, que hizo un relevamiento para ver cuántas empresas se sostenían y en qué situación. También pidió cuentas a la Secretaría de Transporte, creadora y defensora del sistema, sobre el sacrificio fiscal que impuso este régimen. Aún no está dicha la última palabra sobre el conflicto institucional que se insinúa entre las dos dependencias de Economía.
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