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Por Hilda Cabrera "Todo el mundo dice que son los jóvenes los que sueñan y fantasean, pero no es verdad. Lo de los jóvenes no son sueños sino proyectos y esperanzas. Las cosas que imaginan son todas realizables... Unicamente los viejos imaginan cosas que nunca ocurrirán: inventan un futuro que no será y recuerdan un pasado que no puede volver." Así reflexiona el viejo que personifica el actor Alberto de Mendoza en Las últimas lunas (Le ultime lune), una obra del italiano Furio Bordon, adaptada por el escritor y periodista Antonio Dal Masetto, que se estrena esta semana en el Teatro de la Comedia (Rodríguez Peña 1062), dirigida por Oscar Barney Finn. El hombre está a punto de ingresar a un geriátrico, no por enfermo sino por viejo. Deja la casa de su hijo para que su nieta de diez años ocupe la habitación que hasta entonces le habían destinado. Mientras prepara la valija, recuerda a su mujer muerta cuarenta años atrás. Esta aparece como un fantasma. Sólo a ella le confiesa lo inaceptable que le resulta la idea de la muerte, salvo --dice-- "si el vivir te asqueó". Cree que en este punto la naturaleza es sabia: "Te obliga a saborear esta náusea, haciéndote envejecer". Para dar vida a este personaje, De Mendoza regresó de España hace apenas dos meses. Está radicado en Madrid, pero retorna periódicamente para trabajar en televisión (en el '93 participó en cuatro unitarios y ahora mismo, fue contratado para reemplazar a Carlos Calvo en los últimos capítulos de Drácula, que dirige Diego Kaplan, el realizador de ¿Sabés nadar?), en cine (también entonces compuso un personaje en Lola Mora, una mujer) y en teatro, donde en 1995 estrenó la convocante Don Fausto, de Pedro Orgambide. Las últimas lunas fue interpretada por el gran Marcello Mastroianni durante los últimos meses de su vida, y representada luego en España por Juan Luis Galiardo. De Mendoza no vio el trabajo del actor italiano. Ahora dice que es mejor así: "El carisma de Mastroianni es tan grande que nadie, en toda Italia, se le anima al personaje", apunta en la entrevista con Página/12. La primera lectura en italiano de Las últimas lunas lo abrumó, y tanto que ese día se lo pasó dando vueltas por Buenos Aires con su coche. Necesitaba fumar y vagabundear para "digerirla". De Mendoza es aquí un profesor de literatura que dialoga con cierta ironía y humor negro con su fantasmática mujer y con su hijo (personajes que interpretan Silvia Montanari y Antonio Grimau). "En cine hice cosas que no me gustaron. La necesidad obliga. Pero en teatro, sólo hago aquello que me interesa y creo poder hacer bien --diferencia--. Después de Don Fausto, de ese hermoso texto de Pedro Orgambide que dirigió mi querido amigo Emilio Alfaro, a quien extraño enormemente desde su muerte, esta obra me parecía demasiado fuerte. El mensaje de Bordon es claro: cuidado con maltratar a los viejos. La obra es sencilla, no pretende rizar el rizo, pero no puede hacerse sino con verdad. El oficio solo no basta." --¿Cree que hoy la discriminación es mayor? --Siempre, en algún momento de la vida familiar, a los hijos les molestan los padres viejos. La relación es hoy más difícil porque se vive en espacios reducidos y los más jóvenes, como es natural, quieren preservar sus derechos. Pero lo que observo es otra cosa. Hoy los seres humanos en general se sienten perdidos, y más los viejos y los niños. Cuando uno mira las caras de las criaturas desamparadas, piensa: ¿en qué van a creer estos chicos? Hace dos meses que estoy en la Argentina, y no conozco en profundidad los problemas de los mayores, pero he visto que están muy marginados, que pueden morir de inanición y tristeza. --¿Tenía trabajo en Madrid? --Cuando me fui, después de hacer Don Fausto, no pensaba en trabajar. Como estudié en Bellas Artes, retomé los pinceles. Pero un día, Mario Camus (el realizador de Los santos inocentes), un director que sabe de historia argentina más que muchos de nosotros, me propuso hacer tres episodios de El Coyote (un total de seis horas filmadas para televisión y cine). Mi papel era, como siempre, el del antagonista malo. Y ahí estuve, andando a caballo y disparando tiros por toda la Cantabria, que es una belleza. De repente me llamaron de Brasil para hacer un personaje muy loco y divertido con Bruno Barreto, el director de Doña Flor y sus dos maridos. La película (rodada en Río en 1998) se llama Bossa Nova. Mi papel es el de un sastre loco que tiene dos hijos y conquista a las mujeres haciéndoles escuchar el "Bolero" de Ravel. Después de haber trabajado dos años con Don Fausto, que fue una maravilla a la que dejaron morir, esto fue un desahogo para mí. --¿Lo influye el país en el que trabaja? --Soy muy camaleónico, aunque ahora me está gustando menos adaptarme. Me canso de este lío de aviones y hoteles. Creo que ya he viajado mucho. Recorrí casi todo el mundo, representando al cine español. Tengo 54 años de profesión. En 1961 fui a España por seis meses, y me quedé. Había vivido allí siendo muy chico, criado por una abuela, porque mis padres habían muerto. Mi abuela murió durante la Guerra Civil. Una bomba cayó sobre la casa, y yo me vine de nuevo a la Argentina, con mi hermana. Tenía 14 años. En el '61 me contrató José Tamayo para inaugurar el Teatro de Bellas Artes, con una puesta de Divinas palabras, de Valle Inclán. --¿Por qué cree que el público lo sigue recordando? --Supongo que porque nunca he dejado de ser argentino. Aunque admito que es un poco misterioso que el público me considere vigente, cuando se olvida fácilmente de personas y cosas muy importantes. Será tal vez porque no mistifico mi trabajo, porque le digo: aquí está lo que puedo hacer, como hice en "El Rafa" y "El Oriental". --Justamente, ¿qué opina de "El Rafa" y de aquellos años? --Primero, quiero insistir en que no fue un éxito mío sino de todo el elenco. Yo llevaba la voz cantante, pero ahí estaban la idea de Jorge Bellizzi, el texto de Abel Santa Cruz, las actuaciones de Ricardo Lavié, Carlos Calvo y muchos más. Pienso que la tira salió en un momento en que el país estaba en un caos, un poco amordazado, y la familia empezaba a desmembrarse. El Rafa se convirtió en un símbolo de la familia unida. Así lo veía la gente, y eso infundía optimismo. --¿Tenía conciencia de eso, o esto lo piensa ahora? --Sabía que estábamos valorizando a la familia. Sé que tengo fama de ser un tipo superficial, un bon vivant, sin embargo soy muy querendón, y me gusta estar con los míos. Será porque me quedé huérfano a los cinco años. No lo sé. Recuerdo que El Rafa me daba placer. Me sentía querido por la gente, que --me decían-- trataba de salir temprano del trabajo para no perderse ningún capítulo. Ahora pienso que puedo vivir en el extranjero, pero que voy a regresar siempre. Habrá un momento en que venga del todo, para que me lleven a la Chacarita, o para estar, en mis últimos años, viendo pasar la vida, sentado en la Plaza San Martín, que es una de las más hermosas del mundo.
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