Por Cristian Alarcón
Nuevamente la rubia ocupa
el rol de la malvada, la misteriosa, la falluta. Esta vez en la historia falsa o leyenda
contemporánea más contada de los últimos meses por el boca a boca y por el correo
electrónico. En ella la blonda seduce a un joven en una disco de moda, Buenos Aires News.
Lo aparta del resto, se lo lleva. Van a una fiesta privada. Le da de tomar alcohol entre
arrumacos. Lo convida con sustancias. El despierta al día siguiente y sólo recuerda el
último trago. Está entumecido, con el cuerpo sumergido en hielo, dentro de una bañera.
A un costado alguien ha dejado una nota. Lee: Llame a emergencias a este teléfono o
morirá. También dejaron un inalámbrico a mano. Disca. La operadora pregunta si en
la espalda el muchacho tiene dos tajos de nueve pulgadas. Y así es. Entonces
le advierte: ¡Quedate ahí! Ya va una ambulancia. Te sacaron los riñones. El
joven termina en el Hospital Fernández, donde sobrevive conectado a una
máquina, a la espera de un transplante. Es otra víctima de la inexistente mafia
que roba órganos. Es un personaje de ficción. Protagoniza la última de las leyendas
urbanas.
A medio camino entre el mito y el cuento fantástico, la leyenda urbana encuentra nuevas
formas en estos tiempos donde el gran medio es la red de redes. La historia del joven sin
riñones, que no resiste ninguna prueba de verosimilitud, circula hace tres meses por
Internet. Ha llegado a miles y miles de hogares y oficinas, ministerios y empresas,
diarios, radios y TV a través de e-mails que intentan continuar una cadena infinita. La
cascada de mensajes se reproduce geométricamente. Casi no hay forma de detenerla. Cada
destinatario es instado a repetir diez veces la advertencia a amigos y conocidos. Tiene
una lógica parecida a la de las cadenas de la buena suerte. La culpa que produce
silenciar semejante atrocidad no deja que los buenos cuestionen la
credibilidad de la historia en sus pantallas.
Es la culpa que ha debido mitigar con información fidedigna cada operadora del Fernández
al desmentir la leyenda. Ana, una de las mujeres que atiende durante la mañana, dice:
Nos tienen hartos. Yo no puedo creer que gente educada se crea algo así. Señoras
que se dicen profesoras hablando de cañitos en la espalda..., se queja. El texto
del e-mail no sólo dice que hay casos en que las víctimas aparecen con dos
cánulas en parte baja de la espalda sino que es una traducción a la mexicana
de uno que circuló en Estados Unidos. Para el internauta que lo hizo circular, la bañera
es una tina y los riñones fueron cosechados. ¡Mire que hay
que ser...! dice Ana ¡Gente educada! Después de dos meses entran casi
treinta llamadas diarias a la central del Fernández para confirmar el e-mail. Quieren
chequear la historia. En la comisaría 17ª, donde supuestamente hubo una denuncia del
hecho, también se hartaron. Y en el Incucai. El directorio del organismo emitió un
comunicado para refutarlo: Desde cualquier punto de vista científico es inaceptable
e imposible realizar la extirpación de los riñones de esta manera, dice. Se
titula: No al mito. Sí a la verdad.The mexican pet
Sobre leyendas modernas podría hacerse un compendio, donde convivirían las clásicas
apariciones de los barrios más góticos, aun vividas como reales por muchos vecinos, con
las amarillas versiones del misterio que supo hacer famosas en Nuevediario, el
mítico José de Ser. Y con los ya clásicos cuentos que hacen la delicia de los
chismosos. Por ejemplo: la historia de la rata africana. En la Argentina le ha ocurrido a
una mujer amante de las mascotas. De viaje por Brasil, en uno de esos mercados donde hay
magia negra y conejos de colores, compra un simpático perro de pelambre sedoso como el de
un peluche de free shop. En su departamento de Buenos Aires pasan unas semanas todos
felices. Hasta que la otra mascota de la casa, un gatito siamés, desaparece
misteriosamente, dejando como única pista, un par de manchas de sangre. Las manchas se
repiten en el perro. Su ama se alarma por lo que considera una enfermedad contagiosa.
Marcha al veterinario con su mascota bajo el brazo. La asalta una duda.
Aléjese de ella señora. ¡Aléjese! le advierte el hombre de guardapolvo.
Abre un cajón, saca un arma, y dispara con buena puntería.
Señora, esto no era un perro. Era una rata africana explica como soplando la
punta de la pistola, con un estilo justiciero de Bonanza.
La de la rata africana es una típica leyenda migratoria, según explica la antropóloga e
investigadora del Conicet Marta Blanche. La historia se repite en lo que es un clásico
para los antropólogos dedicados al estudio de leyendas contemporáneas: The mexican pet,
de W. Norton. Allí se cuenta, entre un centenar de leyendas modernas, lo que le ocurrió
a una mujer californiana de La Mesa, una ciudad al este de San Diego, que viaja de
vacaciones a Tijuana, México, donde compra un perro. En esa versión no desaparece el
gato, sino que el supuesto cachorro amanece con una rara mucosidad en los ojos y echa un
poco de espuma por la boca. Consultado el veterinario, la esclarece: es una rata mexicana.
La versión del norte no incluye tiros. Pero deja exhalar la misma virulencia sobre lo
extranjero. Las ratas han logrado un protagonismo casi tan rutilante como el de las rubias
engatusadoras en las leyendas modernas. En Buenos Aires fue noticia la comida de rata
servida en un restaurante chino, a fines de los 80. La sospecha sobre la calidad de
eso recubierto de salsas agridulces también goza de globalidad. Marta Blanche
explica que las leyendas que incluyen alimentos aparecen modificadas según el sitio en el
que se cuentan. En algunas ciudades de Estados Unidos la desconfianza estaba puesta sobre
la comida italiana en tiempos de posguerra y gran caudal migratorio. En Alemania, las
ratas suplían el cerdo de las comidas árabes. O estaba en las heladeras de los
restaurantes yugoslavos. La leyenda pone en el discurso preocupaciones cotidianas
sostiene Blanche. Y en ese sentido, la de la comida adulterada ha sido
instrumento de expresión xenofóbica en varias sociedades.
Volviendo a las rubias: fue famosa en los 80 la leyenda de la hermosa mujer rubia, que
seducía en un boliche de moda en aquel momento New York City a un cándido
joven. Iban de copas. Después venían los mimos. Terminaban en el departamento del
hombre. Obvio, tenían una noche apasionada. Al día siguiente ella se había esfumado de
la cama. Aún exultante él se levantaba e iba al baño. Sobre el espejo, escrito en el
rouge más rojo, decía: Bienvenido al club del sida. Se sucedían los
primeros pánicos después de la peor noticia de la década. Ante los cambios
bruscos de las sociedades es común la aparición de nuevas leyendas de advertencia, o
rumores conspirativos, donde se advierte bajo un mensaje de moralidad sobre un peligro, o
se expía un temor, sostiene Jean Noel Kapferer, en su libro Rumores. El medio de
difusión más antiguo del mundo.
Baby barbacoa
Las familias con chica cama adentro de la década del 50 sufrían con la idea de que
les pase lo mismo que la leyenda contaba en las colas de los mercaditos, en las paradas,
en los bailes de los clubs, según recuerda el periodista y escritor Germinal Nogués. Un
matrimonio joven y exitoso que había ido al cine, al volver a casa quedaba loco del
horror. Había dejado a su bebé al cuidado de la niñera, que además se dedicaba a los
otros menesteres. Cuando abrió la puerta escuchó cómo cantaba a lo cupletista, imitando
a Sarita Rivera. Estaba encendida, iba de aquí para allá. Saludó a sus patrones. Los
hizo pasar al comedor, donde estaba la mesa puesta. Y una vez sentada la pareja, trajo en
una bandeja a la criatura, el bebé de la casa, asado al horno, con papas. La feminista
Marie Langer se ha ocupado de la leyenda, tras la cual ve el espectro del machismo, y el
del odio y el temor entre clases. Los 50 han sido una década de gran migración
hacia la capital, en medio de ese clima romántico de instalación en la urbe que
proponía el peronismo, esta leyenda deja claro eldesprecio por la sirvienta venida del
interior. Otra vez la fobia ficcionalizada.
El horno como equívoco lugar donde la tragedia encuentra resolución, el horno que se
moderniza, el horno mucho más allá de la muerte de Sylvia Plath. En el comienzo de los
90 cundieron las leyendas sobre el mal uso de la última innovación. Algo así como los
miedos que despertó la radio en sus comienzos, cuando provocó catástrofes con Orson
Wells simulando la guerra con marcianos. En este caso, lo mortífero del horno a
microondas. Las historia tiene un núcleo similar: algo con vida entra en el horno. Una
señora apurada se seca el pelo. Otra señora seca a su gato muerto de frío después de
un baño. La cabeza estalla en el horno. El gato también. Y la versión más desopilante
de la leyenda: la joven que pasa la prueba del secado, llega a la fiesta, y en un acting
poco elegante, al moverse bajo las luces, deja que sus sesos ensucien a los invitados.
Todo ello contado entre porteños de épocas cercanas.
Y hay dos leyendas tan modernísimas como telefónicas. Ambas implican pérdida de dinero
para el consumidor. La una es protagonizada por el molesto número 4. La otra por el
90 numeral. La del 4 circula aún y según ella si no se marca el 4 antes del
clásico número, se paga un tramposo recargo. Falso. La otra tuvo origen en un e-mail
norteamericano traducido, el mismo mecanismo que dio difusión a la leyenda del joven sin
riñones. Según ese mensaje, supuestos técnicos llaman y piden que el usuario marque el
90 numeral. De esa manera, la línea es robada por un tercero. Desde las radios, hasta
hace poco, los conductores de la mañana arengaban a la porteñada con discursos tales
como ¡Señora! Si le piden que marque 90 numeral, ¡Corte! ¡Quieren robar!.
Tal fue la divulgación del fantasma, que Telefónica de Argentina se vio obligada a
emitir dos comunicados de prensa desmintiendo la especie. En ellos explican que esto
ocurrió en Estados Unidos con usuarios de AT&T y que esas centrales nada tienen que
ver con las argentinas.
Aquí, donde el presidente cree posible construir una nave teletransportadora, y existe
una ciudad cibernética, con cien computadoras en medio de la soledad pampeana, José de
Ser pudo explotar el campo fértil para la leyenda televisiva. Así fue que en los 80
descubrió a supuestos enanitos verdes, camino a Magdalena, y le dio nombre a un grupo de
rock mendocino con semejante leyenda. Pero eso, como la clásica historia de la dama de
blanco que ha seducido jóvenes en todos los puntos, o la aparición del hombre gato,
especie de sátiro rampante y nocturno, el movilero hizo escuela. Y hasta generó
peregrinación de crédulos en las vías de la calle 70 de La Plata, donde inventó aquel
pozo de ánimas: Me lleva, el pozo me lleva, gritaba en vivo en el noticiero,
ante la mirada de los mismos argentinos que aturdieron los oídos hartos de esa operadora
que no lo puede creer. Gente educada, che, gente educada.
La dama de blanco Esquina de Vicente López y Azcuénaga, tras el cementerio de la Recoleta.
Allí comenzó la historia de amor y locura de un hombre hijo de la aristocracia porteña,
en 1930. Cuenta la leyenda que una noche de viernes el muchacho vio sentada en una esquina
a una dama de vestido largo y blanco. Lloraba desconsolada. Con palabras suaves la sedujo,
consiguió que ella le mostrara una encantadora sonrisa y finalmente la invitó a la
fiesta hacia la que él iba, en la calle Alvear. Bebieron champagne, comieron caviar,
rieron y bailaron. Los dandies porteños envidiaron al joven, que se fue de la velada con
ella. Caminaron por la zona, hasta que poco antes de la salida del sol, y sin asomo de
explicaciones ella corrió hacia el cementerio, desapareciendo en la oscuridad. Llevaba el
saco de él en los hombros. El la persiguió por los laberintos del Recoleta. Sólo
encontró el abrigo, sobre una tumba. Al levantarlo, en la lápida pudo leer el nombre de
su amada. El infortunio nunca volvió a abandonarlo.
La historia de la dama de blanco es la leyenda urbana más repetida entre argentinos. El
núcleo siempre es el mismo, sólo varían los objetos que quedan allí sobre la tumba y
el lugar del encuentro. Se hizo famosa con un hecho que apareció en las crónicas de
espectáculos a fines de los 40. El actor Arturo García Buhr relató su encuentro con la
dama, quien se materializó sollozante, como al resto. Según contó Buhr, él le guiñó
un ojo y siguió su camino. El periodista Germinal Nogués, autor de Misterios de Buenos
Aires, recuerda el apogeo de la leyenda, cuando él era un niño de 12 años, en 1950.
Pepe Cibrián y Ana María Campoy, que eran la pareja del momento venida de España,
jóvenes y bellos, protagonizaban la obra de teatro del momento: Una página en blanco.
Ella era la joven muerta. Después, Zully Moreno fue una ladrona que se hacía pasar por
la misteriosa dama para robar a incautos uno de ellos Pepe Arias en Fantasmas
en Buenos Aires. Y hasta Manuel Vázquez Montalbán la incluyó en la saga de Pepe
Carvalho. El detective empalidece ante el lloroso espectro.
Las casas embrujadas de Buenos Aires
Manuel Mujica Lainez era uno de quienes reconocían sentir el
agobio del fantasma que camina desde la década del 20 en lo que hoy es el Museo
Fernández Blanco, en Suipacha al 1400. Cuando el escritor se cruzaba con el ánima en uno
de los vericuetos de la mansión marchaba directo hacia la biblioteca, donde el espíritu
de una mujer de 17 años que allí vivió y murió de tuberculosis no se quedaba por su
repelencia a los libros. La mansión museo, visitada entre otros por Oliverio Girondo, es
una de las tantas casas embrujadas del Buenos Aires más gótico. Una noche de 1989, la
imagen regresó. Ensayaba en el lugar el ballet español de Graciela Ríos Saiz. Una
bailarina gritó, crispada ante lo que flotaba alrededor de la fuente del parque del
museo. Patricio López, jefe de diseño de la mansión, sostiene que aún allí se siente
el fru fru de la enagua que vaga.
La vida de Felicitas Guerrero ha merecido una novela después de un siglo y su trágica
muerte, en 1875, una iglesia mausoleo en el corazón de Barracas. Felicitas, joven y
hermosa, murió cuando Enrique Ocampo le disparó al corazón, para luego suicidarse con
un tiro en la cabeza. Ella lo había rechazado, él no lo pudo soportar. En la iglesia, la
restauración ha traído su fantasma. El arquitecto que volvió a colocar las alas caídas
de cinco ángeles gigantes jura haber escuchado las campanas sonar sin que nadie las
empujase hace poco más de un año.
Una leyenda más cercana es la que resuena, según cuenta el periodista Hernán Firpo, en
la ochava que forman la calle Mompox y la avenida Garay. Un día de marzo del 78 se
llevaron de allí a Sergio, un estudiante que solía atender el mostrador de un viejo
almacén. Hoy el local está cerrado. Y los vecinos coinciden en que en la segunda
quincena del mes del otoño, desde aquel año, se oye el grito de un muchacho. A unas 30
cuadras, en el 100 de Riobamba, está la Casa de la Palmera. Elisa, la mayor de los seis
hermanos Galcerán, fue una mujer de moral victoriana que luchó su vida entera contra los
placeres de Baco y de la carne, cultivados por los cinco varones. A medida que murieron
tapió sus habitaciones. La mujer murió en el 92. Después, la casa estuvo
abandonada. Ahora es la sede de una colegio, con el inequívoco nombre de Puertas
Abiertas. Toda una refutación de la leyenda.
El robo de órganos
Al joven porteño seducido por la dama que termina por
robarle los riñones lo han sucedido otros personajes ultrajados, años, siglos, edades
ciegas atrás. La investigación de la antropóloga Véronique Campion-Vincent determinó
a partir de noticias aparecidas en la prensa latinoamericana entre 1987 y 1989 que a
partir de versiones nunca confirmadas se creó la idea de que existía una mafia
secuestradora de niños para extraerles órganos, ojos o riñones. Los artículos
aparecidos en diarios de Honduras, Costa Rica, Haití, México y Venezuela sostenían que
los chicos robados eran enviados al extranjero para transplantar a niños de familias
acaudaladas. Esas versiones fueron desmentidas por la ONU y por The New York Times. Los
republicanos se las atribuyeron públicamente a una operación ideológica de la
izquierda internacional. Paradoja: en el caso de los riñones nacionales, el e-mail
que cuenta la historia es norteamericano, y fue mal traducido en la versión local.
Pero la comercialización de parte del cuerpo humano es una fantasía de siglos atrás. En
Perú, una de las leyendas más antiguas es la del Pishtaco, un blanco que degollaba
nativos para quitarles la grasa y enviarla a España. Allí supuestamente era usada para
propósitos tan nobles como darle mayor sonoridad a las campanas, o la preparación de
medicamentos, según el libro Pishtacos, de verdugos a Sacaojos, una compilación de
análisis de leyendas latinoamericanas. Los Sacaojos son contemporáneos, hombres armados
con metralletas, que en lujosos autos secuestran niños para sacarles las córneas. Parte
de la creencia es que el dinero se usa para pagar la deuda externa. Los rumores provocaron
pánico y casi significó el linchamiento de tres turistas franceses, salvados por la
policía de iracundos padres peruanos. Para la antropóloga Marta Blanche, estas leyendas
de robo de órganos no hacen otra cosa interpretar el orden social vigente. Es
evidente, según Blanche, que las leyendas se nutren del entramado social que les
sirve de soporte y punto de apoyo. |
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