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RELATOS FALSOS QUE SE CUENTAN COMO CIERTOS
Mentiras verdaderas

Ya no es el boca a boca. La renovación tecnológica llegó a las leyendas, que ahora se transmiten vía e-mail. La última de ellas debió ser desmentida por el hospital Fernández, la Policía y el Incucai. Buenos Aires tiene una larga historia de mitos urbanos. Uno reciente advertía que si no se marcaba el 4, el llamado telefónico era más caro.

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Por Cristian Alarcón

t.gif (862 bytes) Nuevamente la rubia ocupa el rol de la malvada, la misteriosa, la falluta. Esta vez en la historia falsa o leyenda contemporánea más contada de los últimos meses por el boca a boca y por el correo electrónico. En ella la blonda seduce a un joven en una disco de moda, Buenos Aires News. Lo aparta del resto, se lo lleva. Van a una fiesta privada. Le da de tomar alcohol entre arrumacos. Lo convida con sustancias. El despierta al día siguiente y sólo recuerda el último trago. Está entumecido, con el cuerpo sumergido en hielo, dentro de una bañera. A un costado alguien ha dejado una nota. Lee: “Llame a emergencias a este teléfono o morirá”. También dejaron un inalámbrico a mano. Disca. La operadora pregunta si en la espalda el muchacho tiene dos tajos de “nueve pulgadas”. Y así es. Entonces le advierte: “¡Quedate ahí! Ya va una ambulancia. Te sacaron los riñones”. El joven termina en el Hospital Fernández, donde sobrevive “conectado a una máquina”, a la espera de un transplante. Es otra víctima de la inexistente mafia que roba órganos. Es un personaje de ficción. Protagoniza la última de las leyendas urbanas.
A medio camino entre el mito y el cuento fantástico, la leyenda urbana encuentra nuevas formas en estos tiempos donde el gran medio es la red de redes. La historia del joven sin riñones, que no resiste ninguna prueba de verosimilitud, circula hace tres meses por Internet. Ha llegado a miles y miles de hogares y oficinas, ministerios y empresas, diarios, radios y TV a través de e-mails que intentan continuar una cadena infinita. La cascada de mensajes se reproduce geométricamente. Casi no hay forma de detenerla. Cada destinatario es instado a repetir diez veces la advertencia a amigos y conocidos. Tiene una lógica parecida a la de las cadenas de la buena suerte. La culpa que produce silenciar semejante atrocidad no deja que los “buenos” cuestionen la credibilidad de la historia en sus pantallas.
Es la culpa que ha debido mitigar con información fidedigna cada operadora del Fernández al desmentir la leyenda. Ana, una de las mujeres que atiende durante la mañana, dice: “Nos tienen hartos. Yo no puedo creer que gente educada se crea algo así. Señoras que se dicen profesoras hablando de cañitos en la espalda...”, se queja. El texto del e-mail no sólo dice que hay casos en que las víctimas aparecen con dos “cánulas en parte baja de la espalda” sino que es una traducción a la mexicana de uno que circuló en Estados Unidos. Para el internauta que lo hizo circular, la bañera es una “tina” y los riñones fueron “cosechados”. “¡Mire que hay que ser...! –dice Ana– ¡Gente educada!” Después de dos meses entran casi treinta llamadas diarias a la central del Fernández para confirmar el e-mail. Quieren chequear la historia. En la comisaría 17ª, donde supuestamente hubo una denuncia del hecho, también se hartaron. Y en el Incucai. El directorio del organismo emitió un comunicado para refutarlo: “Desde cualquier punto de vista científico es inaceptable e imposible realizar la extirpación de los riñones de esta manera”, dice. Se titula: “No al mito. Sí a la verdad”.

The mexican pet

Sobre leyendas modernas podría hacerse un compendio, donde convivirían las clásicas apariciones de los barrios más góticos, aun vividas como reales por muchos vecinos, con las amarillas versiones del misterio que supo hacer famosas en “Nuevediario”, el mítico José de Ser. Y con los ya clásicos cuentos que hacen la delicia de los chismosos. Por ejemplo: la historia de la rata africana. En la Argentina le ha ocurrido a una mujer amante de las mascotas. De viaje por Brasil, en uno de esos mercados donde hay magia negra y conejos de colores, compra un simpático perro de pelambre sedoso como el de un peluche de free shop. En su departamento de Buenos Aires pasan unas semanas todos felices. Hasta que la otra mascota de la casa, un gatito siamés, desaparece misteriosamente, dejando como única pista, un par de manchas de sangre. Las manchas se repiten en el perro. Su ama se alarma por lo que considera una enfermedad contagiosa. Marcha al veterinario con su mascota bajo el brazo. La asalta una duda.
–Aléjese de ella señora. ¡Aléjese! –le advierte el hombre de guardapolvo. Abre un cajón, saca un arma, y dispara con buena puntería.
–Señora, esto no era un perro. Era una rata africana –explica como soplando la punta de la pistola, con un estilo justiciero de Bonanza.
La de la rata africana es una típica leyenda migratoria, según explica la antropóloga e investigadora del Conicet Marta Blanche. La historia se repite en lo que es un clásico para los antropólogos dedicados al estudio de leyendas contemporáneas: The mexican pet, de W. Norton. Allí se cuenta, entre un centenar de leyendas modernas, lo que le ocurrió a una mujer californiana de La Mesa, una ciudad al este de San Diego, que viaja de vacaciones a Tijuana, México, donde compra un perro. En esa versión no desaparece el gato, sino que el supuesto cachorro amanece con una rara mucosidad en los ojos y echa un poco de espuma por la boca. Consultado el veterinario, la esclarece: es una rata mexicana. La versión del norte no incluye tiros. Pero deja exhalar la misma virulencia sobre lo extranjero. Las ratas han logrado un protagonismo casi tan rutilante como el de las rubias engatusadoras en las leyendas modernas. En Buenos Aires fue noticia la comida de rata servida en un restaurante chino, a fines de los 80. La sospecha sobre la calidad de “eso” recubierto de salsas agridulces también goza de globalidad. Marta Blanche explica que las leyendas que incluyen alimentos aparecen modificadas según el sitio en el que se cuentan. En algunas ciudades de Estados Unidos la desconfianza estaba puesta sobre la comida italiana en tiempos de posguerra y gran caudal migratorio. En Alemania, las ratas suplían el cerdo de las comidas árabes. O estaba en las heladeras de los restaurantes yugoslavos. “La leyenda pone en el discurso preocupaciones cotidianas –sostiene Blanche–. Y en ese sentido, la de la comida adulterada ha sido instrumento de expresión xenofóbica en varias sociedades.”
Volviendo a las rubias: fue famosa en los 80 la leyenda de la hermosa mujer rubia, que seducía en un boliche de moda –en aquel momento New York City– a un cándido joven. Iban de copas. Después venían los mimos. Terminaban en el departamento del hombre. Obvio, tenían una noche apasionada. Al día siguiente ella se había esfumado de la cama. Aún exultante él se levantaba e iba al baño. Sobre el espejo, escrito en el rouge más rojo, decía: “Bienvenido al club del sida”. Se sucedían los primeros pánicos después de la peor noticia de la década. “Ante los cambios bruscos de las sociedades es común la aparición de nuevas leyendas de advertencia, o rumores conspirativos, donde se advierte bajo un mensaje de moralidad sobre un peligro, o se expía un temor”, sostiene Jean Noel Kapferer, en su libro Rumores. El medio de difusión más antiguo del mundo.

Baby barbacoa

Las familias con chica cama adentro de la década del 50 sufrían con la idea de que les pase lo mismo que la leyenda contaba en las colas de los mercaditos, en las paradas, en los bailes de los clubs, según recuerda el periodista y escritor Germinal Nogués. Un matrimonio joven y exitoso que había ido al cine, al volver a casa quedaba loco del horror. Había dejado a su bebé al cuidado de la niñera, que además se dedicaba a los otros menesteres. Cuando abrió la puerta escuchó cómo cantaba a lo cupletista, imitando a Sarita Rivera. Estaba encendida, iba de aquí para allá. Saludó a sus patrones. Los hizo pasar al comedor, donde estaba la mesa puesta. Y una vez sentada la pareja, trajo en una bandeja a la criatura, el bebé de la casa, asado al horno, con papas. La feminista Marie Langer se ha ocupado de la leyenda, tras la cual ve el espectro del machismo, y el del odio y el temor entre clases. “Los 50 han sido una década de gran migración hacia la capital, en medio de ese clima romántico de instalación en la urbe que proponía el peronismo, esta leyenda deja claro eldesprecio por la sirvienta venida del interior.” Otra vez la fobia ficcionalizada.
El horno como equívoco lugar donde la tragedia encuentra resolución, el horno que se moderniza, el horno mucho más allá de la muerte de Sylvia Plath. En el comienzo de los 90 cundieron las leyendas sobre el mal uso de la última innovación. Algo así como los miedos que despertó la radio en sus comienzos, cuando provocó catástrofes con Orson Wells simulando la guerra con marcianos. En este caso, lo mortífero del horno a microondas. Las historia tiene un núcleo similar: algo con vida entra en el horno. Una señora apurada se seca el pelo. Otra señora seca a su gato muerto de frío después de un baño. La cabeza estalla en el horno. El gato también. Y la versión más desopilante de la leyenda: la joven que pasa la prueba del secado, llega a la fiesta, y en un acting poco elegante, al moverse bajo las luces, deja que sus sesos ensucien a los invitados. Todo ello contado entre porteños de épocas cercanas.
Y hay dos leyendas tan modernísimas como telefónicas. Ambas implican pérdida de dinero para el consumidor. La una es protagonizada por el molesto número 4. La otra por el “90 numeral”. La del 4 circula aún y según ella si no se marca el 4 antes del clásico número, se paga un tramposo recargo. Falso. La otra tuvo origen en un e-mail norteamericano traducido, el mismo mecanismo que dio difusión a la leyenda del joven sin riñones. Según ese mensaje, supuestos técnicos llaman y piden que el usuario marque el 90 numeral. De esa manera, la línea es robada por un tercero. Desde las radios, hasta hace poco, los conductores de la mañana arengaban a la porteñada con discursos tales como “¡Señora! Si le piden que marque 90 numeral, ¡Corte! ¡Quieren robar!”. Tal fue la divulgación del fantasma, que Telefónica de Argentina se vio obligada a emitir dos comunicados de prensa desmintiendo la especie. En ellos explican que esto ocurrió en Estados Unidos con usuarios de AT&T y que esas centrales nada tienen que ver con las argentinas.
Aquí, donde el presidente cree posible construir una nave teletransportadora, y existe una ciudad cibernética, con cien computadoras en medio de la soledad pampeana, José de Ser pudo explotar el campo fértil para la leyenda televisiva. Así fue que en los 80 descubrió a supuestos enanitos verdes, camino a Magdalena, y le dio nombre a un grupo de rock mendocino con semejante leyenda. Pero eso, como la clásica historia de la dama de blanco que ha seducido jóvenes en todos los puntos, o la aparición del hombre gato, especie de sátiro rampante y nocturno, el movilero hizo escuela. Y hasta generó peregrinación de crédulos en las vías de la calle 70 de La Plata, donde inventó aquel pozo de ánimas: “Me lleva, el pozo me lleva”, gritaba en vivo en el noticiero, ante la mirada de los mismos argentinos que aturdieron los oídos hartos de esa operadora que no lo puede creer. “Gente educada, che, gente educada”.

 

La dama de blanco

Esquina de Vicente López y Azcuénaga, tras el cementerio de la Recoleta. Allí comenzó la historia de amor y locura de un hombre hijo de la aristocracia porteña, en 1930. Cuenta la leyenda que una noche de viernes el muchacho vio sentada en una esquina a una dama de vestido largo y blanco. Lloraba desconsolada. Con palabras suaves la sedujo, consiguió que ella le mostrara una encantadora sonrisa y finalmente la invitó a la fiesta hacia la que él iba, en la calle Alvear. Bebieron champagne, comieron caviar, rieron y bailaron. Los dandies porteños envidiaron al joven, que se fue de la velada con ella. Caminaron por la zona, hasta que poco antes de la salida del sol, y sin asomo de explicaciones ella corrió hacia el cementerio, desapareciendo en la oscuridad. Llevaba el saco de él en los hombros. El la persiguió por los laberintos del Recoleta. Sólo encontró el abrigo, sobre una tumba. Al levantarlo, en la lápida pudo leer el nombre de su amada. El infortunio nunca volvió a abandonarlo.
La historia de la dama de blanco es la leyenda urbana más repetida entre argentinos. El núcleo siempre es el mismo, sólo varían los objetos que quedan allí sobre la tumba y el lugar del encuentro. Se hizo famosa con un hecho que apareció en las crónicas de espectáculos a fines de los 40. El actor Arturo García Buhr relató su encuentro con la dama, quien se materializó sollozante, como al resto. Según contó Buhr, él le guiñó un ojo y siguió su camino. El periodista Germinal Nogués, autor de Misterios de Buenos Aires, recuerda el apogeo de la leyenda, cuando él era un niño de 12 años, en 1950. Pepe Cibrián y Ana María Campoy, que eran la pareja del momento venida de España, jóvenes y bellos, protagonizaban la obra de teatro del momento: Una página en blanco. Ella era la joven muerta. Después, Zully Moreno fue una ladrona que se hacía pasar por la misteriosa dama para robar a incautos –uno de ellos Pepe Arias– en Fantasmas en Buenos Aires. Y hasta Manuel Vázquez Montalbán la incluyó en la saga de Pepe Carvalho. El detective empalidece ante el lloroso espectro.


Las casas embrujadas de Buenos Aires

Manuel Mujica Lainez era uno de quienes reconocían sentir el agobio del fantasma que camina desde la década del 20 en lo que hoy es el Museo Fernández Blanco, en Suipacha al 1400. Cuando el escritor se cruzaba con el ánima en uno de los vericuetos de la mansión marchaba directo hacia la biblioteca, donde el espíritu de una mujer de 17 años que allí vivió y murió de tuberculosis no se quedaba por su repelencia a los libros. La mansión museo, visitada entre otros por Oliverio Girondo, es una de las tantas casas embrujadas del Buenos Aires más gótico. Una noche de 1989, la imagen regresó. Ensayaba en el lugar el ballet español de Graciela Ríos Saiz. Una bailarina gritó, crispada ante lo que flotaba alrededor de la fuente del parque del museo. Patricio López, jefe de diseño de la mansión, sostiene que aún allí se siente el fru fru de la enagua que vaga.
La vida de Felicitas Guerrero ha merecido una novela después de un siglo y su trágica muerte, en 1875, una iglesia mausoleo en el corazón de Barracas. Felicitas, joven y hermosa, murió cuando Enrique Ocampo le disparó al corazón, para luego suicidarse con un tiro en la cabeza. Ella lo había rechazado, él no lo pudo soportar. En la iglesia, la restauración ha traído su fantasma. El arquitecto que volvió a colocar las alas caídas de cinco ángeles gigantes jura haber escuchado las campanas sonar sin que nadie las empujase hace poco más de un año.
Una leyenda más cercana es la que resuena, según cuenta el periodista Hernán Firpo, en la ochava que forman la calle Mompox y la avenida Garay. Un día de marzo del ‘78 se llevaron de allí a Sergio, un estudiante que solía atender el mostrador de un viejo almacén. Hoy el local está cerrado. Y los vecinos coinciden en que en la segunda quincena del mes del otoño, desde aquel año, se oye el grito de un muchacho. A unas 30 cuadras, en el 100 de Riobamba, está la Casa de la Palmera. Elisa, la mayor de los seis hermanos Galcerán, fue una mujer de moral victoriana que luchó su vida entera contra los placeres de Baco y de la carne, cultivados por los cinco varones. A medida que murieron tapió sus habitaciones. La mujer murió en el ‘92. Después, la casa estuvo abandonada. Ahora es la sede de una colegio, con el inequívoco nombre de Puertas Abiertas. Toda una refutación de la leyenda.


El robo de órganos

Al joven porteño seducido por la dama que termina por robarle los riñones lo han sucedido otros personajes ultrajados, años, siglos, edades ciegas atrás. La investigación de la antropóloga Véronique Campion-Vincent determinó a partir de noticias aparecidas en la prensa latinoamericana entre 1987 y 1989 que a partir de versiones nunca confirmadas se creó la idea de que existía una mafia secuestradora de niños para extraerles órganos, ojos o riñones. Los artículos aparecidos en diarios de Honduras, Costa Rica, Haití, México y Venezuela sostenían que los chicos robados eran enviados al extranjero para transplantar a niños de familias acaudaladas. Esas versiones fueron desmentidas por la ONU y por The New York Times. Los republicanos se las atribuyeron públicamente a una “operación ideológica de la izquierda internacional”. Paradoja: en el caso de los riñones nacionales, el e-mail que cuenta la historia es norteamericano, y fue mal traducido en la versión local.
Pero la comercialización de parte del cuerpo humano es una fantasía de siglos atrás. En Perú, una de las leyendas más antiguas es la del Pishtaco, un blanco que degollaba nativos para quitarles la grasa y enviarla a España. Allí supuestamente era usada para propósitos tan nobles como darle mayor sonoridad a las campanas, o la preparación de medicamentos, según el libro Pishtacos, de verdugos a Sacaojos, una compilación de análisis de leyendas latinoamericanas. Los Sacaojos son contemporáneos, hombres armados con metralletas, que en lujosos autos secuestran niños para sacarles las córneas. Parte de la creencia es que el dinero se usa para pagar la deuda externa. Los rumores provocaron pánico y casi significó el linchamiento de tres turistas franceses, salvados por la policía de iracundos padres peruanos. Para la antropóloga Marta Blanche, estas leyendas de robo de órganos no hacen otra cosa “interpretar el orden social vigente”. Es evidente, según Blanche, que las leyendas “se nutren del entramado social que les sirve de soporte y punto de apoyo”.

 

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