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Por Martín Granovsky El lunes por la noche quedó confirmado que, mirado de acá o de allá, el país termina en la General Paz. La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos convocó a una reunión cerrada y discreta, aunque no de incógnito, para escuchar de primera mano qué opinan sobre la inseguridad los responsables del tema en la provincia de Buenos Aires y en el gobierno de la ciudad, Carlos Arslanian, que es miembro de la APDH, y Enrique Mathov. Como además de exponer se hacían preguntas uno al otro, uno de los asistentes sacó la conclusión correcta: --Ustedes nunca se reunieron, ¿no? La respuesta de ambos fue sorprendente: --No. Después Simón Lázara, vicepresidente de la APDH, diría que ahí, en la desconexión entre bonaerenses y porteños, reside una clave del problema de la seguridad. O por lo menos, ya que la provincia tiene policía y la Capital depende de federales que no controla, una clave sobre qué cosas impiden enfocar seriamente el punto. Seriamente, en este caso, significa esquivar el fascismo y la bobería. Los fascistas no tienen ningún problema. Resuelven todo diciendo que la seguridad se resuelve con gatillo fácil. O sea: la policía mata en la calle y después no tiene obligación de rendir cuentas a nadie porque antes, como en la dictadura, se sintió bendecida por la sociedad. Tampoco tienen problema quienes esquivan el conflicto. Les basta declarar que el tema, la verdad, no es un tema. Los obstáculos, en cambio, pertenecen al sector que quiere resolver la inseguridad con medidas que no conviertan a este país en algo todavía más horrible. En un marco de slogans, con políticos desesperados, convencidos de que si no dicen salvajadas perderán votos, suena utópico preguntarse por qué no se discuten en serio algunas cosas. Si es tan fácil conseguir armas, ¿por qué ningún gobierno, ninguna ONG, ningún partido político, empezó una campaña contra la explosión armada de la Argentina? ¿Por qué no produce un escándalo el irresponsable que fue armado a un boliche de la Costanera y terminó hiriendo a otro por accidente? Si cada vez más chicos participan en robos violentos, ¿por qué no se analizan los presupuestos del Estado sobre redes de contención social? Si, en la Capital Federal, los ultraderechistas suelen animar los pocos consejos de vecinos sobre seguridad, ¿por qué la UCR y el Frepaso, que gobiernan, y también los duhaldistas, los cavallistas y los belicistas no convocan a su militancia a participar de las reuniones y llamar a más vecinos? Los funcionarios suelen estar preocupados por el reflejo de la inseguridad en los medios, en especial los electrónicos. Un camino fácil es criticar a los medios. Otro, ceder al humor social, cosa que Fernando de la Rúa hizo cambiando de raíz el Código de Convivencia y Eduardo Duhalde cumplió interrogándose si no habría que rediscutir la pena de muerte. Los dos caminos son ineficaces. El primero, además, es ingenuo, y el segundo riesgoso. ¿Por qué no insistir, con nuevos argumentos y nuevas formas, en que achicando las garantías individuales sólo se consigue extender la inseguridad? ¿Por qué no recordar el caso Mirabete, el chico de Belgrano muerto por el gatillo fácil de un federal? ¿Por qué no proponer una discusión abierta con los vecinos? ¿Por qué no fijar una posición razonable y mantenerla, intercambiando ideas, aunque al principio genere costos? Si la perspectiva es la cárcel, más cárceles, ¿por qué no analizar el futuro en términos de costos? Si la vía es endurecer el Código Penal, ¿está claro qué país quedará cuando ya no haya ningún ladrón en pie? Parece increíble que Arslanian y Mathov no hayan discutido nunca juntos. Pero no está nada mal que se reunieran por primera vez en la mesa de un organismo de derechos humanos.
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