Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira

Caperucita
Por Antonio Dal Masetto

na36fo01.jpg (15167 bytes)

t.gif (862 bytes) Escribí unas cuantas historias ambientadas en plazas de la ciudad. Muchas tenían como protagonistas a un abuelo o a una abuela y sus nietos. Todas más o menos inventadas. Pero la semana pasada me tocó asistir a una de verdad e intento transcribirla tal cual. La cosa es más o menos como sigue. El abuelo está sentado en un banco y lee el diario. Un nieto y una nieta juegan en el arenero a unos metros de él. De tanto en tanto, por turno, uno de los dos se acerca al abuelo y le hace preguntas. El abuelo está muy concentrado en la lectura y se los saca de encima rápido y con cierta cariñosa hosquedad. Hay un momento en que ambos chicos se le sientan al lado y le piden el cuento de Caperucita Roja.
–Quinientas veces les conté ese cuento –dice el abuelo–. No menos de quinientas.
Por la cara y el tono de voz, seguro que no está exagerando con la cifra. Me parece que ahora está un poco irritado. Los niños insisten. Por fin el abuelo resigna por unos momentos la lectura del diario.
–Está bien, les voy a contar el cuento de la prima de Caperucita Roja.
–¿Tenía una prima?
–Muchas primas. Muchísimas primas tenía esa señorita. Esta prima de que les hablo lucía exactamente el aspecto de la Caperucita Roja del cuento que conocen y además tenía el mismo nombre. Se la pasaba trotando y trotando por el bosque, siempre de acá para allá, siempre de un lado para el otro. Tenía un trotecito muy llamativo con su pollerita corta que se le subía y se le bajaba todo el tiempo.
–¿Y el lobo feroz?
–Ahora viene lo del lobo. Esta Caperucita llevaba bajo la ropa un cuchillito bien afilado. Un cuchillito de acero sueco bien templado. Y no era fácil engañarla con el viejo truco del lobo disfrazado de abuela. En realidad nadie lo logró jamás. Ella a los lobos los detectaba a distancia. Los olfateaba. Había aprendido docenas de maneras de eludirlos y de confundirlos. Con esta Caperucita los lobos no tenían ninguna chance. Y si en algún momento se veía realmente en apuros, ahí nomás sacaba a relucir la hoja plateada de su pequeño puñal de acero sueco bien templado y con un movimiento rápido y generalmente también elegante hería justo en el lugar donde más duele. Después se disculpaba porque era una niña bien educada y retrocedía unos quince o veinte pasos antes de pegar media vuelta y marcharse siempre trotando y perderse entre los árboles y los arbustos y las flores del bosque. Esto de retroceder no se sabe si lo hacía para disfrutar un poco del dolor de su víctima o simplemente para no darle la espalda demasiado rápido y correr el riesgo de un contraataque. La cuestión es que a esta altura ya no quedaba lobo feroz que no llevara en el cuerpo, en el corazón y en la memoria la marca de por lo menos una herida. Pero aquéllos eran lobos obstinados, no se resignaban y se la pasaban inventando estrategias para sorprenderla y mantenían reuniones y organizaban convenciones y discutían largo sobre el tema. La historia se repetía y los lobos siempre terminaban pasándola mal y con una nueva cicatriz ahí donde suelen verse brillar las estrellas de mayor tamaño.
–¿Dónde es que suelen verse brillar las estrellas de mayor tamaño? –pregunta el nieto.
–Cuando pasen los años y crezcas ya te vas a enterar –le contesta el abuelo.
–¿Y qué más? –pregunta la nieta.
–Y así, mientras el bosque se estremecía larga y lúgubremente con algún nuevo aullido de dolor, Caperucita seguía saltando de acá para allá y recogía moras y otras frutas silvestres y cantaba una cancioncilla cuya letra variaba cada vez aunque se apoyaba en el mismo pegadizo estribillo: Soy la bonita Caperucita del bosquecito y tengan cuidado con el tajito de mi cuchillito.
–¿Y el resto de los animales qué hacían? –pregunta la nieta.
–El resto de los animales, cuando la veía llegar con su pollerita corta que siempre se le subía con los saltitos, solía decir: ahí viene la nenita del trotecito caliente, mejor miremos para otro lado así no corremos el riesgo de que nos tiente.
–¿Y eso qué quiere decir? –pregunta el nieto.
–Quiere decir que no hay que interrumpir a la gente que está leyendo el diario. Así que ahora se me van a jugar al arenero y se quedan ahí, hasta que los llame.
El abuelo me mira buscando solidaridad y yo apruebo con un grave movimiento de cabeza.

 

PRINCIPAL