Escribí unas cuantas historias ambientadas en plazas de la
ciudad. Muchas tenían como protagonistas a un abuelo o a una abuela y sus nietos. Todas
más o menos inventadas. Pero la semana pasada me tocó asistir a una de verdad e intento
transcribirla tal cual. La cosa es más o menos como sigue. El abuelo está sentado en un
banco y lee el diario. Un nieto y una nieta juegan en el arenero a unos metros de él. De
tanto en tanto, por turno, uno de los dos se acerca al abuelo y le hace preguntas. El
abuelo está muy concentrado en la lectura y se los saca de encima rápido y con cierta
cariñosa hosquedad. Hay un momento en que ambos chicos se le sientan al lado y le piden
el cuento de Caperucita Roja.
Quinientas veces les conté ese cuento dice el abuelo. No menos de
quinientas.
Por la cara y el tono de voz, seguro que no está exagerando con la cifra. Me parece que
ahora está un poco irritado. Los niños insisten. Por fin el abuelo resigna por unos
momentos la lectura del diario.
Está bien, les voy a contar el cuento de la prima de Caperucita Roja.
¿Tenía una prima?
Muchas primas. Muchísimas primas tenía esa señorita. Esta prima de que les hablo
lucía exactamente el aspecto de la Caperucita Roja del cuento que conocen y además
tenía el mismo nombre. Se la pasaba trotando y trotando por el bosque, siempre de acá
para allá, siempre de un lado para el otro. Tenía un trotecito muy llamativo con su
pollerita corta que se le subía y se le bajaba todo el tiempo.
¿Y el lobo feroz?
Ahora viene lo del lobo. Esta Caperucita llevaba bajo la ropa un cuchillito bien
afilado. Un cuchillito de acero sueco bien templado. Y no era fácil engañarla con el
viejo truco del lobo disfrazado de abuela. En realidad nadie lo logró jamás. Ella a los
lobos los detectaba a distancia. Los olfateaba. Había aprendido docenas de maneras de
eludirlos y de confundirlos. Con esta Caperucita los lobos no tenían ninguna chance. Y si
en algún momento se veía realmente en apuros, ahí nomás sacaba a relucir la hoja
plateada de su pequeño puñal de acero sueco bien templado y con un movimiento rápido y
generalmente también elegante hería justo en el lugar donde más duele. Después se
disculpaba porque era una niña bien educada y retrocedía unos quince o veinte pasos
antes de pegar media vuelta y marcharse siempre trotando y perderse entre los árboles y
los arbustos y las flores del bosque. Esto de retroceder no se sabe si lo hacía para
disfrutar un poco del dolor de su víctima o simplemente para no darle la espalda
demasiado rápido y correr el riesgo de un contraataque. La cuestión es que a esta altura
ya no quedaba lobo feroz que no llevara en el cuerpo, en el corazón y en la memoria la
marca de por lo menos una herida. Pero aquéllos eran lobos obstinados, no se resignaban y
se la pasaban inventando estrategias para sorprenderla y mantenían reuniones y
organizaban convenciones y discutían largo sobre el tema. La historia se repetía y los
lobos siempre terminaban pasándola mal y con una nueva cicatriz ahí donde suelen verse
brillar las estrellas de mayor tamaño.
¿Dónde es que suelen verse brillar las estrellas de mayor tamaño? pregunta
el nieto.
Cuando pasen los años y crezcas ya te vas a enterar le contesta el abuelo.
¿Y qué más? pregunta la nieta.
Y así, mientras el bosque se estremecía larga y lúgubremente con algún nuevo
aullido de dolor, Caperucita seguía saltando de acá para allá y recogía moras y otras
frutas silvestres y cantaba una cancioncilla cuya letra variaba cada vez aunque se apoyaba
en el mismo pegadizo estribillo: Soy la bonita Caperucita del bosquecito y tengan cuidado
con el tajito de mi cuchillito.
¿Y el resto de los animales qué hacían? pregunta la nieta.
El resto de los animales, cuando la veía llegar con su pollerita corta que siempre
se le subía con los saltitos, solía decir: ahí viene la nenita del trotecito caliente,
mejor miremos para otro lado así no corremos el riesgo de que nos tiente.
¿Y eso qué quiere decir? pregunta el nieto.
Quiere decir que no hay que interrumpir a la gente que está leyendo el diario. Así
que ahora se me van a jugar al arenero y se quedan ahí, hasta que los llame.
El abuelo me mira buscando solidaridad y yo apruebo con un grave movimiento de cabeza.
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