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Una enfermera y un doctor dialogan en una escena de una obra de teatro titulada The Day Room escrita por un escritor norteamericano llamado Don DeLillo: "La enfermedad en sí misma no es algo insalubre. Nos reponemos de una enfermedad", "La enfermedad no es el mal. La enfermedad es apenas un síntoma del mal", "Hablamos de estas cosas porque el lenguaje en sí mismo se vería terriblemente empobrecido si no tuviéramos enfermedades de las que hablar". "¿Nunca han oído a un paciente juguetear con la terminología de su enfermedad?", "Se vuelven expertos en una noche", "Se sienten como en casa dentro del lenguaje de su enfermedad", "Es su enfermedad después de todo", "Les encanta explicar la terminología a quienes los visitan", "Tenemos que nombrar estas diferentes condiciones a medida que aparecen y proliferan". "Tenemos que diseñar un corpus de palabras tan vívido y horripilante como las condiciones que intentan describir", "Si la gravedad de la enfermedad no se ve reflejada en la terminología, entonces el paciente se siente estafado", "Tenemos que estirar el lenguaje hasta el punto de desgarro a medida que la gente va descubriendo nuevas formas de morir". Perfecto. De acuerdo. Sí, sí, y claro que la guerra tal vez sea --seguro es-- la enfermedad más definitiva que puede llegar a contraer el ser humano. Y, sí, claro, otra vez: la guerra obliga a aprendernos toda una terminología, a volvernos expertos en una noche, a adquirir y diseñar un corpus de palabras tan vívidas y horripilantes como la condición que intentan describir. Recuerdos de cuando, ahí abajo, en los bares y en las plazas, todos eran Patton y todos decían pucará o Goose Green o Exocet con la misma familiaridad con que se dice choripán, inflación o desaparecido. Acá arriba, en el Extranjero, la cosa es un poco diferente: hay una memoria genética del lenguaje de la enfermedad de la guerra, una resignada aceptación de que se trata del mismo tumor de siempre sólo que cambia de idioma y de lugar. Volver a encontrarse, ugh, con ese viejo e indeseable conocido en una calle cuando llueve. Y en el Extranjero llueve desde siempre. Algunos detalles interesantes de la patología que, sin embargo, merecen ser consignados: como estamos en guerra, el mundo desaparece. La sección internacional de los diarios --súbitamente fundiéndose con la nacional-- es nada más que guerra permitiéndose el detalle de alguna postal extraterrestre: el telescopio espacial Hubble ha localizado el objeto celeste --denominado simplemente Galaxia A-- más distante del universo conocido. Lejos. Aquí, cerca, en los parques y paseos se alzan tiendan iguales a las de los campamentos de refugiados "para que sepamos cómo viven". Nos volvemos expertos en una noche, estiramos el lenguaje hasta sus límites y la otra noche, en San Sebastián, Bob Dylan le arrancó al baúl de sus canciones una ominosa versión de "Masters of the War". Dylan lanzaba los versos como si los escupiera y los versos no habían perdido nada de su furiosa actualidad porque --en lo que a la guerra se refiere-- los principios de los 60 son exactamente iguales a los finales de los 90: la guerra es una idea anticuada donde el armamento es lo único que se moderniza, una vieja forma de morir que se las arregla para volverse novedosa una y otra vez. Y, claro, cuando el mundo está en guerra, la Argentina se pierde en ese espacio donde ni siquiera el Hubble puede llegar. Los e-mails de amigos hablan de sus cosas, asuntos que podrían transcurrir en Kamchatka o en el centro mismo de la Galaxia A. Sé --me contaron-- que se cayó el ascensor del edificio donde yo vivía y que, por fin, se estrenó la colosal The Big Lebowski de los hermanos Coen. El resto de la supuesta realidad patria es niebla. Lo último que supe fue algo de un general paraguayo. ¿Sigue ahí? ¿Ya hace frío? ¿Hay clima electoral? ¿Qué hace Menem que todavía no se ofreció a mediar en Yugoslavia, eh? La televisión local sólo me informa de las idas y vueltas del Piojo López y de las posibilidades de que Palermo venga a jugar a un club español. ¿Y quiénes serán los grandes escritores internacionales que este año --deporte auténticamente nuestro-- volverán a no ir a la Feria del Libro de Buenos Aires? ¿Y a qué mesa redonda me habrán invitado sin preocuparse en consultarme? (Aprovecho estas líneas pera avisarle a los desorganizadores del asunto que no, no voy a poder ir). Así estamos: el para mí novedoso lenguaje de la guerra se superpone a otros dialectos más entrañables, quién en su sano juicio puede leer el diario en una computadora, y la versión local de CQC no hace reír a nadie o, por lo menos, a mí. Mientras tanto y hasta entonces --falta cada vez menos para el año 2000 y el fin del mundo, marca Nostradamus-- aquí la guerra está en todas partes: en noticieros largos y demasiado bien filmados, en los temblores que uno cree sentir en las piernas, en el cielo cuando nos informan que nuestro avión saldrá con retraso porque el espacio aéreo está siendo utilizado por sólidos bombarderos fantasma, en la onda expansiva del miedo de esta realidad enferma que es, apenas, un síntoma del mal. Vivimos en terapia intensiva, silencio hospital y --ya que estamos-- ¿volvió Mirtha Legrand a la televisión?
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