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UN INFRACTOR FUERA DE SI PRENDIO FUEGO a UNA GARITA DEL STO
“Dame el auto o quemo el boliche”

Enojado porque la grúa se había llevado su auto, que se había quedado sin nafta, Cristian Irigoyen prendió fuego a una casilla de la playa de infractores. Y también a dos policías.

Como no le daban el auto sin que antes pagara la multa, el conductor la emprendió contra la garita.
Con un bidón de nafta también le prendió fuego a un sargento, que fue internado con quemaduras.

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Por Horacio Cecchi

t.gif (862 bytes) –Vengo a buscar mi Sierra –dijo el joven a uno de los dos cajeros nocturnos de la concesionaria de parquímetros y cepos STO, en la playa de infractores ubicada junto a la Feria del Libro.
–Con el DNI, tiene que abonar la tasa de acarreo. Son 56,70 pesos –fue la respuesta de rutina.
–No pago nada. Si no me das el auto, te quemo el boliche –insistió sin ortodoxia el dueño. No le creyeron. Dos segundos después, Cristian Irigoyen, de 25 años, levantó el bidón de nafta que estaba pensado para recargar el Sierra, lo volcó sobre el mostrador y cumplió su advertencia. Después corrió al playón, roció con combustible otro auto, le prendió fuego a un sargento, quemó el suéter de un oficial y se hizo humo. Sin el Sierra, por supuesto, que sirvió para identificar a su conductor. Ocurrió ayer, a las 0.10. Quince horas después, el piroinfractor adujo, según la policía, “problemas familiares” y se presentó detenido.
Alrededor de las 23.30 del miércoles, el Sierra 2.3 gris que conducía Irigoyen tosió y se quedó inmóvil sobre la mano izquierda de Libertad al 1000, entre M.T. de Alvear y Santa Fe. No tenía más nafta y el tanque de gas estaba presuntamente vacío, a juzgar por el cartel que Irigoyen dejó manuscrito sobre el tablero. “Sin combustible”, se podía leer del otro lado del parabrisas. Siempre según el cartel, Irigoyen salió en busca del líquido y vital elemento. Al rato, después de llenar un bidón con nafta, regresó al lugar, pero el Sierra no estaba.
A las 0.10, minuto más, minuto menos, Irigoyen entró en las oficinas del STO ubicadas sobre el inmenso playón de estacionamiento de Figueroa Alcorta y Pueyrredón, a escasos metros de la Feria del Libro. Lo atendió uno de los dos cajeros del turno noche. En la casilla trabajaban, además, dos operadores de radio, un supervisor, y montaban guardia un oficial y el sargento Enrique Lousto, de Policía de Tránsito. “Se lo veía muy calmo, nadie pensó que iba a hacer lo que terminó haciendo”, dijo a Página/12 Graziella Franzese, encargada de las relaciones institucionales de STO. “Venía con un bidón en la mano. Pidió su auto y el cajero le contestó que debía pagar la tasa de acarreo. Amenazó con quemar la oficina, pero nadie creyó que fuera cierto. Acá muchos protestan, gritan, pero pagan y no pasa nada. Esta persona debería haber comentado que se quedó sin nafta, pero no dijo nada. El auto lo dejó de la mano izquierda, debería haber puesto las balizas reglamentarias, llamado a un auxilio mecánico y regresar en el menor tiempo posible. La infracción es muy seria”, subrayó con aire de docente la vocera.
Después de una breve discusión del tipo “no pago nada”, “no te llevás el auto”, “te quemo el boliche”, “hacé lo que quieras”, Irigoyen levantó el bidón y transformó en actos sus palabras, a la vez que el STO quedó por primera vez en sus nueve años de concesión como la víctima de la película. Mientras que los empleados no tenían ni tiempo para dudar e Irigoyen salía corriendo después de prender fuego al mostrador y la alfombra del local, el sargento Lousto y el oficial salían de la piecita del fondo a cerciorarse si pasaba algo extraño. A todo esto, Irigoyen ya había dado la vuelta y enfilaba hacia el Duna blanco de uno de los policías, estacionado junto a la oficina. Echó nafta sobre el baúl y lo encendió. Pero no tuvo demasiado tiempo porque Lousto y el oficial, extinguidor en mano, le pisaban los talones. Entonces, en una maniobra difícil de describir, el infractor habría arrojado el bidón en llamas contra el sargento, provocando quemaduras de primer grado en sus brazos, manos y muslos, y daños considerables en el suéter del oficial. Acto seguido, y sin esperar la devolución del Sierra, el joven se lanzó en rápida carrera atravesando el playón y desapareciendo en la oscuridad, ante la mirada absorta y alguna que otra sonrisa identificatoria de los escasos transeúntes que pasaban por el lugar. “Se organizó una profunda búsqueda”, informó posteriormente la policía, en base al detalle del cuatro puertas que había dejado abandonado Irigoyen en el playón. Los federales aseguraron que se estrechó “el cerco” en la zona de Villa del Parque, donde correspondía la patente del Sierra, hasta obligarlo a presentarse, aunque durante toda la mañana un abogado habría negociado por teléfono la presentación de su cliente. A las 15.15, el conductor del Sierra apareció con su defensor en la seccional 19ª, de Charcas y Anchorena, y quedó incomunicado hasta ser indagado por la jueza María Cristina Bértola. “Dijo que tiene problemas familiares. Parece que el padre está gravemente enfermo. Aunque eso no es excusa para lo que hizo”, aclaró el comisario de la 19ª, Jorge Silveyra.
Hoy, Irigoyen será indagado por la magistrada. También lo aguardan las pericias psiquiátricas que determinarán si para la ley es o no inimputable. La causa fue caratulada como “tentativa de homicidio, incendio y daños”. Si la jueza entiende que hay suficientes elementos como para considerar que el detenido estaba en sus cabales, Irigoyen enfrentará una condena de entre dos años y ocho meses como mínimo, hasta un máximo de 12 años y medio.

 

Un negocio llevado en grúa

Apenas asumió Fernando de la Rúa como jefe de todos los porteños, se lanzó a una cruzada liberadora de los contratos negociados en la era Grosso. Entre ellos, las dos empresas de grúas, cepos y parquímetros, SEC y STO, concesionarias del servicio desde 1990. En octubre del ‘96, el jefe del Gobierno anunció públicamente que se iba a despachar con las dos empresas, “que hieren la sensibilidad de los porteños al afectar sus libertades”. Se refería a varios casos de acarreos con personas incluidas que terminaron en la Justicia y que derivaron en fallos adversos a las empresas. El primero en 1991: Gabriel Tol acusó a STO de “abuso de autoridad” y ganó. El policía y los dos empleados de la grúa fueron condenados. Pero lo que más molestaba a De la Rúa eran los términos de la concesión. El canon percibido por la comuna es de 16 mil pesos anuales, contra una ganancia que en aquel momento alcanzaba los 7.208.000 pesos. De la Rúa intentó suspender el servicio tres meses. Las empresas reclamaron 200 mil pesos de indemnización, y el Gobierno recurrió a la Justicia. Todo en vano. La pulseada la ganó el cepo.

 

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