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Por Hilda Cabrera
La Carmen que sugiere Távora, director creador de la ópera andaluza que se presenta hasta el domingo en el Luna Park (y que el 27 y 28 estará en Rosario), no confunde enamoramientos con emancipación. El acercamiento al mito parece surgir de la necesidad de resguardar algunos valores: el derecho a la vida, por ejemplo. En la escena quinta --de las dieciséis que componen este espectáculo de música, baile y cante--, una seguirilla relata tiernamente el rescate de la mujer, herida en una redada de gitanos, hecha por soldados. Su "salvador" es el navarro Don José, soldado de dragones. Es entonces cuando la bella voz de una de las cantaoras cuenta: "Jería de muerte,/caía en el suelo,/Dios se lo pague a los sordaítos/que la arrecogieron." Távora ha confiado poder expresar entrega, anhelo, sometimiento, celos, venganza, dolor y desesperación con un "vocabulario" corporal y musical que tal vez parezca insuficiente, no porque le falte expresividad y arte al elenco, sino por la mezcla que hace de algunos tramos de la historia española. Confusa tal vez para el público local, que, de todos modos, tiene la oportunidad de seguir lo que acontece si lee previamente el programa de mano. Sucede a propósito de la escena-homenaje a Rafael de Riego, por ejemplo. Se trata aquí del general asturiano que, junto con el coronel Quiroga, proclamó la Constitución de 1812, y que, derrotado por las tropas de la Santa Alianza, fue capturado en un cortijo de Jaén, trasladado a Madrid y ahorcado en la Plaza de la Cebada el 7 de noviembre de 1823. Esta dramática secuencia se complementa con la ejecución del Himno de Riego (adoptado por la República de 1931 como Himno Nacional), y por las animadas bulerías que retrata a las cigarreras como mujeres de "revueltas laborales". En ese marco, tan fuertemente hispánico, la inclusión --a través de una banda grabada-- de unos pocos fragmentos de la ópera de Bizet (entre otros, la seductora "habanera") implica una concesión. De todas formas, La Cuadra de Sevilla, que desde hace más de veinte años dirige Távora, podría bastarse con su música, incluida las procesionales, para mostrar --como pretende-- otras facetas de Andalucía. Inventor de una atrapante escritura escénica, Távora recurre a lo que de epopeya tiene la historia de los andaluces: sugiere una capacidad de lucha y de resistencia ante una injusticia radical oculta en los pliegues del poder. No descuida tampoco esa cultura que, tal vez por estar constituida por expresiones populares, parece construida al azar, y conserva una particular fascinación por lo abismal de la tragedia. De ahí quizás el hecho de que el amor --que se presenta aquí de a caballo, porque el amante es domador-- puede ser una trampa dual, curiosamente trágica y festiva. La tauromaquia misma toma en esa secuencia forma circense. Lo prueba incluso el entusiasmo que despierta la aparición en escena de un jinete a caballo (el picador, amante de Carmen). Esta secuencia arranca aplausos a una platea que se regocija ante las habilidades de un purasangre que "baila", acompañando los giros y repiqueteos de Carmen, la cigarrera, a la que Távora, sin que medien otras palabras que las de las cantaoras, quiere mostrar como símbolo de ideales libertarios.
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