|
Por Cecilia Bembibre Me acuerdo de la primera vez que leí a Borges, y que me quedé como suspendido, flotando, sintiendo que estaba no en un vacío sino en un universo que no podía definir. Era una sensación extraña, de estar en otra sintonía. Esa fue una experiencia muy valiosa, que he tratado de conservar a través de los años, y que la transmito a mis estudiantes: que lean y se dejen leer por la obra. Años de minucioso trabajo sobre los textos del autor de Ficciones le dieron a Jaime Alazraki otra mirada. Cuando llegó a los Estados Unidos vive en Nueva York en 1962, acababan de publicarse en inglés los dos primeros libros de Borges. La coincidencia le permitió seguir de cerca el crecimiento del escritor argentino en el mapa literario de los norteamericanos, desde que la revista Time lo nombrara el genio desconocido hasta el interés masivo que llevó al crítico George Steiner a afirmar que, al ver la cantidad de textos de o sobre Borges publicados por semana en revistas de divulgación, uno tiene la impresión de que Borges es el más norteamericano de los escritores norteamericanos. Alazraki fue amigo personal del escritor, y firmó ensayos como Borges y la cábala, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, y Versiones, inversiones, reversiones. Esta semana llegó a Buenos Aires invitado por la Fundación El Libro, para participar del encuentro homenaje a Borges, en cuyo marco concedió una entrevista a Página/12. ¿Cuál fue su primer acercamiento crítico a la obra de Borges? Cuando quise expresar todas las ideas sugeridas a través de la lectura de sus libros, me di cuenta de que era muy difícil. Adopté los caminos de la estilística y del formalismo ruso, para estudiar los temas fundamentales de su obra y los recursos de estilo de que se vale para dar vida a esos temas. Era una época en la que la estilística como método literario estaba en boga. Y Borges es el gran estilista de la lengua, creador de una lengua nueva. Podemos medirlo en las palabras de Fuentes, que ha dicho que sin el estilo de Borges no habría novela hispanoamericana contemporánea. ¿Cómo fueron los encuentros que mantuvieron? Lo conocí personalmente en el primer simposio que se hizo en los Estados Unidos para estudiar la obra de Borges, en la Universidad de Oklahoma, en 1968. Borges todavía tenía un gran vigor físico, una incansable voluntad de caminar. El volvía de un viaje en Israel, y le pregunté por sus impresiones. Quise saber si lo habían llevado a una ciudad al norte de Galilea, donde vivieron los cabalistas del siglo XVI. Y él me dijo No. Me llevaron a ver una fábrica de jabón. Fue una muestra de su humor cáustico y agudo, era una forma de decir yo no puedo hacer nada, yo soy ciego, y adonde me llevan voy. Me llevan a ver idioteces como una fábrica de jabones y no a ver lo que seguramente me interesaba. Lo dijo sin ofender a nadie, que era su forma de criticar. Borges tuvo en esa ocasión una conducta ejemplar: se sentaba en la primera fila y seguía con la cabeza todas las ponencias. Algo que nunca ocurrió con otros escritores invitados: en el dedicado a Cortázar, Cortázar no asistió a ninguna de las ponencias sobre su obra y en cambio se fue a ver un partido de béisbol. ¿Cómo influyó su contacto personal en el estudio de la obra de los escritores argentinos a los que se dedicó? El contacto personal con un autor no tiene que interferir con la precisión crítica de su obra. Influye en el sentido en el que uno conoce al ser humano que está detrás de esa obra, al ser humano que está detrás de ese monstruo. En mi caso ha servido siempre para confirmar intuiciones que yo tenía. Cortázar es una persona que en su relación personal tuvo mucho humor, y una gran calidad humana, y esas cualidades están presentes en sus escritos. De la misma manera Borges es un animal intelectual en el sentido metafísico de la palabra. ¿Qué difusión tiene Borges en Estados Unidos? En los Estados Unidos también hubo un boom de Borges. En los departamentos de literatura comparada sobre todo, pero a veces más allá de ese ámbito. Se lo tomó como exponente de la literatura del agotamiento, un concepto desarrollado por John Burns, que designa el fenómeno de una literatura que ya ha usado todos los temas en alusión a los novelistas del siglo XIX y que vive ahora del agotamiento, de la creación de obras originales cuyo tema fuera demostrar la no necesidad de la originalidad. Ese es el tema de Pierre Menard, autor del Quijote. La literatura del agotamiento ya estaba en Borges, aunque él después se enojara y creyera que lo que Burns quería decir era que ya no hay más de qué escribir. ¿Cómo definiría el atractivo de la obra de Borges para los lectores estadounidenses? Borges creía que la tradición del escritor argentino no terminaba en el Martín Fierro, sino que era toda la tradición occidental. Tenemos que sentirnos en casa con todos los temas, porque podemos abordarlos inclusive con una ventaja que los europeos no tienen. Y es que no somos europeos. Esa es una de las claves que el lector norteamericano encuentra en Borges, la experiencia europea. Pero Borges es profundamente argentino hasta en su cosmopolitismo. ¿El mito en torno de Borges genera más distancia con los lectores? Borges tiene la ventaja de que se puede gozar a muchos niveles. Sí, el gran público puede tener acceso. Los reparos con que se aborda la obra de Borges son una actitud no conducente. No hay que tener miedo de ningún escritor. Si uno no lo entiende, llegará un momento en el que esas dificultades se llegarán a aclarar, y habrá una ventanita por la que entrar a la cámaras más profundas de la misma obra. Quizás el gran público no lo goce en la mayor parte de sus registros, pero va a encontrar una dimensión en la cual la obra se impone a pesar de sus dificultades para ser entendida. No hay por qué vedarlo. El lector medio llegará, y sin duda encontrará muchas felicidades que espera a todo lector en el fondo de uno sus cuentos. El problema, yo diría, no es tanto Borges. El problema son sus lectores.
|