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ENTREVISTA A UN GRUPO DE CHICOS QUE ROBAN
"Con el arma no le tenés miedo a nadie"

Son siete. Todos han manejado armas, algunos llegaron a disparar. Tienen entre 12 y 22 años e historias parecidas: desamparo, abandono, padres que los golpeaban, droga. Aquí hablan de cómo se metieron con las armas y el robo. No ven otra historia posible: “Así es la vida del vago”, dicen.

Boom: “Un pibe llevó una 22 y quise sentir el boom ese que sale. Tenía 9 años, agarré y disparé. Parecía un cohete. Era fácil, cualquiera lo puede hacer”.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes) Javier sopla fuerte una velita celeste.
–Ehh, pedí un deseo –reclama un nene.
La vela de sus 12 años vuelve a prenderse. Javier sopla fuerte la vela y, enseguida, su bolsita cargada de poxirán. Alrededor se canta el feliz cumpleaños. Cuando era más chico, Javier se coló por la ventana de un primo: “Le saqué el revólver –dice– y me fui a robar”. Carlos tenía dos años más cuando el gatillo quedó trabado en su arma. Lo mantenía contra la cara del chico de una Honda. Su revólver no echó ningún disparo, quedó paralizado como su cara ahora cuando lo cuenta y dice “por suerte” con voz de nene grande. Javier y Carlos aceptaron contar su historia a Página/12 junto con otros cinco chicos. Integran las estadísticas de menores involucrados en delitos. Algunos crecieron en villas miseria, otros en casas de clase media baja. Roban o robaron. Unos dispararon, pero todos manejan armas. En la mayoría, el desempleo de los padres prologó maltratos y abusos que los decidieron a escaparse. Para sobrevivir están obligados a aprender códigos de mafias. Convivir con la muerte, como con el mejor juguete.
Carlos mastica un pasto finito. Lleva visera y pelo largo y negro colgado atrás. Por un acuerdo con él y los otros chicos en la nota no tienen sus nombres originales. Carlos habla del viejo: “Era re-facho, rezarpado”. Su papá era marino en la ESMA, aunque él hace cinco años no lo ve. Del uniforme un día desprendió un arma, parecida a la que después iba a echar en la cara del chico montado a una Honda. El revólver no pesaba. Después descubrió otro en la casa, una 9 milímetros que llenaba el lomo de una Biblia: “La típica –dice–, tenía dos hojas nada más”. En su casa existieron gritos que no precisó descubrir. Aparecían cuando su papá volvía pasado de copas y descargaba golpes en la mamá y el hermanito más chico. Por eso, a los siete se fue. Quiso llevarse a la madre pero no pudo. La visitaba de vez en cuando pero siempre le resultaba más difícil enfrentar al padre.
Carlos: Creo que a los 14 ya le empecé a hacer frente. No quería que tocara más a mi vieja. Una vuelta lo iba a matar. Si tenía una pistola lo mataba. Agarré un cuchillo, no me importaba nada y encima yo carburaba: “Yo lo mato, igual salgo”. Era menor.
Carlos tiene espalda ancha y la altura similar a Tato que prefiere esquivar frío en un pasamontañas azul oscuro. Lleva un buzo embolsado, como esa porción de poxirán que va escalando desde el fondo de una bolsa hasta hundirse en su nariz chatita. La bolsa está guardada bajo el buzo. Tiene 19. Desde hace días, el encierro de una amiga no lo deja dormir. A ella la llevaron por drogas, y Tato, como hace con todos, se encarga de los trámites. Lo hizo cuando vio que Chino salía sucio de un tren: viajó desde Misiones escondido en un eje, entre el vagón y las ruedas. De pantalón cortito se había metido ahí. Viajó desde las cinco de la tarde de un día hasta las dos del otro. Llegó sucio. Después rió, había dejado el pueblo donde lloraba cada vez que llegaba a casa con el guardapolvo.
Chino: Cuando volvía mi padrastro me enchastraba la cara ... ¿viste la mierda que desechás cuando estás lleno de la panza? Con eso.
Cuando Tato lo vio en la estación lo encerró en un baño del tren. Lo lavó, le dio un pantalón nuevo, medias, zapatillas y comida. Hoy los dos están juntos. Están todos menos Patito. Tato se estira el ojo con un dedo y dice que ahí justo le pegaron el tiro a Patito y por eso no está con ellos. Y ésa es la historia del “chorro”, dice Tato. Como la suya.
Tato: Tenés tu fierro para zafar. Vos tenés tu plata y tenés que tener tu vicio. La joda del vago es así. Un fierro ahora debe estar un palo setecientos (170 pesos). Podés conseguir un 22 por 20 pesos, pero con un 22 ¿qué vas a hacer? Nada.
–Probaste otros.
–El mejor fierro es la Itaka o la pajera como le dicen, la Fal: tum, tum. Te sirve para robar a recaudadores. Sale 3, 4 lucas, capaz. La comprás en el metegol. En la villa, del transa, o conseguís por ahí. Si alguno está fisurado, viene y te empeña el fierro para tomar merca. Si en cambio vos necesitás guita, empeñás el caño a un transa. Después se roba y vamos y le retiramos el fierro.
Pueden combinar con un adulto el préstamo de un revólver y entregar después parte de lo robado. En el ‘96 el Ministerio de Justicia registró como tendencia en aumento el homicidio entre jóvenes y menores sin antecedentes. En general, las primeras armas las consiguen en sus casas. Como Carlos, cuando desprendió el revólver del tapado de su papá marino. Después de fugarse de ahí alternó circuitos entre una villa vecina, Once, Retiro. Pateó calles y también rompió persianas de kioscos en San Miguel y Ricchieri. Hoy tiene 22, igual que el número del calibre disparado por primera vez.
Carlos: Fue lo primero que tuve en la mano, íbamos a un campo. Un pibe llevó una 22 y quise sentir el boom ese que sale. Tenía 9 años, agarré y disparé. Parecía un cohete. Era fácil, estaba cargada. No pesaba mucho, cualquiera lo puede agarrar.
–Siguieron los robos con arma.
–Sí porque era el amansa-locos. Y con eso en la mano no le tenés miedo a nadie. Después vas creciendo y te das cuenta de que, con esa arma, si te enfrentás con alguien y tiene una más poderosa, lo que tenés vos es un poroto.
–¿Dónde la comprás?
–En la villa, la misma gente. La pedís prestado para ir a trabajar. Vienen un par de giles, les decís quiero comprar un arma o quiero vender y te llevan al transa. Comprás y ofertás. Es mejor comprar armas porque ya estás encañado, así si tenés que laburar no tenés que pedir nada.
Las transas
Después de la primera descarga en el descampado, Carlos tuvo “una 32 y una 38, y un par de cañitos más modernos”, dice sin explicar. También consiguió una réplica. Como la que guarda en secreto, y por si acaso, otro chiquilín de 16. Las réplicas son fáciles de obtener y baratas como esos juguetes que, según Chino, tienen los otros chicos. Esos que tienen “papás con firmas y con direcciones. Que viven arriba, donde te piden estudios para trabajar”.
Carlos: En zonas de chetitos, les mostraba la réplica y se la comían, se meaban encima. Una vuelta hicimos un XR100 (moto), en una plaza. Fui con otro pibe. Le puse el caño al de la moto y le dije dámela: “Sí loco, pará –me dijo–. Paraaá, pará”. Porque la moto tenía un pañuelito John L. Cook: “Me lo regaló mi novia”, decía. A mí me dio un no sé qué, y se lo estaba desatando. Pero mi compañero me dijo: “¿Qué hacés, pelotudo? Vamos a zafar”. No se lo di.
El destino de la moto fue un trueque. A él le dieron 500 pesos para cocaína. Si tenía muchas ganas de drogas el precio de la compra bajaba. El transa especula también con eso, cuenta. Los robos de Carlos seguían el ritmo del consumo. Un día se le ocurrió no vender las motos. La nueva casa de la madre sirvió de “aguantadero”. A ella le decía que las reparaba. El dueño de una XL lo vio y lo denunció. Carlos lo supo a tiempo para deshacerse de la moto. La policía se llevó a su compañero: “El chabón perdió (cayó) –dice– y se hizo cargo solo. Lo reverduguearon y nunca me mandó preso”.
Cuando siempre se pierde
Hay vínculos distintos con el robo. Los más chicos suelen trabajar en bandas de pares. Roban bicicletas, pasacasettes, taxis o algún kiosco. Los mayores pueden sumarlos, pero les destinan trabajos calculados como más simples: colarse por un hueco abierto de algún kiosco o como campana. En ocasiones los envían como carteros para trasladar un arma o droga. Hay códigos de lealtad inviolables. Uno es la cobertura legal que garantiza un menor en una banda. Si la policía intercepta el trabajo de la banda, es el menor quien debe declararse culpable.
Tato: Si yo voy a laburar y soy menor, sé que si cae el mayor, y lo agarran con un fierro, va hasta las bolas y yo me tengo que hacer cargo. Yo voy a un instituto y zafo. El no, ya va a penal, así es la cuestión.
El chico de gorro de lana pasó tres semanas encerrado. Era el único menor de su banda formada por tres. Compró el arma que un amigo había usado para matar. Tato y sus compañeros no lo supieron hasta enfrentarse a la policía:
–Ese fierro tenía muerte. Me hice cargo, si no me hacía cargo, chau, andate de la villa. Nos agarró un patrullero, de ahí a Quilmes. Como yo era el más pillo les dije a los otros dos: “Bueno, muchachos, me hago cargo yo, váyanse. Cualquier cosa, de la muerte me hago cargo yo”. La policía me llevó a revisión. Y si nosotros llegamos a decir que estamos golpeados por la policía, ellos vienen y nos cagan a palos de vuelta o nos hunden: nos meten causas o cualquier cosa.
Los escruchantes
Vito zigzaguea la bici, como siempre. Después de varias vueltas los frenos clavan las ruedas al cordón. No se baja. Mientras mantiene equilibrio con la pierna flaca, cuenta de un chico que hasta hace tres días era dueño de esa bici. Tiene 15, tres más que Javier, su hermano. También el más chico da vueltas, pero no de bici sino con porciones de torta de cumpleaños.
Javier: Afané el caño de mi primo, se lo saqué y me fui a robar, después me cazó mi hermano, me cagó bien a piñas. Le di el caño a mi primo y lloré.
El hermano de Javier sigue montado en la bici playera. Hace días fue internado por sobredosis de pastillas. Tomó 50. Una después de otra, todos calmantes para muelas. Ahora mantiene la cara rígida, perdida en el cemento de contacto. La bici la consiguió en un barrio “lindo”.
Vito: Le dije a un pibito: “Bajate de la bicicleta”. No me la quería dar. Agarré, le metí un cachetazo y me la dio. Empecé a dar vueltas y salí de vuelo con la bici.
El dueño de la bici gritó y el ladrón chico se fue. Ahora no está nervioso. En el suelo queda hecho un ovillo y llora. No habla y nadie pregunta. Tiene un montón de manos agitándole el pelo. Alguien dice en voz alta que Vito llora porque él también cumplió años y nadie se acordó. Fue hace siete meses, pero igual su hermano y unos amigos le dicen que lo van a festejar. Javier tiene raspadas las muñecas. Otro explica que cada lastimadura fue dibujada por esa furia que gana el cuerpo después de las drogas.
Javier: Yo lo primero que robé fue un estéreo. Ibamos a romper los vidrios de los coches con unas bujías con piedritas de agua, colábamos (entraban por la ventana) y sacábamos el estéreo. Ibamos y lo vendíamos.
–¿Te dio miedo?
–Un poquitito. Pero no como con la alarma del coche, cuando me empezó a correr el chabón. Y después, otra vez cuando un maldito hijo de mil puta me empezó a correr con una escopeta.
–¿Qué hiciste para que no te agarraran?
–Me fui corriendo, me mandé para la villa y de la villa me fui a tomar merca a la casa de un amigo mío.
Los escruches son manotazos, el modo ganar plata rápida y sin demasiada exposición. Entre los chicos de la calle son los más comunes, como los arrebatos. Un kiosco es buen objetivo, saben que hay plata pero también figuritas y caramelos. Tato empezó con escruches. Ahora, aun con el gorro de lana, atropella imágenes en la memoria. Reventó kioscos, vidrieras y eso es escruche:
Tato: Robábamos, sacábamos la plata, le sacábamos todas las cosas, cigarrillos, caramelos. Ibamos mirando kiosco por kiosco. Iba un día uno una semana, el otro la otra semana, así.
–¿A comprar?
–A comprar. Después ya lo ibas carpeteando (controlando) a ver cómo estaba la plata, para ir ya a robar. Si íbamos a robar entre dos o tres y traíamos dos bicicletas, cuatro o cinco estéreos, después lo vendíamos a 20 pesos, 15 para ya tener nuestra comida y nuestra merca. Nuestro vicio. Para seguir jodiendo toda la noche.
El dedo en el gatillo
Los escruches crecieron. Cuando Carlos busca motivos del salto entre un atraco menor y uno de más exposición y dinero, habla del consumo de drogas. Para Tato es distinto. Bajo el gorro de lana filosofa sobre eso que llama la vida del pobre, los chumbazos entre bandas de la villa, la pollería fundida donde trabajaban sus padres y un cuchillo grande. El mismo que el padre le mostraba a su mamá antes de golpearla. Esa misma mamá que Tato ahora se mete a buscar en un cementerio. El participó en bandas, tiene la huella de un disparo en un tobillo y otra más densa hundida en la memoria.
Tato: ¿La vez que disparé? –se pregunta– Le di en las gambas, en las gambas le di. Ahí calculás que le podés dar en la cabeza, en el corazón y ahí lo podés matar y después ... después te andan buscando.
–¿Qué se te pasa por la cabeza cuando pensás si matás o no?
–Ahí te jugás la vida. Pensás ... no sé. Se te cruza el diablo en la mente. Es como jugarte, estás jugando vida o muerte.
El pibe se mueve, aspira rayas amarillas del hule y sigue. Se acuerda de un mercado. Cuando entre cuatro metían caños y gritaban: “Todos al suelo”. Luego se recogía plata y mercaderías. Pero había gente nerviosa que también gritaba y ahora Tato tiene los gritos todos juntos encerrados bajo el gorro:
–La lastimábamos también a la gente, la hacíamos sufrir. Le poníamos el caño en el pecho, en la cabeza le poníamos el caño. Si gritaban decíamos: “Quedate quietita o te desnuco”. Un montón de veces me sacaron. Yo no sé, ahora la gente acá dice que se roba mucho. Yo no quiero saber más nada, quiero salir de la droga, del robo.
Tato habla de un cóctel de pastillas y cerveza como estimulante usado antes del mercado. Nadie pregunta motivos para el robo. No existe un momento donde se piensa que algo posible es distinto. Su diálogo está recortado por flashes de disparos, peleas entre bandas y palizas de la policía. Siempre fue así. Siempre. Tato dejó la villa. Para zafar y porque lo buscaban. Ahora de vez en cuando tiene dónde bajar cajones de verdura y le pagan. Cuando no, revuelve basura. Esa carrera por la vida o la muerte no se detiene. En la cabeza de otro chico hay imágenes aceleradas del día. Es Pedro y cuando piensa en matar o no, se dice: “Veo todo esto ahora y dentro de un par de meses no lo veo más”. Nunca se para a pensar. “Hacé de cuenta que vivo el día –sigue–, cuando me drogo pienso que me va a hacer mal pero todo esto es por nuestros padres.” Dice que su viejo no existe. Un rubiecito de visera deja la mirada suspendida en el aire. Con una mueca busca el grabador, quiere dejar un mensaje:
–He sufrido tanto. Si no fuera por mi viejo yo no estaría acá. Mi vieja cuando apenas me tuvo ya me tiró a un tacho de basura. Yo soy un chico solo: porque no tengo familia que me quiera. A mi papá lo mataron. Estuve en la calle desde chico, pasado de agua, bajo lluvia. Las madres, que tengan un corazón grande con los hijos, para tener un hijo hay que tenerlo y valorarlo.
Tiene 16.

 


 

EL DELITO JUVENIL NO AUMENTO
El debate de los números

Por A.D.

t.gif (862 bytes) Un nene repasa figuritas. Está en un hogar para chicos de la calle. Pidió refugio porque delató a sus compañeros de banda. Detrás, un locutor monocorde diserta desde una radio sobre inseguridad y chicos violentos. Nadie lo escucha pero la discusión sigue en la radio y por fuera. Página/12 consultó a jueces, asesores en minoridad y funcionarios sobre los menores y el delito. No existen estadísticas actualizadas que justifiquen la onda expansiva del incremento de delitos juveniles, aunque algunos jueces indican que sí aumentó la violencia. Según datos del gobierno porteño, las contravenciones por portación de armas disminuyeron en el ‘98, respecto del ‘97 y este año hubo sólo cinco casos, en los que algunas armas eran de juguete.
El último relevamiento del Ministerio de Justicia es de 1997 y faltan datos de Jujuy y Salta. Ese año los delitos con intervención policial de menores de 18 fueron 35.138. De ellos, 13.193 tienen menos de 16 años. La mayoría acusados por acciones contra la propiedad: 22.833 en total.
Para rebatir el vínculo desempleo-delincuencia, Gerardo Codina, asesor en Niñez y Familia del Frepaso bonaerense, asegura: “En la provincia hay 400 mil pibes sin estudio y no son delincuentes. Toman cerveza, piden, prepotean pero para la percepción social es síntoma de algo raro. Los que delinquen son sólo 30 mil”. El juez de Menores, Néstor Cámere coincide en que “sin tener en cuenta estadísticas, el número de causas se mantiene constante, lo que cambió es la cualidad. Hoy de cada diez chicos, recibo siete u ocho con armas aunque sólo un 3 o 4 por ciento dispara”.
En el ámbito porteño, la red de Defensorías de Menores hizo un informe sobre pedidos de defensa de los chicos. Los datos niegan el incremento de delincuencia. María Orzenigo, directora general de la Familia y el Menor, dijo a Página/12 que “no hay ninguna publicación estadística que indique un incremento de delitos entre los chicos”. Los pedidos de defensores para infractores penales se mantuvieron mientras que disminuyeron los de delitos donde está en riesgo vida o salud de personas. Se compararon datos del ‘97 y ‘98: los pedidos fueron 7,6 por ciento y 4,5 del total, respectivamente. De este universo, los casos que ponen en riesgo la vida de las personas, que mostrarían el aumento de violencia, indican: 12 por ciento en 1997 y 8,2 en 1998. El año pasado las contravenciones por portación de armas fueron 25, y 5 en el primer trimestre de este año. Noris Piñata, coordinadora de la Red, asegura que cada tres chicos hay sólo un arma.
Frente a este encuadre, el juez de Menores Julio Bardi rechaza la modificación del Código para aumentar el límite de inimputabilidad: “No se puede aumentar el límite si todavía no se aplican las leyes actuales como corresponde”. Bardi asegura que en el sistema de institutos de menores “son contados los casos en que el resultado final es la recuperación”.

 

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