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Por Irina Hauser y Laura Vales ![]() La peluquería de Dora es una habitación más de una pensión ubicada a la vuelta del shopping del Abasto, en la que viven sólo inmigrantes oriundos de República Dominicana. La mayoría son mujeres, una ínfima porción de las 4500 que llegaron en los últimos 18 meses desde Santo Domingo con visa de turista y una promesa de empleo pero que terminaron como prostitutas. Les pagan una miseria y las explotan. Así lo denunciaron tres chicas ante la Justicia local. La investigación puso en la mira a funcionarios de Migraciones con cargos de responsabilidad en Ezeiza, Aeroparque, Córdoba y Mendoza y se estudia el papel de una decena de policías de la Federal. Pero además, en la causa que lleva el juez Pablo Bruno, se acumulan evidencias de que la Argentina es parte de una red internacional de trata de blancas que tiene conexiones en Europa. Dejé a mi madre, mi padre y mis dos hijos de cuatro y seis años en Dominicana. Quiero volver, pero todavía no puedo. Un fiolo me robó el pasaporte, se llevó mi plata y mi ropa, se queja Karen al girar 180 grados para mirarse en un espejo oscurecido por la humedad y en el que hay un papel que dice cerveza a $2. Usa zapatos con plataforma de goma, una remera azul eléctrico y un par de calzas negras en las que engancha su teléfono celular. Toda una artillería que conquistó en los casi dos años que lleva en Buenos Aires. Ahora trabajo en un departamento de Flores donde hay 32 chicas de mi país cuenta. Saco 40 o 50 pesos por cliente y así llego a sumar unos 4000 pesos por mes. Sé que hay algunas que andan cobrando cinco pesos o menos pero nos arruinan el trabajo a todas. ¿Ustedes no serán policías?, duda una mulata bajita que no para de acariciarse los pantalones elastizados que hacen juego con una musculosa de satén gris y un enorme colgante redondo que amaga con perderse en su escote. Su seudónimo es Michelle y dice que tiene 23 años. Fotos no, advierte con un alarido e incrusta su cabeza en un secador de pie. Más tarde confesará que la policía la detuvo cuatro veces. La última fue por Recoleta. Me exigieron que los acompañara. ¿A dónde chico?, preguntaba yo. Me llevaron a un calabozo, me manoseaban todo el tiempo, y me mostraron una especie de cama de cemento. Ya había como diez policías. Me querían hacer el amor para dejarme ir rápido. Si quieren páguenme 30 pesos cada uno, les dije. Pero ellos no querían pagar más de 15. Aunque empezaron trabajando en saunas, las caribeñas dicen que prefieren los departamentos privados o caminar la calle, porque los chulos argentinos son unos ladrones amigos de la policía. En un boliche de La Pampa cuenta Michelle conseguí juntar 1200 pesos. Cuando había pasado un mes el dueño me dijo que vaya a la comisaría, que me iban a arreglar los papeles para no estar de ilegal. Cuando llegué los policías me estaban esperando para detenerme. Al final, los del sauna se quedaron con mis 1200 dólares y me dieron solamente 50 pesos para que volviera a Capital. Las dominicanas parecen tener muchas experiencias en común: cuentan que dejaron hijos en su tierra, hipotecaron sus casas o se endeudaron para pagar el pasaje a la Argentina, y que una vez que llegaron no tuvieron otra salida que la prostitución. Sus familias no conocen su ocupación real. Además, aunque ellas no lo digan, siempre hay alguien que vigila sus pasos. Así quedó en evidencia cuando este diario intentó ingresar a un edificio antiguo, en Corrientes al 1200, que está repleto de inmigrantes. Un hombre que dijo ser inquilino pero oficiaba de campana preguntó de mala manera por el motivo de la visita. La palabra dominicanas bastó para que unos minutos más tarde dos cuarentones vestidos con jeans y camisas de marca, acompañados por dos perros enormes, se abalanzaran con un tono más agresivo: ¿Qué buscan?, interrogaron. Bajo la mirada inquisidora de los tres personajes, cada una de las mujeres que entraban se negaron a hablar. Once de la noche. En el sector más oscuro de Plaza Once unas veinte mulatas aguardaban el paso de algún cliente en potencia para acercársele a charlar. Vine porque me prometieron casa, comida y un trabajo de 800 dólares al mes como empleada doméstica. Todo era mentira, relata Lucy, una esbelta jovencita de pelo semiondulado hasta la cintura, labios carnosos pintados de rojo shocking y ojos cargados de un azul haciendo juego con su jean. Y aquí estoy, sin un peso se lamenta, qué más quisiera yo que volverme a mi país. Lucy es una de las pocas inmigrantes que admite haber caído en una trampa. Ninguna de las chicas va a reconocer que fue engañada, es que tenemos miedo, susurró una de las inquilinas de la vuelta del Abasto al despedirse. Las dominicanas no dan nombres ni pistas de por qué y a quién le temen. En un principio explican con desenfado que eligen la Argentina porque es el lugar más fácil para entrar y se puede hacer dinero rápido. Después se quiebran cuando en su propio relato queda en evidencia que están siendo explotadas. Y ante la insistencia, murmuran que eso es trabajo de los argentinos.
LA POSICION DEL SINDICATO ARGENTINO DE
MERETRICES Por I.H. y L.V.
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