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Una antigua magia, que no puede explicarse

Bob Dylan concluyó su gira por España, con Andrés Calamaro dándose el gusto de ser el “número soporte”. El maestro lo llenó
de orgullo, mencionándolo como su amigo, "el rey del ritmo"

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Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona


t.gif (862 bytes)  “Yo lo estamos extrañando”, dice Andrés Calamaro sobre el escenario del Palau Esports. Es la última fecha del Don’t Be Late Tour que el argentino abrió en España para Bob Dylan. Fueron once conciertos febriles -seguramente la gira más larga que haya realizado por cualquier país que no sea el suyo– y Calamaro se despide luego de dar por terminada “su participación subalterna” pero exitosa. Los seguidores de Dylan empezaron desconfiando de esa especie de clon acústico y argentino pero terminaron queriéndolo como a un amigo. Dylan también. Y ahora Calamaro se despierta uniendo “Flaca” con “Canal 69” luego de que todo el estadio cante “Te quiero igual”, el corte de promoción de Honestidad brutal, que salió aquí ayer lunes. “Fue una gira de puta madre y hay un antes y un después de ella, como siempre. Próximo número: Moisés”, se despide Calamaro. Y las luces se encienden para volver a apagarse y aletear, estraboscópicas, mientras Dylan y su banda toman por asalto el escenario sabiendo que no encontrarán resistencia alguna. Son las 22. Honestidad puntual.
LOS DYLANITAS. Esta larga gira ibérica fue también el sueño hecho realidad de otros, además de Calamaro: los dylanitas. Tribu de nombre bíblico que sigue a sol y sombra a su profeta con prepotencia de Antiguo Testamento. Ingleses, yanquis, alemanes, australianos, el Arca de Noé con una tripulación digna de Babel: la peseta ayuda, España en primavera vale la pena y el cocktail se les hace irresistible. Dylan en gran forma: arrancando acústico para terminar eléctrico, bailarín, sonriente y siempre al frente con una guitarra eléctrica y malvada ofreciendo repertorios que varían de noche a noche pero que, por una vez, no se relamían en la maldad del desconcierto. Hubo de todo y para todos: grandes hits interpretados de una manera nueva pero reconocible, joyas exóticas para el fan-de-luxe, covers imprevisibles que iban de Buddy Holly a Grateful Dead y –lo más importante– un Dylan de excelente humor dispuesto a divertir y a divertirse con la felicidad de quien volvió de la muerte. A Dylan, de cerca y ahí arriba, se lo ve en estado. El rostro como un mapa de piedra, vestido con la elegancia de un cowboy de medianoche, los ojos entrecerrados por la miopía. Sus caprichos de hoy son la felicidad de siempre: “Just Like a Woman”, “It’s All Over Now, Baby Blue”, “Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again”, “Higway 61 Revisited”, “Mr. Tambourine Man”, “Lovesick”, “Tangled Up in Blue”, “Four Times Around” aparecen y desaparecen de ciudad a ciudad manteniéndose como única fija una ominosa “Masters of the War”, como si hiciera falta recordar que gira ahora por un continente otra vez en guerra. Estos son, apenas, unos minutos necesarios y oscuros en una fiesta que no cesa por dos horas y que es festejada por un público que va de veteranos a niñas que ya querrían los Backstreet Boys para su harén.
MOVIMIENTO PERPETUO A Dylan le interesó aclarar, más de una vez, que el Never Ending Tour terminó. Según le dijo al escritor y periodista David Gates –en una entrevista que fue tapa de Newsweek y que celebraba la salida de Time Out of Mind– el Never Ending Tour fue producto de un ataque de pánico y crisis que lo obligó, por buena parte de los ‘80 y los ‘90 a girar sin descanso y noche a noche como forma de exorcizar sus demonios y, a fuerza de repetición constante, volver a creer en sí mismo y en sus canciones. Dicen que se enfureció al ver los pósters españoles que lo anunciaban como, todavía, víctima del Never Ending Tour y mandó a tachar o imprimir de nuevo. Pero una cosa es cierta: el Don’t Be Late Tour está protagonizado por alguien muy seguro de sí mismo y de su obra “Beware of Dog”, se lee en un cartel sobre su rack de guitarras a un costado del escenario. Pero no hay nada que temer: Dylan es un perro que ladra y que muerde pero nada más a los que lo molestan. Hace poco, en una entrevista con un periodista australiano, se rió de los que se la pasanqueriendo explicar la sencillez de lo inexplicable: “Toda esa gente interpretándome como si mis shows fueran un misterio para la humanidad... Me pregunto si no tendrán algo mejor que hacer. En realidad es tan simple. Se trata de tener clara la arquitectura de una determinada canción. Su médula. Cantarla. Y voy a hacerlo mientras me dejen y me voy a seguir divirtiendo. Seguro que si uno se divierte es más que probable que se diviertan los demás. Por eso mantengo mis conciertos... No están adulterados, ni diluidos, ni ahogados en mezclas raras ni en proyecciones ni en gritos. Son muy simples y por eso no se los puede clasificar. Se apagan las luces y yo salgo y canto. Después salgo del escenario. Después vuelvo a salir para los bises. Después salgo y me subo a un ómnibus”.
EL VIVO BOB. Before the Flood, Hard Rain, At Budokan, Real Live... Con las honrosas excepciones del cristalino Unplugged y el histórico y ya mencionado The “Royal Albert Hall” Concert, los discos en vivo nunca le hicieron justicia a Dylan por la sencilla razón de que a Dylan hay que verlo en vivo y, de ser posible, de cerca. Comprender cómo trabaja. Sin lista ni planes previos. Navegando más por estrellas que por brújula y conversando con los músicos antes de arrancar con el siguiente tema provocando, así, el efecto de estar leyendo un concierto, de estar adentro de la banda, de ser cómplice del delito. Sus conciertos son interactivos pero imposibles de programar. Cualquier cosa puede ocurrir: desde el reto en público al baterista David Kamper a la confusión del nuevo guitarrista Larry Campbell cambiando tres veces de guitarra en una canción mientras Dylan lo mira de reojo con una sonrisita torva.
FIN DE LINEA. Ha llegado el momento del adiós. Los dylanitas se despiden hasta la próxima y corren a sus sites de internet para agregar la lista de canciones del show. El detalle final fue un bis con “Blowin’ in the Wind” y “Like a Rolling Stone”, un premio para los adoradores y, también, una forma de decir gracias. Así, los últimos quince minutos del show de Barcelona estuvieron marcados por una suerte de Génesis y Apocalipsis en stereo y en simultánea con buena parte del público agarrándose la cabeza. Después, Dylan se acercó al borde del escenario, estrechó manos, ejecutó un puñado de reverencias, presentó a su banda y, con una sonrisa de navaja, agregó en español, señalando a un costado del escenario: “Y allí el rey del ritmo: mi amigo Andrés Calamaro”.

 

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