¿Y quién era ese Costantini? se preguntaba un
pelado, para responderse: No debe ser muy importante porque la hicieron corta.
El hombre hacía estos comentarios mientras se atosigaba de empanadas en el buffet del
centro cultural de Avenida La Plata 2193, en el corazón de Boedo. Desde la salita se
escuchaba la voz nasal de Humberto Costantini, que recitaba Yanquis hijos de
puta, una de sus poesías, y un centenar de vecinos escuchaba como si estuviera en
misa.
Cacho Costantini se murió hace doce años pero su voz le hacía un chiste a la muerte
desde una grabadora casera y entre los presentes se encontraba Nela, que fuera su primera
mujer y madre de sus hijos, y la escritora Marta Nos, su última compañera. También
estaban los tres hijos, había Madres de Plaza de Mayo, el ex diputado de la APR Héctor
Sandler y amigos de la juventud y del exilio y gente del barrio.
Después de putear a los yanquis, Costantini recitó un memorándum donde explicaba las
cosas que necesitaba en la vida y una poesía donde decía que se había vuelto inmortal.
Hasta se lo podía imaginar sentado con la camisa fuera de los pantalones, buscando el
pañuelo en el bolsillo trasero para limpiarse la nariz goteante mientras recitaba. Cacho
murió a los 63 años en 1987 y lo que resulta difícil es imaginar cómo sería ahora a
los 75, un tipo sanguíneo, peleador y discutidor, al que le gustaba hablar de amigos, de
política y de minas, andar en bicicleta y encontrarle grandeza a los mortales comunes.
Los muchachos del centro cultural se engancharon con Costantini porque dicen que es un
escritor maldito porque ha sido silenciado y olvidado, muchas veces hasta por sus mismos
colegas. Cacho escribía sobre las cosas comunes, desde el Che, hasta Estudiantes de La
Plata, Gardel, Pichuco, los conventillos de Buenos Aires, los clubes sociales y culturales
y sus peñas literarias. En ese sentido era lo menos maldito que se le pueda ocurrir a
nadie. No era un tipo torturado con una obra críptica. Sí es cierto que por esa pasión
no fue bien considerado por muchos de los escritores cultos. En su vida y hasta en su
aspecto físico, era una especie de antítesis de Jorge Luis Borges. Ambos tenían el
mismo traductor italiano, que una vez los presentó. Borges le dijo en esa ocasión que le
hubiera gustado escribir Háblenme de Funes, uno de sus cuentos. Cacho era
apasionado en todo, en política, en literatura, y criticaba a Borges, pero al mismo
tiempo lo respetaba y contaba esa anécdota con orgullo.
En muchos de sus trabajos, Cacho describe los barrios de Buenos Aires como si fueran
lugares de encuentros mágicos, donde los dioses del Olimpo condescienden a entrometerse
con los mortales. En el panel del homenaje estaban sus dos compañeros de la juventud, el
médico y escritor Ernesto Fasceto y el poeta Julio César Silvain, además del
historiador Norberto Galasso y yo, que fui amigo de Cacho en el exilio mexicano.
Silvain contó una anécdota. Resulta que hace 45 años, un muchacho que estaba haciendo
la colimba en Palomar leía un cuento de Costantini mientras volvía en tren a Retiro.
¿Le gusta lo que está leyendo? le preguntó otra pasajera. Sorprendido, el
muchacho dijo que sí y por qué se lo preguntaba. Ah, porque es un gran
escritor respondió la mujer. ¿Usted lo conoce?, Sí, y mi
marido, que también es escritor, es muy amigo suyo. Silvain explicó que la mujer
de esa anécdota era su esposa, pero que él no conoció esa historia hasta diez minutos
antes cuando, en el entreacto del homenaje, se le había acercado el ex conscripto, ahora
con 65 años, a contársela. A Cacho le hubiera gustado esa anécdota donde, como uno de
sus dioses olímpicos, había sido el arquitecto invisible de una convocatoria que
atravesaba 45 años en la vida de sus personajes y se consumaba doce años después de su
muerte.
Y como si eso fuera poco, se daba el gusto de reunir a toda esa gente en un club de Boedo
para escucharlo, convirtiéndonos a todos en protagonistas de esos climas mágicos de
barrio que tanto le gustaba comunicar. No podía ser en el Opera con un gran equipo de
sonido y la presencia del jet set.Tenía que ser en un club de barrio, con una grabadora
caserita, y con amigos y vecinos. Y además, tenía que suceder algo que fuera como el
comienzo de uno de sus cuentos. Y seguro que al pelado que se atosigaba de empanadas lo
puso para disimular, para esconder la mano del autor. Después de todo se trataba de su
propio homenaje. A lo mejor, en el próximo borrador lo saca.
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