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Por Carlos Polimeni En algún momento de los 80, luego de un ataque de pánico, Bob Dylan decidió que su mejor medicina era comenzar una gira sin fin, de una actuación tras otra, una tras otra, hasta encontrar bálsamo en la repetición, la tranquila cadencia del movimiento perpetuo. En 1999, en medio de una conflictiva situación personal, que la vida hizo pública, Andrés Calamaro acaba de publicar un disco doble que parece inspirado en la misma idea: encontrar reparo en la hiperactividad artística, consuelo en la creación de una canción tras otra. Brutal honestidad es un viaje por el ánimo de un músico en estado de crisis, que duda de todo, y por eso, se aferra a su artesanía. Son 37 canciones de cien posibles a lo largo de un año de vivir de estudio en estudio, de ciudad en ciudad, grabándolo todo como estrategia de supervivencia. El resultado es devastador. Son dos horas y media de pedazos fragmentados del espejo en que se mira Calamaro a la hora del aparente final de una pareja que no supo cuidar. Brutal honestidad es exactamente la antítesis de El amor después del amor, el compact que en 1992 catapultó a Fito Páez al corazón de las masas. Brutal honestidad es el horror después del amor, la sensación de un ser humano ante el abismo de la soledad no querida. La asunción, ante un público masivo, de un error íntimo, que no tenía por qué ser revelado, pero produce voyeurismo. El viaje a que invita el músico argentino más exitoso del último lustro es también, en buena medida, la exposición de una psiquis en problemas. La brutalidad, plantea, es un derecho que tienen algunos sistemas nerviosos frágiles. La mayoría de los adjetivos posibles para definir una obra muy difícil de asir le cabrían a la emotividad de Calamaro por estos meses. Brutal honestidad es un disco excesivamente confesional, evidentemente tóxico, insomne, doloroso, soberbio, onírico, excesivo, carnal, autocomplaciente, atormentado, en muchos momentos genial, en algunos pocos por debajo de lo esperable en un número uno entre los artesanos de canciones. Los que se entusiasmaron con el lado blanco de Calamaro, la superprofesionalidad de Alta suciedad, su entrada al olimpo de las ventas, encontrarán en Brutal honestidad una especie de cachetazo. Aquel autor inspirado y riguroso está en la antesala de éste, pero éste parece no tener lugar para sutilezas ni tiempo para el trabajo de orfebrería. Eso, empero, parece resultado de una decisión artística, no de una falta de autocrítica o de carencia de recursos técnicos. Calamaro parece haber querido grabar una serie de canciones en parte muy crudas porque ése es su estado de ánimo. No le interesa tanto la plata o el prestigio, que ya los tiene, subraya en el impresionante, y terminal, tema Nueve horas, sino la posibilidad de que con sus lágrimas otras personas lloren. El fluir libre de su conciencia, trabajando sobre estados alterados, como una experiencia transmitida al público casi sin intermediación (la técnica excesiva sería una, gravosa). Por donde se le entre, el Apocalypse now! de Calamaro impresiona a full. El lado 1 comienza con El día de la mujer mundial, una canción de rabia mordida, con un público avisado de que esta vez la derrota va en serio: Quien escribirá la historia/ de lo que pudo haber sido/ yo que soñaba despierto/ ya no sueño dormido./ Con quién estará ahora/quién te va a dar de comer/en el día mundial de la mujer, masculla su voz áspera mientras un nudo de guitarras lo ataca por la espalda, lo empuja hacia adelante. El lado 2 empieza con No tan Buenos Aires, una obsesiva canción de 7 minutos y medio, que en buena parte está planteada como una postal de la Argentina del menemismo. Apocalipsis now/el lado invisible/del sueño flexible/de la Argentina mundial, define una letra cruzada de imágenes fortísimas, que puede tomarse como aperitivo de Clonazenapán y circo: De qué país estoy hablando/las neuronas van marchando/mucho traje de fajina/pero sobra cocaína/Y con el precio que tiene/este lugar me conviene/gente fina delincuente/algunos ya diputados/y brindo pornosotros/los tarados/que les pagamos./ Antes pueblo/ahora gente. Antes lucha/, ahora circo. El poeta fértil desbocado, y dispuesto a escupir sentimientos, para sacarse la bronca de adentro, desparrama en este claro modelo para armar canciones que de haber sido el proyecto de un solo disco lo hubiesen convertido en antología. La parte de adelante y La parte de atrás, casi la misma canción dos veces, el samba Los aviones, El tren que pasa, Negrita, Te quiero igual, Prefiero dormir, Veneno, Mi propia trampa, Voy a dormir, además de las mencionadas, serían primera selección de cualquier interesado en el mejor formato pop, a esta altura de la evolución de los géneros. Eso por no hablar de Con abuelo, un homenaje al gran Miguel Abuelo, que sólo su discípulo podría haber escrito. Y qué, quizá, jamás querría haber escrito. Una sensación muy tangible de muerte y desamparo habita todo el disco, y esta canción es paradigmática de esa línea conceptual. Nacimos desorientados/ y nos educaron como tarados, ha dicho poco antes el autor. Uno de los problemas de Honestidad brutal, además del de su volumen, que en el fondo de la historia puede jugarle a favor, es que por momentos parece proponerse a sí mismo como obra maestra. Está como demasiado seguro de su importancia, algo nuevo en la prolífica carrera de Calamaro, que tiene veinte años ya y está colmada de buenos momentos artísticos. Eso, a su vez, produjo una especie de delirio de una porción importante de la prensa especializada que corre carreras contra nadie en el afán de publicar antes lo que no tiene sentido si no se publica bien dándole pátina de genialidad a una obra que reclama mucha audición antes de aceptar juicios. Y que en definitiva será juzgada por el público, como ocurrió, de modo más que evidente, con toda la trayectoria del músico, sobre todo una vez que eligió irse a vivir a España, hace una década, para poder seguir haciendo canciones sin morirse de hambre. Es posible que en la expuesta hiperactividad de Calamaro, que tiene 63 temas más grabados para este proyecto por eso deliraba con un disco quíntuple, para horror de Warner haya un mensaje por elevación para aquellos con cuya talla se siente compitiendo, allá arriba en la lucha por los sitiales teóricos de los grandes de la historia. Que mostrar este juego sea denunciar hace cuánto que otros no componen canciones que la gente recordará. Dejar sentado que creativamente es dueño de un presente envidiable, mientras otros talentos languidecen, permanecen ocultos o están en pausa. El riesgo, en este caso, sería el de la sobreproducción: demasiada información junta puede equivaler a ninguna información. Pero es un riesgo que cualquier autor de canciones correría gustoso, si pudiera. La mejor canción es la que se muestra, no la que permanece en secreto. Cualquiera sea el destino comercial de esta obra conceptual concebida entre vigilia y vigilia de un sueño que nunca llega quedará como una pieza de resistencia en la carrera del tipo que antes se ponía al descuido el traje de eterno perdedor del pop made in Argentina. Como en Piano bar de Charly García, Privé, de Luis Alberto Spinetta o Ciudad de pobres corazones, de Fito Páez, el dolor empujó al autor a terrenos en que cualquier ser humano debe reconocerse desnudo y cada uno se las arregla como puede. Calamaro no pudo expresar su dolor secamente, en un formato chico (la síntesis nunca fue su fuerte) y así legó este ladrillo a su público, muy crecido, y claramente a la expectativa. La cantidad de letras demoledoras y la cantidad de canciones envidiables redondean un trabajo que le da sentido a la palabra excepcional. Confesional, tóxico, insomne, doloroso, soberbio, onírico, excesivo, carnal, autocomplaciente, atormentado, Brutal honestidad está ahí para ser explorado como la crónica de una temporada en el infierno, firmada por un tipo que un minuto después se va hacia ningún lugar, con un bate de béisbol como bastón, anteojos muy oscuros que no dejan ver su rostro, y un aura de maldición siguiéndole los pasos.
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