La defensa de las poblaciones civiles y de los valores
comunes a las democracias parlamentarias: ésa es la justificación oficial de las
incursiones de la OTAN. Justificación humanitaria (alto a la masacre) y moralizadora
(nuestros ideales). ¿Quién puede oponerse? Es la gramática aséptica de la era
poshistórica. Nuestros portavoces no hablan de política, y menos aún de historia. El
discurso de la OTAN va y viene entre la exacción puntual garantizada por la pantalla (el
techo que se quema, la mujer que huye, el niño que llora) y la altura de los principios
universales.
Esta combinación maestra lleva el sello del modelo norteamericano de política exterior
que Europa ha hecho suyo: el idealismo moral y la superioridad técnica (el wilsonismo
más el Tomahawk, por así decirlo). El derecho fija la norma, las máquinas hacen que se
respete. Esquivar la política a través de la técnica, y evitarse las gravedades y
complicaciones del pasado con la conquista del espacio, de una a otra frontera (caballo,
coche, avión, cohete), son los dos mitos que mueven la Odisea norteamericana.
La historia y la geografía nunca han sido un problema para esta tierra prometida, que,
desde el principio, era un destino, pero no un pasado. Sus primeros ocupantes se
instalaron en un espacio vacío, o, cuando no lo estaba lo suficiente, limpiado con el
Winchester, purificación étnica sublimada por la imagen de la conquista del Oeste. Nada
de vecinos amenazadores. Los territorios fronterizos se compran: Luisiana, Alaska,
Oregón, Florida.
Por lo que respecta a la religión del derecho, allí es un justo homenaje al origen. La
Constitución ha precedido a la Federación norteamericana, que existe gracias a ella, de
ahí que sea sagrada. En Europa, el código y la historia han tenido que llegar a
compromisos, porque la historia estaba allí antes: en Estados Unidos, el código,
contrato adoptado ante Dios, ha precedido al acontecimiento y ha hecho la historia de los
hombres. Como es sabido, para un creyente (¿y qué Estado lo es más que ése?), entre la
resurrección y el juicio final no ocurre, en definitiva, nada serio.
Se puede decir que una cabeza se ha americanizado cuando ha sustituido el tiempo por el
espacio; la historia, por la técnica; y la política, por el Evangelio. Así aparecen
las poblaciones, como se llama a los pueblos aplastados, desconectados de su
pasado (enemigos hereditarios, epopeyas de fundación, lengua y religión) y, por lo
tanto, de su identidad.
Las poblaciones se descomponen, a su vez, en víctimas y en refugiados, cuando están del
lado bueno, del nuestro, y en elementos fanáticos e instigadores en el caso contrario. De
ello resulta una visión del mundo a vista de pájaro, en la que desaparece todo contexto
sociopolítico. Reducible a un mapa coloreado, como el que Clinton ha enseñado a sus
fieles para explicarles por qué vuelve a Yugoslavia.
Esta geografía unidimensional, porque carece de la profundidad del tiempo, es pura
abstracción. Más le hubiera valido, para ser concreto, enseñar la cronología regional,
un milenio de batallas, de mitos, de cismas y de enfrentamientos. Pero la televisión no
está hecha para mostrar lo histórico de las cosas. Una rapsodia de flashes emocionales
sin hilo conductor sustituye al encadenamiento lógico.
Estados Unidos cree que lo que fue bueno para ellos, la moral y la técnica, será bueno
también para los demás. Es normal: nunca ha captado bien la diferencia entre él y el
resto del mundo. Como todos los imperios, cree estar en el centro. Lo más curioso es que
los europeos aceptan ahora esta superstición. La información ocupa el lugar del
conocimiento; la imagen, el lugar de la síntesis, del análisis, y Halloween, el del Día
de los Difuntos. Es verdad que, orgullosos de su Manifest destiny, losnorteamericanos
siempre han sabido hacer de la redención moral un arma ofensiva y han sabido construir
las mejores máquinas.
El saber objetivo acumulado al fondo de nuestras cancillerías, siglos de tratados,
conferencias, y congresos almacenados en las bibliotecas, kilómetros lineales de
pragmatismos sutiles, de masacres paradas, de odios ancestrales mitigados o dominados,
expiran a los pies de una resplandeciente reportera-vedette de la CNN, musa del secretario
general de un State Departament omnipresente en la pequeña pantalla... Calderón perfecto
para una obra maestra melancólica titulada El crepúsculo europeo, que
habría podido firmar Spengler y llevar a la pantalla espléndidamente Visconti.
* Régis Debray es escritor y
filósofo francés.
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