La crónica roja da cuenta a diario de crímenes cada vez más
atroces y criminales más jóvenes. El último asesinato feroz en Palermo, según los
informes preliminares, fue cometido por un muchacho de 16 años, secundado por otros tres,
más chicos aún. La cascada sangrienta generalizó la sensación de inseguridad y las
voces que reclaman orden suben de número y volumen. Hubo un abogado que se atrevió a
pedir la formación de patrullas civiles armadas cada cuatro manzanas.
No siempre el orden implica seguridad. Durante los años del terrorismo de Estado las
fuerzas armadas y de seguridad cometieron diez asesinatos diarios, hasta completar las
treinta mil víctimas que denuncian para esos años los defensores de derechos humanos,
bajo la apariencia de una rígida disciplina social. Los medios de difusión masiva
tampoco informaban de esos horrores como lo hacen ahora, por diversos motivos, el
principal de todos la falta de libertad. El recuento no incluye los delitos
comunes.
En esta nueva ola hay ciertos rasgos que desconciertan a los que tratan de mirar el
conjunto, sin negar por eso la realidad de las tragedias particulares. Conviene
apuntarlos:
No hay noticias
del mismo auge en los mayores centros urbanos del interior, por lo menos en la proporción
que registran la Capital y el Gran Buenos Aires, sedes de los dos liderazgos políticos de
oposición con mayores chances de ganar las elecciones en octubre próximo.
La oleada
comenzó a levantarse después de la reforma policial bonaerense y de la sanción del
Código de Convivencia Urbana en la Ciudad. En ambos casos, sectores de las fuerzas de
seguridad presagiaron el auge delictivo como resultado directo de la aplicación de esas
normas, con las que discrepaban. Y acertaron.
En la mayoría
de los asaltos a locales públicos y residencias particulares, los bandidos portan armas
de grueso calibre, pero los proveedores de esa artillería no han sido localizados o
detenidos. Es habitual en todos los países del mundo que las policías sigan como rutina
el rastro de ese tráfico porque es una manera directa de vigilar la movida de los
ilegales. Aquí fallaron.
Nunca antes el
país había tenido un contexto social de tanta miseria generalizada y tan injusta
distribución de la riqueza. El 36,1 por ciento de los argentinos no puede comprar
una canasta básica de bienes y servicios valuada en 140 pesos mensuales, según el
Banco Mundial, una fuente insospechable para el Gobierno. La misma encuesta, anticipada
anteayer por este diario, detectó en la indigencia al nueve por ciento de la población.
Como no hay una relación automática entre pobreza y delito, el nordeste, noroeste y
Cuyo, que casi duplican en índice de pobreza a la Capital y el Gran Buenos Aires (29,3
por ciento), no registran ningún ranking criminal impresionante. ¿O será que suceden
pero nadie se entera porque allí las fuerzas de seguridad no están indispuestas con las
autoridades de gobierno?
Otro rasgo del
flujo criminal tiene que ver con la identidad de los culpables. Travestidos y prostitutas
eran los enemigos de la sociedad y la familia, hasta que se modificó el Código porteño
restituyendo las atribuciones policiales recortadas. No existen más en la información
pública. Luego, el liderazgo mafioso recayó en indocumentados de paísesvecinos, sobre
todo peruanos. Desaparecieron, después que Migraciones recibió amplios poderes. Ahora
son adolescentes en conflicto, consumidores de drogas ilegales (aunque el mayor problema
en ese sector es el alcoholismo), y con situaciones familiares irregulares.
¿Desaparecerían si reimplantan los edictos policiales, como pide el presidente Carlos
Menem?
Existe en la
sociedad la convicción sobre la impunidad de los poderosos pero no hay en la misma
memoria el registro de condenas ejemplares contra corruptos millonarios ni contra los
autores de crímenes aberrantes desde el Estado, equivalentes a las perpetuas que se
acaban de dictar contra tres muchachos que cometieron salvajadas imperdonables. Ese
mensaje puede satisfacer alguna circunstancia, pero en esencia refuerza una convención
tradicional, el hilo se corta por lo más delgado, desafiando a los que han perdido hasta
el sentido de sus vidas. La tormenta ética del presidente Menem no llega a
garúa: una oficina, donde hasta ahora hay constancia de tres funcionarios que declaran
los bienes que poseen al final de su gestión.
Ninguna explicación fácil alcanza para explicar el fenómeno. Tampoco las teorías
conspirativas, aunque las conjuras pudieran existir. En Estados Unidos, los adolescentes
que asesinan en masa, a sangre fría, no pertenecen a la marginalidad social y están
envenenados con ideologías pronazis, en lugar de alcohol y marihuana. Las respuestas
simples, del tipo más represión (legal y de la otra), son eso, simplezas,
nada más. Hasta las condenas, cuando son exageradas, pierden el efecto intimidatorio que
persiguen. Ni la pena de muerte alcanza, allí donde se aplica, según los datos de
estudios elaborados por expertos de Naciones Unidas y de organizaciones civiles.
Reemplazar la violencia criminal por violencia represiva termina por abrir nuevas heridas.
El reciente caso del muchacho que mató a la madre en Cañuelas es un trágico símbolo de
la ley del revólver. Sin embargo, el orden y la seguridad son necesarios. Nadie puede
sentirse satisfecho con este mundo de violencia y de disturbios, en que lo mejor de cada
hogar se agota en desesperadas ansiedades. Ahora bien, ¿cuál orden? Hay distintos tipos
de orden, según como se mire.
A lo largo de la historia, en el mundo entero, la noción de orden tuvo interpretaciones
bien diferentes. Promotoras de desórdenes, las revoluciones llevan implícitos principios
de orden. Albert Camus describió otra posibilidad: El rebelde que, en el desorden
de la pasión, muere por una idea que ha hecho suya, es en realidad un hombre de orden
porque ha ordenado toda su conducta según un principio que le parece evidente. Este
debate, por cierto, no es nuevo ni una consecuencia fatal de este fin de milenio, sino que
ha preocupado a muchos casi desde siempre.
Hace 55 años, el mismo Camus escribía en Combat algunas ideas que conservan vigencia:
No se debe exigir orden para gobernar bien, sino que hay que gobernar bien para
lograr el único orden que tiene sentido. No es el orden el que refuerza la justicia, sino
la justicia la que da su certeza al orden. Nadie tanto como nosotros puede anhelar este
orden superior en el que, en una nación en paz consigo misma y con su destino, cada uno
tendrá su parte de trabajo y de descanso; en el que el obrero podrá trabajar sin
amarguras ni envidia; en el que el artista podrá crear sin atormentarse por la desdicha
del hombre; en el que, en fin, cada ser humano podrá meditar, en el silencio de su
intimidad, sobre su propia condición. Si hay que luchar por algún orden, vale la
pena todavía que sea por un orden justo.
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