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LOS LIBROS MUERDEN

Por Susana Viau

t.gif (862 bytes) "¡Zas!", dijo Hebe de Bonafini e hizo un tajo imaginario con la mano. "Hemos cortado el cordón umbilical. Ahora es de ustedes". Después, la gente que se agolpaba en la puerta se apartó, hizo un estrecho corredor mientras ella encabezaba la entrada al local y quitaba el pañuelo blanco que cubría la placa del "Café Literario Osvaldo Bayer". La Librería de las Madres, sin permiso municipal, por cojones, había quedado inaugurada. Los vecinos de Hipólito Yrigoyen 1440 no decían ni pío por el tinglado desde el que cantaban León Gieco, Ignacio Copani y Jorge Marziali, amplificados por los equipos de sonido prestados por La Renga. Es cierto, tampoco protestaron por esos chicos de pelo largo y chamarras de combate que invadían sus umbrales. Mezclados entre los quinientos invitados que copaban la calle, el director Adolfo Aristarain con la guionista Caty Saavedra, su mujer, y Bruno, su hijo adolescente, el plástico Aníbal Cedrón, los músicos de la Bersuit Vergarabat. Fito Páez, Cecilia Roth y Norma Morandini habían adherido, pidiendo disculpas por no poder estar allí esa tarde del viernes. Otras caras, las que suelen asomarse a las ventanas del Palacio de la Despreocupación, el lugar donde la Pena tiene la entrada prohibida, habían faltado deliberadamente a la cita.

Un vez dentro, el pequeño ejército de Madres organizó la distribución de la comida, el vino y lasNa24fo01.jpg (5937 bytes) gaseosas. "Madre, por favor, ¿le alcanza algo de tomar a este chico?", pedían, apiñadas sobre la barra del bar. Estaban contentas; Hebe, eufórica pese al recuerdo reciente de Belgrado bajo las bombas. "Estoy ancha, ancha, no sé dónde termino", repetía, sin demasiado registro de la audacia que las llevó a bautizar el café con el nombre de un escritor vivo, por completo ajenas a que "anticiparse es ser perfectas". Bayer devolvió el homenaje con un texto cuidadoso, cortante, producto del entusiasmo por la inauguración de "una morada para los libros y el placer de la conversación" y del asombroso torneo de acusaciones que tiene como centro la palabra mentiroso, tal vez la más denigrante, junto a la de cobarde, en el ranking del honor militar. "Yo no fui/ Tú no fuiste/ El fue/ Nosotros no fuimos/ Vosotros no fuisteis/ Ellos fueron", conjugó un Bayer inesperado, que habló con reminiscencias de Jacques Prévert de los "generales cagones, los almirantes caguetas y los brigadieres cagatintas".

En los estantes de la librería había poesía y política, la pura subversión. Aunque era sólo el principio. El apogeo de la revuelta vendrá seguramente con los días, cuando se hayan ido los invitados y los chicos y chicas, iguales a los chicos y chicas que las hacían vivir con el alma en un hilo, se acerquen a revisar esos libros, aprendan a pronunciar los nombres caídos en desuso de Lukács, Luxemburgo y Bujarin; se inicien en el manejo de conceptos desprestigiados como valor, plusvalía, en sí, para sí, salario, capital; descubran qué pasó en París, en Shangai, en Petrogrado, en Hamburgo o en Moscú. Es decir, cuando gracias a estas señoras hilvanen el tejido rasgado en los 70 y resuelvan con la propia cabeza si fue tan bueno o tan malo ese percal. La oferta podría incluir --es una sugerencia-- lecturas heterodoxas. Oscar Wilde, por ejemplo. Quizás, "Una mujer sin importancia". En especial, aquel parlamento de Mistress Arbuthnot: "...para defenderte he tenido que mirar a la muerte. Para criarte, he tenido que luchar con ella. La muerte peleó conmigo por ti. Todas las mujeres tienen que luchar con la muerte para defender a sus hijos. Porque la muerte no tiene hijos y quiere los nuestros para ella". Es probable que las Madres no hayan leído aún a Wilde, pero no les hace falta para saber, como Mistress Arbuthnot, que la muerte no tiene descendencia.

 

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