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El testigo secreto

Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) George Steiner pregunta En el castillo de Barba Azul: “¿Por qué las tradiciones humanistas y los modelos de conducta resultaron una barrera tan frágil contra la bestialidad política?”. Se refería, claro, a las tradiciones culturales de Occidente y a la barbarie nazi, a la simultaneidad en el siglo XX de enormes avances científicos y tecnológicos y de no menos enormes genocidios, a “las relaciones internas entre las estructuras de lo inhumano y la matriz contemporánea de una elevada civilización”. Steiner no contesta esa pregunta, y uno de los elementos apasionantes de El testigo secreto es que los autores instalan al lector en las entrañas mismas del interrogante. Como ocurre con el periodismo literario de verdad, no sólo dicen lo que dicen: también dicen lo que callan.
El libro informa cumplidamente sobre hechos notorios y otros desconocidos que comienzan en la voluntad del juez español Baltasar Garzón de investigar el genocidio en la Argentina de la más reciente dictadura militar y que culminan –por ahora– en las órdenes de captura lanzadas contra conspicuos represores argentinos y en la detención de Pinochet en Londres y su aprobada extradición a Madrid para ser juzgado por sus crímenes. Pero el asunto de fondo es una lección acerca de cómo es posible la lucha contra la impunidad, a pesar de los obstáculos de todo orden con que esa lucha tropieza. De esto último, los argentinos –y los chilenos, paraguayos, uruguayos, bolivianos, kurdos y camboyanos, por ejemplo– sabemos bastante. Hoy lo saben también los serbios, como los panameños ayer. El mundo entero está enfermo de impunidad.
El testigo secreto, esa invención o hallazgo de dos autores que se funden en uno, ha visto cómo el deseo de justicia no sólo es inapagable: también transporta formas de la acción, de tramas complicadas y sujetas a empujones y presiones políticas, económicas y jurídicas de todo tipo. Es curioso –o no– que ciertos denostadores del aborto, como el presidente Carlos Menem, despliegan tanto interés activo en que aborte la causa contra los genocidas. Defienden la impunidad del asesino, rasgo que también es parte de las tradiciones de Occidente. Mediante una investigación ejemplar, este libro muestra las alternativas de esa puja en diversos terrenos geográficos y humanos: España, Suiza, Gran Bretaña, la Argentina y Chile, por un lado; por el otro, las relaciones entre genocidio e intereses económicos, las maniobras –incluso desde el llamado “progresismo”– destinadas a frenar o contener el empuje de Garzón, y todo lo que está en juego, no sólo en el plano del derecho internacional, para una humanidad cada vez más oprimida y cada vez más harta de esa opresión.
Bajo los bombardeos que matan civiles “por errores de buena fe”, lo conseguido por Garzón, los abogados de la Acusación Popular y tantos otros que apoyan ese empeño, puede parecer una victoria mínima. Pero es una victoria que cruza indemne los puntos finales y las obediencias debidas. Demuestra que la pelea entre la justicia y la impunidad, entre la memoria y el olvido, puede doblegar la lógica de los asesinos y reemplazarla por el derecho de las víctimas. Entre otros impedimentos, los genocidas padecen uno fundamental: no pueden hacer justicia, ajusticiar es lo que saben.
El año pasado declaré ante el juez Garzón y me dijo algo que marca su itinerario subjetivo: “Este proceso nos ha cambiado a todos”. También a algunos jueces argentinos, y eso cabe celebrarlo. Algún día se medirá en toda su extensión el peso de este juicio en la larguísima batalla de la humanidad contra su inhumanidad. No es pequeña virtud de El testigo secreto acercarnos esa dimensión al ubicar la pregunta de Steiner en términos concretos, que sangran todavía. El libro tiene otros méritos y quiero destacar uno que me parece principal: el relato. De centenares de fuentes leídas y consultadas, surge una narración sólida, interesante, surcada de raccontos y flashbacks cinematográficos que dan vida a recovecos y complejidades jurídicas que serían arideces si los autores no hubieran sabido dar forma al sufrimiento que subyace en los fallos de la Audiencia Nacional española, en los veredictos de la muy británica Cámara de los Lores y, desde luego, en las resoluciones de Garzón. Se habla mucho últimamente de que la historia es mera narrativa. Este libro da pie a una hipótesis diversa; la historia puede ser narrada para goce del lector.
Pero algo debo reprochar a Juan Gasparini y Norberto Bermúdez. Las chimenteras referencias al jamón de Jabugo, los pasteles de mazapán de Segovia, la mousse de hígado de pato con ensalada, el paté de mariscos con guarnición de garbanzos salados, las almejas y el langostino a la marinera, el lenguado relleno y la banda de chocolate y menta que alimentan estas páginas –para no hablar de los tintos, blancos, champañas y habanos Cohiba que las perfuman– entraron en duro combate gástrico contra mi gana absorbente de leerlas. No la vencieron y seguí pegado a la silla hasta el final.
(Leído ayer en la presentación del libro El testigo secreto, de Norberto Bermúdez y Juan Gasparini.)

 

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