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MESA
Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) Hay desconcierto en el bar. Las reflexiones de los parroquianos podrían resumirse más o menos así: “Los discursos de un lado de la vereda y los de la vereda de enfrente se parecen como gotas de agua. Para colmo se equivocan todo el tiempo y se nombran cruzados, anuncian como compañeros de fórmulas a sus adversarios y como adversarios a sus compañeros. A mí ya consiguieron confundirme. Te queda la sensación de que en realidad no hay diferencias entre unos y otros. Como los chinos, que son todos iguales. Si esto sigue así hasta octubre, con esta mescolanza y estas propuestas que parecen calcadas, vamos a estar todos tan mareados que no habrá forma de saber a quién votar. ¿Qué hacemos cuando entremos al cuarto oscuro? ¿Quién garantiza que las boletas están bien hechas y que el imprentero no sucumbió a la confusión general?”.
A esta altura interviene el Gallego:
–Esto me recuerda una historia que me contó mi abuelo, de cuando se casó con mi abuela. Resulta que en ese momento las autoridades del Ayuntamiento eran rechazadas por el pueblo entero. Había unos candidatos que se postulaban para reemplazarlos pero proponían prácticamente lo mismo. Y en los discursos de unos y de otros pasaban estas cosas de las equivocaciones. Un orador decía: “Yo siempre le pido a Paco, mi compañero de fórmula...”. Y lo interrumpían: “Paco no es tu compañero de fórmula, Paco es tu rival, tu compañero de fórmula es Pepe”. Y así todo el tiempo. La gente del pueblo empezó a mirarlos fijo y a pensar. Reflexionaron sobre el hecho de que los candidatos de ambos grupos eran casi todos medio parientes entre sí y los que no eran parientes eran socios en algún asunto o estaban por convertirse en parientes. Se decían: “Votamos, cambiamos de mascaritas, y otra vez sopa, siempre sopa, estamos podridos de sopa”. Decidieron no votar y no pagar más los impuestos. Dejaron de saludar a las autoridades y cuando tenían que pasar frente a la Casa de Gobierno daban un rodeo.
El primer problema que se les planteó y resolvieron por las suyas fue el de mi abuelo, que se había casado por iglesia pero no por civil. Como todos, mi abuelo no quería ni arrimarse al Ayuntamiento. Por lo tanto andaba penando porque no podía consumar su matrimonio. Hasta que un día, el herrero, que era un hombre decidido, acostumbrado a machacar el hierro en caliente, dijo: “Coño, no los necesitamos a ellos para nada, vamos a solucionar esto a nuestra manera”. Sacó de la cocina de su casa una mesa larga, sólida, de esas que están blancas de tanto lavarlas con lejía, media docena de sillas, y las llevó a la plaza. “Acá, entre todos, hacemos el certificado de matrimonio y nos dejamos de joder.” Un vecino que tenía buena letra se sentó y lo redactó. Mientras tanto, otro, que tenía dotes de artista, con un corcho grandote talló un sello que decía: Administración espontánea de este pueblo. Firmó el herrero, firmaron dos vecinos más, sellaron, le entregaron el certificado a mi abuelo y le desearon feliz noche de bodas.
A partir de ahí todo se resolvió en la mesa de cocina. Diferencias entre la gente, certificados de cualquier tipo, organización de la fiesta patronal, poda de árboles, reparación de calles. Sacaban la mesa a la plaza los domingos, terminada la misa. El cura, que era un buen viejo, hacía sonar la campana avisando que la mesa había empezado a funcionar. A veces se sentaba el herrero, otras veces el carbonero, otras el boticario, otras la maestra. En un pinche clavaban los papelitos con los pedidos, las sugerencias y los reclamos. En una lata con ranura en la tapa introducían las monedas que iba aportando la comunidad. Se la daban a guardar a la comadrona, que era una señora confiable y que había ayudado a nacer a medio pueblo. Y así siguieron las cosas y todos muy conformes con el sistema. Inclusive hubo una pequeña reyerta con el pueblo vecino que se resolvió en día domingo en la plaza. Alguien había movido un poco las piedras que establecían los límites y, cuando hubo que discutir las diferencias, los del otro pueblo no fueron al Ayuntamiento sino que se dirigieron a la mesa de cocina. –¿Y qué pasó con los tipos del Ayuntamiento?
–Qué sé yo, se habrán quedado allá, solos, languideciendo. Se habrán convertido en fantasmas. Los fantasmas del Ayuntamiento.
El Gallego calla y durante un rato hay silencio. Después se oyen varias voces que se hacen la misma pregunta:
–Puta madre, ¿dónde habrá una buena mesa de cocina, bien larga, bien limpia, con unas cuantas sillas bien robustas?

 

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