OPINION
La pérdida de equilibrio
Por Julio B. J. Maier * |
Hace
ya algún tiempo, en una discusión informal sobre la situación de desigualdad de los
seres humanos, me permití expresar que, arribados a un nivel de exclusión o de pobreza,
también los pudientes desmejoran su calidad de vida, porque esa calidad depende, en un
grado bastante más grande que el sospechado, de la forma en que viven los demás.
Servicios comunes degradados, como el transporte, la escuela, la salud, representan para
los pudientes un problema, a pesar de que ellos pudieran, aparentemente, superar por vías
privadas esa degradación. Ejemplos hay a millares, entre los que descuellan la salud y la
instrucción. Así, por ejemplo, escuché a un obispo del Gran Buenos Aires explicar cómo
la deficiencia de los servicios sanitarios nos involucra a todos, en épocas del cólera,
y ejemplificar con él mismo, que vivía con bienestar y, sin embargo, no tenía desagües
cloacales. La brecha educativa provoca distancias sociales aún más agudas. Conclusión:
estirar la piola a cierto extremo sólo conduce a que la piola se
rompa.
Esto, a mi juicio, es aquello que sucede actualmente, ya en un grado superlativo porque
interesa a las reglas básicas de convivencia expresadas por la ley penal. Sin recurrir de
modo alguno al viejo ideal de la igualdad, bandera del siglo XIX, sino tan sólo desde la
óptica meramente pragmática, creo que el punto mínimo del equilibrio se ha roto y hemos
alcanzado, sin remedio a la vista, el punto de inflexión: niños que matan a ciudadanos y
policías, policías que matan a niños y a ciudadanos, propuestas de castigo a diestra y
siniestra, amplificadas y aplicadas sin razonabilidad alguna, ciudadanos que quieren
constituir brigadas de seguridad, armas de fuego por todos lados, para atacar
y para defenderse, necesidad de los pudientes de gastar en seguridad privada y
necesidad de los humildes de sustraer su sustento, debido a que no pueden
conseguirlo de otra manera más convencional, servicios de seguridad privados que crecen
día a día en forma alarmante.
No se me ocurre una síntesis gráfica mejor que la definición de una sociedad, una
nación, dividida. Y, más que dividida, que comienza a vivir una guerra no declarada.
Leí en Página/12 que, según el informe del Banco Mundial para nuestro país, 13.500.000
habitantes viven por debajo de la línea de pobreza, calculada sobre la base de una
canasta mínima; 3.300.000 viven por debajo de la línea de indigencia.
Conforme a estos datos debemos aceptar niños que fallecen tempranamente, o que, si logran
vivir, tengan destino de desnutridos, con graves deficiencias mentales, realidad de la que
no podremos escapar fácilmente y que, en el mejor de los casos, tardará años en
regresar, al menos al punto de equilibrio. Intentar modificar esta realidad con leyes
penales rigurosas, que ya antes de su reforma permiten condenar a un adolescente a la
privación de la libertad para toda la vida, con una mera expectativa de libertad a 20
años vista, me suena tan ridículo como la actual guerra europea, algo así como salivar
para arriba.
Creo que existen dos posibilidades. La primera consiste en aceptar la guerra, tomar
partido por algún bando, y disponernos a la defensa y al ataque. Desde el punto de vista
de los pudientes resulta imposible pedirles a los otros que acaten sus reglas
de juego, morales o jurídicas, cuando estos últimos se ven agredidos por aquéllos y,
desde su óptica, se defienden como pueden. La otra posibilidad consiste en reconocer que,
al menos, hay que regresar al punto de equilibrio y, conscientes de ello, quienes pueden
deberán desprenderse, en la medida necesaria y de cada uno, de parte de su
bienestar para que los excluidos puedan acceder a una vida digna.
Por razones que a hora no puedo explicar acabadamente, el Derecho penal, como en el caso
de la violencia desarrollada en los espectáculos futbolísticos, nada puede hacer para
ayudarnos.
* Profesor de Derecho Penal, UBA. |
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