Un mes atrás, en el Congreso de Escritores de Villa Gesell,
desarrollé un par de ideas que despertaron el enojo y hasta la agresividad (verbal, por
suerte) del público. Es saludable que ocurran estas cosas en épocas en que pareciera que
ya nada merece ser discutido. O que nada enciende pasiones. En lo esencial ese par de
ideas era el siguiente: 1) La Argentina del siglo XIX había aceptado la globalización
propuesta por las naciones europeas. Se había insertado en la modernidad capitalista y
por medio de ese proceso había constituido su estado-nación. Eso que solemos
llamar país o patria. 2) La globalización en que se inserta la
Argentina de finales del siglo XX rechaza como perimida la idea de patria y
desmantela el concepto de estado-nación. Esto responde a la modalidad diferenciada que la
globalización fin de milenio tiene con la globalización de la modernidad capitalista del
siglo XIX. Si la globalización modernizadora del capitalismo del siglo XIX requería de
los estados nacionales, la globalización fin de milenio no. El rechazo del estado-nación
es parte constitutiva de ella. Este rechazo (y el exitoso e incontenible desarrollo de la
actual globalización) ha determinado una realidad que sería cándido no advertir en toda
su crudeza: la Argentina ha dejado (o, digamos, está dejando) de existir. Si los países
subdesarrollados de acuerdo con el esquema de los años sesenta eran países
en vías de desarrollo, hoy son países en vías de extinción. Lo que no significa que se
arruinen, estallen en pedazos o se hundan en el mar, sino que dejarán de existir como
estados nacionales autónomos, ya que la globalización fin de milenio se globaliza
aniquilándolos. No los requiere ni como administradores de cierta regionalidad. Este es
el proyecto (ya en gran parte cumplido) que determina una realidad inédita: la Argentina
ha muerto. Si nos merecemos o no este destino, si estamos en condiciones de revertirlo, si
sabemos con claridad por qué hacerlo y si contamos con los medios para lograrlo, son
temas que reclaman nuestra lucidez, nuestra honestidad y, sin exagerar, nuestro coraje
intelectual.
Hay una enorme asimetría entre la recepción emocional del tema y la certeza fría con
que muchos lo dan por resuelto. Que los estados nacionales están desapareciendo o, sin
más, han desaparecido es una verdad aceptada en los círculos académicos y políticos.
Es casi una verificación empírica de la modalidad que adquiere la globalización fin de
milenio. No obstante, la recepción emocional es muy fuerte y rechaza ese concepto desde
varios puntos de vista. Tal vez, centralmente, desde uno: la patria libre como utopía
constante. La defensa del idioma, del arte nacional, de la literatura y de los intereses
autónomos, es decir, los nuestros. La idea de una literatura sin patria (o, si se
prefiere, sin país) resulta inconcebible o intolerable. Y no desde una posición
nacionalista clásica, sino desde la perspectiva de escritores o habitantes de este suelo
que no quieren ser devorados por el monstruo mediático o por
lamacdonalización, colorido e ingenioso concepto con que se ha reemplazado al
de imperialismo.
La fragorosa reacción del público de Villa Gessell me ha vuelto excesivamente cauteloso
con el planteamiento del tema. Debería, desde el comienzo, quedar claro que yo no deseo
la dolarización de nuestra moneda o que se ponga la bandera norteamericana en los
mástiles de nuestra patria. Tampoco tengo acciones en McDonalds o me financia la
OTAN. Digo, sí, que el tema es insoslayable. Que es decisivo para cualquier encuadre
actual de nuestra cultura, nuestro cine o nuestra narrativa. ¿Siguen siendo nuestras en
un país que ya no existe o que, decididamente, no existe tal como solía existir?
Nuestra literatura nace con un texto desmesurado que escribe Esteban Echeverría en la
década del treinta del siglo XIX: El Matadero. Echeverría había emigrado a Montevideo y
luchaba contra Rosas junto con los hombres más lúcidos y brillantes de su generación.
Reclamaban la intervención extranjera. Apoyaron a la flotilla del almirante francés
Leblanc cuando bloqueó el estuario del Río de la Plata. Llamaron a esa intervención
intervención de humanidad. Algunos, después, se arrepintieron. Alberdi, en
una frase crepuscular, dirá: Prefiero los tiranos de mi patria a los libertadores
extranjeros. La actualidad de esta temática (en momentos en que la OTAN opera en
Yugoslavia una intervención de humanidad contra un tirano nacional) abre espacios de
conocimiento. ¿La intervención de humanidad que reclamaban Echeverría, Alberdi y los
otros intelectuales del Plata desde el exilio montevideano reclamaba también el
borramiento del estado-nación? Todo lo contrario. Era para crear el estado-nación
(moderno y democrático) que esa intervención se pedía, ya que Rosas representaba el
hispanismo, la barbarie, la sumisión a una globalización perimida, arcaica: la
española. Los jóvenes del Plata luchaban por la modernización del país (en los
términos en que el capitalismo central del siglo XIX lo proponía) y conceptualizaban
como barbarie a todo cuanto se opusiera a ese proceso inserto en el
espíritu de los tiempos.
Con ese propósito escribe Echeverría El Matadero. El texto se propone exhibir la
barbaridad de la barbarie. Un joven unitario que cabalga en silla inglesa extravía sus
pasos y desemboca en el matadero, donde tiene su reino la chusma rosista. Si,
en Facundo, Sarmiento muestra cómo la barbarie penetra en las ciudades (en la
civilización), Echeverría muestra cómo la civilización penetra en la barbarie. Sólo
que lo hace extraviada e indefensa. Por eso es violada. Así, David Viñas afirma que
nuestra literatura comienza como violación. Y una de las posibles lecturas de este
encuadre tan rico es la siguiente: nuestra literatura surge para demostrar que lo único
que hará la barbarie con la modernidad es violarla, destrozarla hasta la infinita
humillación. La chusma rosista es lo inmediato, lo carnal, lo primitivo, todo
cuanto la cultura no ha logrado pulir. El joven unitario (su silla inglesa, sus ropas, su
cultura) es lo mediado por el saber, lo constituido por el saber de la modernidad. El
mensaje era estremecedor: si Rosas seguía en el poder (cuya impecable metáfora era el
matadero), la civilización era imposible en la Argentina y la vejación, nuestro destino.
Permaneceríamos fuera de la Historia, infamados por el barro y la sangre de los
matarifes.
La certeza de los jóvenes montevideanos era que la civilización debía penetrar en la
barbarie, pero con las tropas de Lavalle y con el respaldo de la flota del almirante
Leblanc. Sentían, creían que la patria era posible, que la misión que los alentaba era
la de la construcción de un país moderno, aliado a las potencias hegemónicas del mundo
pero con una sólida identidad. Lo específico de ese momento histórico es que las
potencias hegemónicas (las que lideraban la globalización) pensaban lo mismo: que
conserven su identidad, que constituyan sus estados nacionales. Hoy no es así. Nuestros
globalizadores de hoy (a quienes aceptan incondicionalmente nuestras clases dirigentes)
arrasan con nuestrasidentidades y con lo poco que queda del estado-nación. Dentro de este
esquema, la Argentina se muere.
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