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Como cambia la vida de los que sufrieron asaltos violentos
Los gestos del miedo

Viven tras las rejas. Hacen todo tipo de ceremonias antes de entrar el auto. Usan códigos en el timbre. Sospechan de todo. Sobre todo, tienen miedo. Varias personas que fueron objeto de robos violentos –en algún caso verdaderas tragedias familiares– contaron a este diario cómo cambiaron sus vidas.

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Las rejas separan la casa de su propio jardín: “Están siempre cerradas”, aclara.
Durante varios meses, la abogada Mónica Fernández Cupari soñaba con la cara de quienes la asaltaron.

Por Horacio Cecchi

t.gif (862 bytes) “Fue en mi cama. Después, durante cinco meses, me acostaba, a la noche, cerraba los ojos y lo veía al tipo parado casi encima mío. Lo mismo después del primer robo. Me despertaba y se me aparecía la escena con ellos dos, y no veía nada más.” Hace ya tiempo que la abogada Mónica Fernández Cupari dejó de soñar con los dos muchachos que la llevaron como rehén, en 1983, después de tomar por asalto la casa de sus padres, y con el personaje disfrazado como técnico de Telecom que intentó violarla sobre su propia cama, en 1995. De todos modos, secuelas quedan: el día en que fue concertada la cita con Página/12, la abogada pidió referencias de los periodistas. Al rato llamó al diario. “Quería cerciorarme de que fueran ustedes”, dijo amablemente. No fue la única. Una ceremonia de llamados, identificaciones, puertas blindadas con visores, muchas dudas respecto a las cámaras fotográficas, o simplemente negativas y bocas cerradas, precedieron a cada uno de los testimonios sobre las secuelas de los asaltos violentos tomados por este diario. Pero obtener la entrevista no fue lo más complicado: sólo con unos pocos se llegó a establecer contacto telefónico. En el 70 por ciento de los casos, las víctimas se habían mudado y sólo quedaban los sedimentos del miedo.
Los hijos de la abogada Mónica Fernández Cupari tienen bicicletas, pero no las usan. Lo tienen prohibido. Fernández vive con su marido y sus hijos en Saavedra. En 1983 sufrió el primer asalto, durante una reunión familiar en la casa de sus padres. Eran dos jóvenes. A ella la obligaron a conducir su propio auto durante la fuga. Siguieron cinco asaltos, entre ellos uno a punta de navaja a uno de sus hijos, para robarle la bicicleta. El último, en 1996, cuando le dispararon a su marido mientras entraba el auto en el garage de la casa. “Lo creyeron muerto”, relata la abogada. Un año antes, después de haber pedido el arreglo de su teléfono, un hombre que se hizo pasar por empleado de Telecom la amenazó y estuvo a punto de violarla. “Fue el 11 de octubre –recuerda con precisión–. Me ató con mis medias de nylon, me tiró arriba de la cama, y con una cuchilla de la cocina me fue cortando el corpiño, después los pantalones, mientras me decía que le diera toda la plata.” La salvó el timbre. Era su madre que pasaba a avisarle que los de Telecom estaban por llegar. El falso técnico escapó, pero “durante mucho tiempo, a la noche, cerraba los ojos y lo veía al tipo parado. Mi primera reacción fue decir: en mi casa no entra nadie. Pero, ¿cómo hacés?”. A partir de entonces, el método es riguroso: cada vez que tiene que entrar un extraño, pide todas las referencias para constatar de quién se trata. También instauró un sistema: su madre la llama. Durante la entrevista con este diario, el teléfono sonó dos veces: la primera vez, fue la madre; la segunda, el marido. “Está todo bien”, respondió ella en ambas ocasiones.
La casa de Saavedra tiene un gran jardín al fondo, con pileta. Para acceder a él hay que atravesar gruesos barrotes que lo separan del interior de la casa. “Están así, siempre cerrados.”Después aclara: “Cada vez que vuelve mi marido con el auto me llama desde el celular, yo salgo al medio de la calle, no sé para qué, y espero a que entre mientras yo vigilo. Si vuelvo yo con el auto, doy una vuelta a la manzana, y después entro. Les pido a mis hijos que no me hablen, porque tengo que compaginar: llevo el control remoto en la mano, tengo que cerrar la verja mientras se abre el portón de adentro, todo en forma coordinada para no dar tiempo a que se meta nadie. Si hasta el mayor le dice al más chico ‘no le hablés a mamá, no ves que está entrando’. Al que tiene 13 años siempre lo voy a buscar. Y si ya son las siete de la tarde, él no me dice ‘no me vengas a buscar que soy grande’. Me pide que vaya. Hasta ese punto llegamos”.
Tres minutos,
para siempre
Puán al 600. Haedo. Casas bajas, poco movimiento. Se respira a barrio. El 30 de mayo del año pasado, alrededor de las 21, Pablo Barberi, de 26 años, conversaba con amigos en la puerta de su casa, cuando tres asaltantes los arrastraron de los pelos hacia adentro. Además de Pablo, estaban su novia Natalia, su madre Beatriz, su padre Fortunato, y sus tres hermanas, Karina, Andrea y María Gabriela. Uno de los asaltantes pretendió llevar al dueño de casa, un jubilado con varios by pass y con la cabeza sangrante por un culatazo, al piso superior para buscar “toda la plata”. Pablo, temeroso por su padre, intentó detenerlos. Fue automático: bastó un gesto para que las armas empezaran a escupir balas. Pablo murió de cinco disparos, su padre, de dos en la cabeza.
“Quedamos todas mujeres”, dice Beatriz con voz quedada, apenas abre la puerta de su casa, casi un año después. “Fueron tres minutos. Nada más”, agrega, mientras se sienta en un amplio sillón del living, muy cerca de la pared donde todavía aparece el hueco que dejó una bala. Junto a ella se sienta Andrea, de 21, la hija del medio. Beatriz sólo levanta la voz, indignada, al hablar del calvario de su marido como jubilado de la ex Segba. Después se vuelve a apagar en un tono suave y monocorde que parece al borde del llanto. “Lágrimas ya no me quedan”, dice y describe cada detalle del asalto como si hubiera sido ayer.
“Todas estamos con psicólogo, tratando de salir. Ya va a ser un año y todavía no puedo creer lo que nos pasó. Después de eso, no sé si hay espacio para el miedo”, cree Beatriz. Pero Andrea corrige: “Queda la psicosis de ‘a qué hora salís, a qué hora volvés, con quién te vas’. Nos protegemos entre nosotras. Lamentablemente, uno termina encerrado cuando son ellos los que tienen que estar guardados”. Beatriz asegura que hasta ese momento, “no pensábamos que podía pasar algo así. Te cambia todo. Nada es lo mismo”. Hace casi un año que en la casa de Puán el portero eléctrico no se usa. “Cerramos con triple llave”, explica Andrea y con su mano imita el gesto. “Cualquier ruido extraño me asusta, y todos los ruidos me resultan extraños. Si veo un auto desconocido en la puerta, llamo al radioeléctrico. Y mi mamá no tolera ir a los lugares con mucha gente.” Beatriz asiente. “Me da la sensación de opresión, de encierro, me da miedo y me voy a un lugar apartado.” También confiesa que desde entonces, la pieza de su hijo Pablo quedó cerrada. “Tengo las medias, el sombrerito, el escritorio donde estudiaba. Todo está igual que ese día.”
Poco a poco, las tres mujeres –la mayor, Karina, contrajo matrimonio– fueron adoptando nuevas costumbres. Una de ellas es la televisión, costumbre que adoptó Beatriz, sin darse cuenta. No cualquier programa: los informativos policiales. “Todavía no los detuvieron. Nos dijeron que esperan que caigan por otros hechos”, dice mientras Andrea se muestra indignada. “Tengo como una curiosidad, que no me doy cuenta. A lo mejor un día veo que los detuvieron.”
“Quedás con miedo a todo”
Boulogne, al borde de la Panamericana, a pocas cuadras de la avenida Márquez. Allí viven los Jackson, Mike y Adriana, con sus tres hijos, sobre Larrea, en un elegante caserón de dos plantas. Hace un mes y medio, un domingo a las 8 de la mañana, recibieron visitas inesperadas. Dos muchachos, armados, entraron por la ventana del dormitorio de la pareja. Durante casi dos horas ella intentó y logró controlar la situación, mostrándose sumisa, demostrando a los recién llegados que el poder lo tenían ellos. Hasta que sonó el timbre de calle. Eran los de la empresa de seguridad Search –a la que habían alertado– que pasaban a averiguar si había problemas. Fuera de la indignación que invadió a la mujer, el estado emocional del delincuente –el otro escapó apenas escuchó el timbre– viró 180 grados. Apoyó el caño en la nuca de la señora Jackson y le dijo “abrí la puerta”.
“Estuvimos al borde de una tragedia, pero lo convencí al ladrón de que se escapara antes de que fuera tarde”, comenta ella, mientras su marido reflexiona: “A los que les pase esto sepan que deben entrenar a sus chicos, que no hagan ningún movimiento ni hablen. Por eso, y por la actitud de ella, todo tuvo un final feliz”. Pero el final feliz, para los Jackson, no elude las consecuencias de la experiencia pasada. Adriana confiesa: “Estoy aterrorizada. Cuando él vuelve tarde, me despierto si un gato hace ruido en el techo. Me levanto, prendo las luces para darles tiempo a que se escapen. Estamos enrejando todo. Y cuando entramos en casa es obligación encender las luces largas de la camioneta para ver si hay alguien. Damos un par de vueltas, y si no vemos nada recién entramos. Mientras tanto, los chicos no pueden bajar del auto. Mike baja, abre la puerta, y ahí entramos. Para salir, lo mismo. Quedás con miedo a todo. El otro día, en el gimnasio, entraron dos tipos que tenían mal aspecto, porque sospecho de todos. La profesora vio mi gesto. Ella sabía por lo que había pasado y por el micrófono dijo ‘está todo bien, son los pintores’. Tengo la fantasía de que se me aparezcan de golpe. No abro las ventanillas del auto y voy con el seguro puesto”. Aunque Mike Jackson no confiesa el mismo pánico, al igual que su esposa, pensó en una mudanza. “Un country o ir al campo”, sostiene. “Estar rodeados de seguridades”, agrega Adriana.
Rejas para cuidar el pánico
Rivadavia es una avenida de movimiento constante. Especialmente al mediodía. Todos lo saben, por eso nadie espera alteraciones de esa constante. Tampoco la esperaba ninguno de los seis empleados de Aldeas Infantiles SOS, una asociación internacional de ayuda a los niños ubicada sobre Rivadavia, en el barrio de Balvanera. El 21 de julio del año pasado, sus oficinas fueron asaltadas por dos delincuentes relativamente jóvenes, tan agresivos como armados. Cinco fueron encerrados en el baño. A la empleada que dejaron afuera la violaron.
Mariana, un nombre que inventó al paso porque no quiso revelar su identidad ni mucho menos posar para una foto, habla en forma pausada. A su derecha se sienta Juan, otro nombre provisorio. Ambos ofrecen sus testimonios en la nueva salita de espera de Aldeas Infantiles. Nueva porque desde que ocurrió el asalto una mampara blindada con vidrio antibalas separa en dos lo que era una amplia oficina abierta al público. Antes de entrar a Aldeas, cuando se aprieta el portero eléctrico de calle, los empleados ya saben que se trata de un extraño: ellos tocan el timbre con una clave. En el segundo piso, previo al ingreso a la asociación, hay que trasponer una puerta, blindada desde hace nueve meses, con un visor de televisión en circuito cerrado. Después de un largo pasillo, se llega a la mampara. De todos modos, la entrevista se realizó en la antesala: nadie que no sea uno de los seis empleados traspone esa mampara.
“Ya no salgo como salía antes”, asegura Mariana. “Y cuando vuelvo a mi casa, si veo a un grupito que no me gusta, me meto en un negocio que hay ahí nomás. La dueña se asoma y me avisa si ya pasaron. Recién entonces entro en mi casa.” Desde el asalto, Mariana está bajo tratamiento psicológico y psiquiátrico. Durante el relato, suena la chicharra del portero eléctrico, la puerta se abre y, automáticamente, Juan y Mariana hacen silencio y miran hacia el hombre que entra, un presunto cobrador. Esa es la palabra: presunto, y seguirá siéndolo hasta que concluya su trámite. El 21 de julio, Mariana, Juan, y los otros tres hombres de Aldeas Infantiles habían sido encerrados en el baño. “Yo acá no dije nada, pero durante varios meses me aguantaba y no iba al baño. Antes yo no era miedosa. Pero no quería entrar ahí”, confiesa la mujer, y agrega: “Habían dicho que se escaparon por el subte. A mí el subte me queda cómodo, pero desde entonces, tomo diferentes colectivos”. Juan, que no es Juan, y tampoco el mismo que era antes, vive en un departamento. Ya blindó la puerta y enrejó las ventanas, y antes de entrar da varias vueltas con el auto para cerciorarse de que no haya nadie “sospechoso”.
“La solución no es ni la alarma, ni las rejas, ni nada –dice Fernández Cupari–. Esos son simplemente obstáculos. Uno se da cuenta que nada te da seguridad. La inseguridad real la sentís cuando te empiezan a pasar las cosas. Lo otro es una sensación patológica, lo que te contagian de tantoque se cuentan cosas. Pero lo que se siente, lo siente sólo el que ha pasado por algo semejante.”

 

LAS SECUELAS SEGUN PSICOLOGOS.

Los extraños como enemigos

Por Pedro Lipcovich

t.gif (862 bytes) “Murió mi eternidad y estoy velándola”, escribió el poeta César Vallejo. Un hondo resultado social de la violencia sería, según una psicoanalista, el resquebrajarse de ese pedazo de eternidad, esa ilusión de no morirse que cada uno lleva secretamente en sí. En todo caso las víctimas de delitos quedan en “un estado de expectativa permanente, angustiosa”, según otro especialista, y “los otros, los extraños, pasan a ser enemigos”. Los efectos pueden ser sutiles, no son iguales para un hombre que para una mujer, y se acepta que, para lograr el sano olvido, suele hacer falta que la víctima hable y vuelva a hablar de lo que le pasó, pero siempre y cuando haya quienes la escuchen: por eso, superar el trauma es también asunto familiar y social. Mientras tanto, los profesionales consultados coinciden en que el mayor riesgo del clima de inseguridad es la proliferación de la justicia por mano propia, que conduce a “una fascistización de la sociedad”.
“Una mujer va en un colectivo y, sin que se dé cuenta, le cortan la cartera de un navajazo y le quitan la billetera. A veces ella se entera recién cuando llegó a la casa, la violencia es mínima, pero el efecto suele ser muy fuerte: porque la cartera para ella representa su femineidad, y ese robo atacó la vulnerabilidad del cuerpo femenino. El mismo episodio no tendría la misma significación en un varón”, observa el psicoanalista Juan Carlos Volnovich.
No obstante, habría cierta actitud generalizable entre las víctimas. Sergio Rodríguez, director de la revista Psyché, la define como “un estado de tensa expectativa con cierto nivel de angustia. No es simplemente el temor a ser asaltado otra vez, sino algo que va más allá”. En esa tensión, se dibuja “un enemigo potencial, que es el otro innominado, sin cara. Uno va a entrar a su casa, ve que atrás viene alguien y se asusta: ese alguien no define a nadie, es sólo el otro, que ha dejado de ser un semejante”.
En ese estado, “queda alterada la relación con la contingencia”, plantea Adriana Abeles, de la Escuela de Orientación Lacaniana, y explica: “Usualmente damos por sentado que algo puede acontecer o no, pero estas personas quedan con la certidumbre de que algo sí puede acontecer. El resultado es un estado de alerta permanente, que produce mucho disconfort”.
¿Cómo se sale de ese estado? Volnovich destaca que “la recuperación de la persona que padeció violencia delictiva depende de lo individual como de lo familiar y social. Para la mujer que padeció un ataque sexual, es esencial que la familia la acompañe, la escuche y le crea, que no se ejecute la culpabilización de la víctima, ‘¿no habrás hecho algo ...?’”.
Todos los especialistas coinciden en que, para superar la violencia padecida, lo mejor es hablar de ella: “Muchos lo hacen espontáneamente: lo cuentan y vuelven a contarlo a su familia, a sus amigos, incluso hay víctimas de episodios de violencia que formaron grupos de autoayuda” –cuenta Ricardo Malfé, psicoanalista y profesor de psicología social en la UBA–, y recuerda el caso de “una chica que vino a tratarse después de un asalto en su lugar de trabajo: ingresó a un grupo terapéutico; me pareció lo más adecuado ya que su consulta, más que con una situación específica personal, se vinculaba con un episodio de violencia social. En el grupo, relató decenas de veces lo que le había pasado”.
Pero no sólo las víctimas padecen los resultados de la violencia: “Hay un efecto de irradiación, a partir de los medios masivos, por el cual los efectos llegan a mucho más que los directamente afectados”, afirma Abeles. Uno de estos efectos sería la pérdida de la inmortalidad: “En general, no contamos con nuestra mortalidad. La mayor parte del tiempo nos creemos inmortales, en casi todos hay una idea neurótica de inmortalidad, que, a partir de la violencia, queda absolutamente conmovida”.
Algunos buscan recuperar esa inmortalidad autoencerrándose. “Una mujer, para que sus hijos no necesitaran ir a la plaza, instaló una calesita en su propio patio –recuerda Malfé–. A ella le habían arrebatado la carteraen la plaza y, en vez de pensar en no ir a la plaza con cartera, lo resolvió como hoy suelen resolverse las cosas, encerrándose con sus chicos que, así, pierden el contacto con el mundo, la riqueza social que ofrece la plaza.”
Otras reacciones son más peligrosas: “La gente al no poder confiar en las autoridades, tiende a ‘asociarse para defenderse’, en el estilo de la Ley de Lynch –observa Rodríguez–: el peligro más grave es el de una fascistización de la sociedad”.
En el mismo sentido se expresa Roberto Saunier, presidente de la Asociación de Psicólogos Forenses: “A partir de la sensación colectiva de inseguridad, se tiende a generar una especie de caza de brujas: claro que los ‘peligrosos son los que pertenecen a determinada clase social’”.

 

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