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Duhalde o la seducción

Por José Pablo Feinmann

t.gif (862 bytes) Cabe preguntarse –ante los avances del duhaldismo en la interna justicialista– quéna24fo01.jpg (11443 bytes) posibilidades tendrá de llevar a la externa, es decir, al país, los valores, axiomas o postulados con que se presenta. Toda etapa preelectoral es una etapa de seducción. Una fuerza política trata de seducir a los votantes exhibiéndoles sus virtudes, las impecables razones por las que ellos deberán elegirla en las urnas. La mentira es la condición de posibilidad de la seducción. Todo seductor busca agradar, conquistar, someter la conciencia del otro a la suya. La seducción es un acto de sometimiento. Tal vez sea, para el seducido, el más agradable, el menos violento de todos, ya que el seductor seduce al seducido llevándolo a la certeza de ser él la realización de sus sueños, la solución de sus dolores, el punto exacto de su felicidad. Para esto debe mostrarse amable, debe hacerle sentir al otro que piensa en él, que conoce sus desdichas, que las comparte, que las padece a su lado y, por tanto, que lo ama. Cuando el seductor convence al seducido de esto, cuando lo convence de que lo ama, la seducción llega a su perfección. Porque el seductor no ama al seducido. Sólo quiere conquistarlo, jamás entregarse a él.
¿Con qué seduce Duhalde? Luego de la feroz etapa que protagonizó la gestión Menem –que tuvo a Duhalde como protagonista central, nada inocente sino implicado en esa ferocidad–, el caudillo bonaerense sólo puede seducir desde la idea del eterno retorno, que late en el esperanzado, sufrido corazón de todos los votantes peronistas. Alguna vez, piensan, volverá a surgir del peronismo eso que solía surgir, eso que lo definió: la justicia social, el amor por los pobres. Duhalde, ahora, dice: yo soy la encarnación de ese retorno, conmigo vuelven los días luminosos, cálidos, los días peronistas. La A de su nombre aparece en sus banderas enmarcada por un sol destellante. Es un doble mensaje. Es una bandera de guerra (el sol en la bandera argentina es el estigma de lo militar) y es una bandera de esperanza (el sol volverá a salir). Como bandera de guerra Duhalde seduce a sus votantes poseedores, a los que piden, ante todo, seguridad contra la delincuencia, protección. Como bandera de esperanza seduce a los marginados, a los excluidos del mundo del trabajo: se viene el peronismo de los días felices, habrá para todos.
Resulta claro que Duhalde debía extraer del tacho de los despojos, de las cosas olvidadas a ese peronismo de la justicia social. También Menem sedujo a su electorado con esas banderas: ¿O no sonaban perfectamente peronistas consignas como la revolución productiva o el salariazo? Duhalde las ha reemplazado por la justicia social y el trabajo. Tiene que seducir tal como sedujo Menem, después se verá. Porque –desde Menem en adelante– el justicialismo seduce electoralmente apelando a sus banderas tradicionales y luego aplica las recetas coyunturales, apela al más brutal de los pragmatismos, dice que hace lo que se debe hacer y que ninguna otra cosa puede ser hecha. El mecanismo de Duhalde es seducir desde Perón. Luego gobernará con el neoliberalismo de Menem y le adosará más dureza en el encuadre autoritario, apelando a la seguridad como justificación. Su empeño, de aquí a octubre, será que el tema de las elecciones gire en torno de la seguridad, no en torno de la corrupción, como le convendría a la Alianza.
En cuanto a la justicia social sería adecuado recordarle a Duhalde –que se presenta hoy retomando esa línea que el primer peronismo desarrolló entre 1946-1952– que la justicia social, para no ser mero asistencialismo, implica una redistribución del ingreso. Perón y Evita, en sus años brillantes, redistribuyeron los frutos del PBI en beneficio de los trabajadores y, en alguna medida, crearon a la moderna clase trabajadora al crear innumerables puestos de trabajo. En suma, la justicia social es redistribución del ingreso y creación de fuentes de trabajo. Duhalde podrá seducir apelando a esas palabras mágicas, pero es difícil imaginar que llegue a implementarlas. Los compromisos del peronismo con el establishment son tan profundos que cualquier posibilidad de redistribuir el ingreso sólo arranca una sonrisa dolorosa, irónica, tramada por la amargura. Cuando el seductor deje de seducir, cuando el electorado se someta a sus encantos y a sus palabras convocantes, veremos su verdadero rostro: un populismo autoritario, meramente asistencialista y sólo eso. Los días felices seguirán atrás, en ese lejano, idílico pasado al que una y otra vez apelan los políticos peronistas para seducir. O sea, para ganar elecciones.

 

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