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SUBRAYADO

Hay muchos mundos en el mundo

Por Carlos Polimeni


t.gif (862 bytes)  Alguna vez, cuando en las universidades y colegios secundarios del siglo XXI se estudien las características del fin de siglo en la Argentina, sus sobrevivientes sabrán que buena parte de ellas serán un cruel legado de eso que se llama menemismo. La farandulización de la política, el imperio de la cosmética, la suplantación del debate de ideas por los cruces de slogans, el cinismo como postre favorito, el reemplazo del pensamiento crítico por las obediencias debidas, el desguace y venta al mejor postor del Estado, el apogeo de la impunidad, la futbolización, la concentración de medios en manos de los amigos del poder, serán piezas de un rompecabezas que nunca terminará de armarse del todo, porque el futuro rara vez puede convertirse en pasado. La idea de un país que por un lapso dejó de soñarse mejor y se resignó a ser como era nomás será una simplificación, seguro, pero de ésas está hecha la historia. En ese marco, debajo del cual está la vida cotidiana de millones de personas que se esfuerzan por ser dignas, pese a todo, se entenderá mejor por qué estos diez años son, también, los de la entronización del rating.
No es que el rating no existiese, no. El proceso de estos diez años de pizza con champagne en la Residencia de Olivos es aquel en que una herramienta interna del mundo televisivo, una más de las tantas, comenzó a ser el centro del universo, y a parecer fundamental a todos. El resultado es lo que hay: que buena parte de la mejor televisión es la peor, la más baja, la que nadie recordará, sino por los números, dentro de veinte años, como ya ocurre con “¡Grande, pá!”. A nadie se le ocurre, fuera del mundo editorial, que el mejor escritor es el que más vende. A pocos que el mejor pintor es el que pinta más. Que el mejor cantante es el que más compactos coloca en el mercado, o que el mejor cineasta es aquel cuyos films recaudan mayor cantidad de dinero. Pero de modo paulatino, el cóctel de intereses que rodean a la televisión ha ido originando un estado de cosas en el cual en la Argentina, en un terreno abonado por los medios, se tiene por cierto que el éxito es sinónimo de calidad. Que triunfan los mejores, siempre. Susana Giménez, Marcelo Tinelli, los programas de la factoría de Adrián Suar, Marley, Juan Alberto Mateyko, Julián Weich, Nicolás Repetto, son en esa lógica indiscutibles. También lo eran hasta hace poco Mauro Viale, y algo más atrás Bernardo Neustadt. No advirtieron a tiempo que cuando un país va hundiéndose lentamente en un pozo, el tono preciso es el pum, para arriba. A bordo del Titanic ¿quién querría oír marchas fúnebres?
Es posible que en aquel análisis del fin de siglo XX en la Argentina resulte difícil explicar por qué una buena parte de la vida de mucha gente estuvo agendada por la televisión. Acaso cause risa la certeza de que hubo un momento en que mucha de esa gente empezó a sentir que era auténticamente deportiva si miraba por un electrodoméstico un partido, o militante si veía en un noticiero una marcha contra el recorte de presupuesto a la salud y a la educación, o culta porque sintonizaba un programa sobre libros. ¿Relacionarán los estudiosos estas curiosas conductas con una oleada de inseguridad fogoneada por la tentación autoritaria de siempre? ¿Lo harán acaso, haciendo una radiografía de la desmovilización de la sociedad por las promesas incumplidas de la década del 80, la de Malvinas, Alfonsín, los juicios a los genocidas, el Punto Final y la Obediencia Debida, la hiperinflación, los indultos, la venta del Estado a los mejores postores, el enriquecimiento ilícito como deporte del poder? ¿Será, postularán, que la gente miraba televisión porque no tenía otra cosa que ver? ¿O será que la televisión hacía que la gente mirase para que, por distraída, no mirara hacia donde tenía que mirar de verdad?
Cualquiera sean las respuestas que el futuro elija para quedarse tranquilo con su percepción de aquella época pasada, que este presente, será difícil explicar a los que no la vivieron que había otros mundos en este mundo. Que existía mucha, pero mucha gente que comía mierda, convencida de que millones de moscas no podían equivocarse juntas, pero mucha otra que prefería pasar hambre, no salir en los diarios, no integrarel consenso, incluso perder todas las apuestas y hasta anestesiarse, pero no probaba bocado de aquello que hedía. Para decirlo con un viejo concepto periodístico sobre realidad y realidades: que en este momento estén viendo el programa “El show de Videomatch” cinco millones de personas es impresionante, pero también significa que hay otros treinta millones de argentinos que están haciendo cosas más útiles. El rating es el modo en que esos cinco millones pasan por 35 millones.

 

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