Los cristianos estamos llamados a dar testimonios de la
verdad, y a la lucha con todas nuestras fuerzas contra la injusticia, aunque esto traiga,
como consecuencia, la cárcel, las torturas, el secuestro y eventualmente la muerte,
decía el padre Carlos Mugica en sus misas en la villa de Retiro.
¿Padre Mugica?, preguntó el hombre de barba y pelo oscuro. La respuesta
afirmativa fue cortada por una descarga de ametralladora.
El sacerdote, de 43 años, murió con quince balazos en el cuerpo, el sábado 11 de mayo
de 1974, hace 25 años, después de oficiar misa en la iglesia de San Francisco Solano, en
Mataderos.
Como se diría ahora, no era un cura políticamente correcto. Era amado por
sus feligreses en la villa y odiado por sus enemigos, que finalmente lo asesinaron.
¿Quiénes eran los enemigos del cura asesinado? Para encontrar esta respuesta basta con
escucharlo: ¿No es violencia institucionalizada el aumento cada vez más alarmante
de la mortalidad infantil demostrada en las últimas estadísticas oficiales? Este aumento
se explica, entre otras razones, porque muchos trabajadores están imposibilitados de
pagar los medicamentos indispensables para la vida de sus hijos. Si alguien duda de esta
afirmación, que baje a una de las numerosas villas miseria que representan el
subconsciente de Buenos Aires. Ellas son la más contundente expresión de la violencia
institucionalizada que padece el pueblo.
Mugica provenía de una familia aristocrática. Había estudiado en el Nacional de Buenos
Aires y estaba en París cuando se produjo el Mayo francés. Adhirió al Movimiento de
Sacerdotes por el Tercer Mundo, asumió la opción por los pobres, ejerció su
sacerdocio en las villas de Buenos Aires y simpatizó con las líneas más combativas del
peronismo, la JotaPé y los Montoneros. Pero se distanció de éstos porque no estaba de
acuerdo con el enfrentamiento armado que comenzaba a producirse durante el gobierno
justicialista. Estaba convencido de que era necesario encontrar formas pacíficas para
continuar la lucha junto a los pobres.
Es cierto que a la oligarquía la conozco de adentro y por eso sé, efectiva,
concretamente, cuáles son sus corrupciones, decía. A veces recordaba cómo el
fútbol había intervenido en la formación de su conciencia: Yo iba a la popular
con Nico, el hijo de la cocinera. En la cancha, durante el viaje de ida y al regreso, Nico
y yo compartíamos las mismas cosas, éramos iguales, bueno, éramos todos iguales: era la
alegría simple del pueblo. El mundo de la burguesía, en cambio, es el mundo de las
diferencias: está la puerta de servicio y la entrada de la gente, una comida para el
personal de servicio y otra para los patrones.
Podría haber sido una pose, algo así como el doble discurso de los 80, el discurso
del digo una cosa, pero hago otra. Mugica no era así. La única forma de que
fuera creíble ese curita blanco y rubio en la villa de Retiro era por su compromiso con
la gente, por la coherencia entre lo que pensaba y lo que vivía y, en realidad, se
exigía más de lo que decía.
Temamos a esta nueva Gehena que es la sociedad de consumo decía en sus
misas, de consumo para unos pocos y hambre para muchos. Esta sociedad que busca
cerrarnos, indiferentes, a la terrible violencia que ella encierra. Temamos a esta
sociedad que, mientras sumerge al pueblo en el hambre y la opresión, propone a una
minoría elegida el hedonismo y el erotismo, como claves de la felicidad.
Agregaba en una entrevista periodística: Buscamos una sola cosa: ser la voz de los
que no tienen voz; ejercer una presión moral liberadora, ayudando a tomar conciencia a
los opresores de la necesidad impostergable de una profunda revolución protagonizada por
el pueblo, que conduzca a un socialismo real y latinoamericano.
¿Padre Mugica? Sí. La reafirmación de su identidad fue su
sentencia de muerte. La Triple A que había organizado José López Rega con bandas de
mercenarios y asesinos como Aníbal Gordon ejecutó la sentencia que elpadre Mugica ya
esperaba. Prefiero morir por mis ideas que matar por ellas, decía el cura y
sabía que así sucedería. Su asesinato era una forma de estimular el enfrentamiento
armado que buscaba la derecha, y de demostrar que no había espacio para la lucha
política o de masas. Según el padre Jorge Vernazza, que llevó a Mugica todavía lúcido
hasta el Hospital Salaberry, sus últimas palabras fueron: Nunca más que ahora
debemos permanecer unidos junto al pueblo. Era un hombre agonizante y esas palabras
fueron proféticas, como si en ese último instante de luz hubiera visto la carnicería
feroz que comenzaba a desatarse.
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