Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


UN FALLO CUESTIONA LA AUSENCIA DE LA POLICIA EN LAS ZONAS MARGINALES
Cuando no hay ante quién quejarse

Un fallo que condenó a una mujer por participar de un crimen
en una villa de Lugano consideró que la ausencia policial puede
llevar a la gente a solucionar los conflictos por mano propia.

na17fo01.jpg (11030 bytes)

Por Horacio Cecchi

t.gif (862 bytes)  Patricia Erica García, de 19 años, vive en la villa 20, de Lugano. O vivía, porque fue condenada a 8 años de prisión por haber participado junto a dos hermanos prófugos en el homicidio de Raúl Arias, hijo menor de una familia vecina que se había enredado con la suya en una serie de enfrentamientos que derivaron en una batalla campal, a los tiros, como en las películas del far west. Pero además de García y sus hermanos, en su fallo el Tribunal Oral 9 fue al origen de la violencia y consideró a la policía como responsable in absentia: “En un contexto de marginalidad y ausencia de la autoridad policial –subrayan los magistrados Luis Cabral, Fernando Ramírez y Luis García–, las personas pueden sin razón creer que la forma que tienen de solucionar los conflictos es por propia mano”.
“¡Matalo, matalo o lo mato yo!”, gritó Patricia García esgrimiendo un arma, según dio por probado el tribunal. Era el 12 de septiembre pasado y la comunidad boliviana de la villa 20 empezaba los festejos anuales de El Señor de Tacalahuna, en la canchita de fútbol de Miralla y Ordóñez. A la fiesta asistieron entre otros, la acusada junto a su familia. Estaban también Claudio “Cunini” Jiménez con su mujer Viviana Arias, su hermano Mario, y un grupo de amigos.
Alrededor de las 22 se desató la batalla campal entre los García y los Arias. En plena calle, la madre de Patricia fue desmayada de un golpe y uno de los vidrios del auto de los García destrozado a golpes. Al grito de “vamos a buscar los fierros”, Patricia y sus hermanos regresaron por la venganza. En la refriega, uno de los Arias, Raúl, murió de un disparo en el pecho. Patricia, que había sido citada a declarar como testigo, fue reconocida como quien incitaba a sus hermanos a disparar contra los Arias, quedó detenida y finalmente resultó condenada a 8 años de prisión como “partícipe necesaria” en el homicidio.
Pero no fue la única condenada por el Tribunal Oral en lo Correccional 9. Los jueces Luis Cabral, Fernando Ramírez y Luis García fueron al origen de los hechos: no quién empezó, sino quién permitió que se empezara. “No puede dejar de tenerse en cuenta –citan en los considerandos del fallo– que tanto los hechos motivo del juicio como el incidente que le dio origen ocurrieron en un contexto de marginalidad y ausencia de la autoridad policial, donde las personas pueden sin razón creer que la forma que tienen de solucionar los conflictos es por propia mano”.
Durante el juicio fue citado como testigo el subcomisario de la Policía Federal, Marcelo Gabriel Godfroit, quien intervino en los primeros pasos de la investigación del homicidio. Refiriéndose a él, los jueces fueron elocuentes: afirmaron que el funcionario policial “sólo pudo mencionar que había arribado al lugar cuando todo había concluido”, y aprovecharon para subrayarlo utilizando las mismas palabras que el subcomisario pronunció en su presentación durante el juicio: “Como es usual en los casos que suceden en estos barrios –había declarado Godfroit en la audiencia–, nadie dio informaciones que permitieran dar con los autores”. Tan falto de información fue el desempeño policial, que no pudo detectar a ninguno de los acusados, quienes continuaron viviendo en la misma villa 20 hasta que uno de ellos, Patricia García, concurrió como testigo de Graciana Carpio, una amiga que había sido acusada en su lugar. García fue reconocida por un testigo como quien incitaba a uno de sus hermanos, Roberto “Memo” Alejandro, a disparar a quemarropa contra Raúl Arias, la víctima.
“No puede dejar de advertirse –continúan analizando los jueces la participación policial– que en el lugar se había reunido gran cantidad de público durante los festejos del Señor de Tacalahuna, y que los testigos manifestaron que no hubo presencia policial”, con excepción de la madre de la condenada que sostuvo que “durante la procesión hubo un patrullero, pero se retiró”.
“Las autoridades policiales competentes –subraya el fallo– no podían desconocer la existencia de una fiesta que se celebraba regularmente, queallí se expedían bebidas alcohólicas y que el número de personas reunido hacía previsible la eventualidad de incidentes, más allá de que pudiera concluir con una muerte o no”.
“La ausencia de la autoridad pública –continúa el texto dedicado a la policía– en un barrio de evidentes carencias materiales en circunstancias como ésta fomenta la posibilidad de que, al no ser posible recurrir a ella para solucionar los conflictos entre los particulares, se resuelva proceder por mano propia para obtener reparación. Más allá de que ello no justifica el accionar de quienes emprendieron la represalia, esa ausencia forma parte de las carencias que allí se viven y disminuye, dentro del marco legal, el reproche a ejercer, aun cuando se haya llegado a resultados tan graves e irreparables como los que se han producido en esta ocasión”.

COMO ES LA VILLA DONDE SE PRODUJO EL ASESINATO
“Acá nosotros tenemos más que miedo”

Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes) Nadie habla de inseguridad. En la Villa 20 esa sensación se pronuncia como miedo. La avenida Escalada es tierra fronteriza. Delimita un espacio de 27 manzanas que de a poco fue convirtiéndose en inhabitable para su misma gente. Para protegerse de robos y peleas internas, los vecinos fabrican mecanismos domésticos: salen acompañados de a tres o más, ponen puertas y rejas en casas de chapas y algunos idearon un sistema de timbres que sólo alerta a la gente de una misma manzana. Dicen que la policía patrulla cada tanto, pero durante el día. Después de las diez de la noche y los fines de semana, la Villa 20 es tierra de nadie. O de cualquiera.
Mientras fuera, del otro lado de Escalada se busca aniquilar la inseguridad con reclamos de mayores medidas, adentro ni siquiera se cuestiona el peligro. Sólo se aprende a convivir con el miedo.
Dos mujeres acaban de bajar el puente de Escalada. Cruzan uno de los únicos caminos que abren la Villa entre torres de autos desarmados. “Mi marido anda con un cuchillito en su mochila”, dice Mabel Cano. Al lado está Hilaria Gómez. Llega del trabajo antes de la caída del sol. Espera sobre Escalada la cara de algún conocido y recién, entonces, inicia la bajada hacia el corazón de la Villa. “Nos esperamos para salir y cuando llegamos –va contando–. Yo salgo a las 6 de la mañana para el trabajo y está un poco oscuro. Tenemos que ir hasta Jumbo y nos da miedo.”
El puente que bordea la avenida es puerta de ingreso a la Villa y uno de los lugares más temidos. Ahí a Hilaria le sacaron días atrás una cartera, al marido de Mabel, ayer, 40 pesos. “Eran tres pibes –cuenta la mujer–, tenían 17 años y fue al mediodía.” Mabel no está enojada. “Y ... con las cosas que están pasando. Es así”, comenta. Puso rejas en su casa para protegerla después de que un día sintió que alguien entraba. “Desperté a mi marido: ‘Están tratando de entrar’.” Ninguno de los dos se atrevió a levantarse. Sólo escucharon: “Al otro día faltaba una bicicleta: se habían metido por el pasillo”.
Hasta antes de la última razzia policial, Emilio Roa mantuvo algunos proyectiles en su casa. Pertenecían a un arma que compró después de un robo donde se llevaron grabador, televisión y ropa de los chicos. “Acá no hay nada de seguridad –protesta–, pasan los patrulleros una vez cada tanto.” Existen dos puntos considerados los más peligrosos. Uno es el puente de salida, donde algunas banditas se dedican a robos menores. El otro es la zona alta más alejada de la Escalada. “Tenemos más que miedo -dice Roa–, no podemos dejar salir solos a los chicos.” Los suyos son seis y van a la escuela en el complejo Lugano. “La mayor, a la tarde va a inglés –sigue el hombre– y nos repartimos con mi mujer para acompañarla porque no puede andar sola.”
Para la gente existen dos días donde los desmanes parecen excederse: los sábados y domingos. “Los fines de semana son los más jodidos –insiste Roa– porque los pibes empiezan a chupar y a las seis o siete están alcoholizados y a las tres o cuatro de la mañana empiezan las peleas, los saqueos, todas esas cosas.”
En el último mes, los vecinos vieron circular con más frecuencia patrulleros durante el día. “Pero de noche no pasa nadie”, protesta una mujer. Ese es uno de los problemas que denuncia el barrio. Ante una señal de alarma, resulta difícil conseguir teléfono. Una vez logrado, se llaman para hacer la denuncia y la respuesta puede llegar, si llega, con una patrulla varias horas más tarde o ni siquiera llegar. “El otro día llamé para avisar que había un auto robado frente a mi casa –indica otra vez Mabel– pero me dijeron: `Señora, ahora no tenemos a nadie para mandar’.” Los restos de aquel auto todavía están frente a la casa de la mujer.
Además de coordinar horarios para acompañarse, en algunos pasillos se idearon sistemas de timbres como protección. Luy Molina usa ese sistema: “Si alguien entra a mi casa se prenden todos los timbres de las otras casas y salimos todos afuera”. Molina es boliviana. Hace ocho años queviven en la Villa y es parte de una de las comunidades importantes de inmigrantes, junto con la paraguaya.

 

PRINCIPAL