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Araceli, una bocasucia en el gran imperio Pol-Ka

El film “Alma mía”, con González en plan fatal y Pablo Echarri, es el mejor producto salido hasta ahora de la factoría de Adrián Suar.

La sugerente Araceli González de Suar hegemoniza, a las puteadas, esta fábula de clase media con ideal de telenovela.

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Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) “¿No estoy muy puta?”, le pregunta Alma, la linda repostera, a su amiga Fanny, que trabaja de eso (no de repostera). Fanny tiene una cita con dos clientes, le falló una de sus pupilas, y decidió reemplazarla por la buena de Alma, que no sabe qué rol le va a tocar. Pero cuando se mira al espejo –remera roja superajustada, calzas ídem y toda pintarrajeada– algo se olfatea. “¡La concha de tu hermana!”, le contestará enseguida Alma a unos camioneros que acaban de gritarle lo que justamente más temía. Aunque tenga el nombre que tiene y esa cara de muñequita con mirada tristona que sólo Araceli González puede tener, Alma es una bocasucia. Tal vez, porque una puteada a tiempo es la única manera de que no se la lleven por delante en esa calles bravas de La Boca que recorre todos los días en su motito de reparto.
Fábula de clase media que lleva en su seno un ideal de telenovela –chica pobre termina casándose con chico rico (Pablo Echarri)–, aun con sus debilidades Alma mía es sin duda el producto cinematográfico más aceptable que haya dado hasta el momento la factoría Suar. Luego del explosivo infantilismo de Comodines y del rechinante mal gusto de Coen vs. Rossi, es la primera vez que el zar de Pol-Ka logró trasladar al cine la solvencia técnica y eficacia narrativa de sus productos televisivos. Más allá de gustos y de logros, como productor Suar siempre supo mostrar dos méritos: nunca deja de apuntar a la máxima calidad del producto y tiene un ojo casi infalible a la hora de elegir actores. Esas virtudes sustentan Alma mía, que tiene un acabado técnico irreprochable y está bien actuada desde el primero hasta el último nombre del elenco. Que la luz y el color estén “trabajados” de acuerdo con una idea de producción, que la música no parezca salida de otra película y que ni un solo diálogo ocasione erupciones de vergüenza ajena son factores que deberían darse por descontados en cualquier producto cinematográfico standard. Pero en ese frecuente paraíso de la ineptitud y la chambonería que sigue siendo el cine argentino, se trata de aciertos mayúsculos y sería sumamente injusto no contabilizarlo.
Por lo demás, Alma mía es una película con las señoras y señoritas como target fijo. Ingenua, absolutamente previsible, lineal, en toda su zona media cae en un largo bache narrativo. Además, el guión se deja olvidados algunos personajes y desarrolla muy poco otros, y en algún momento el director (Daniel Barone) y el iluminador (Guillermo Zappino) fotografían a la pareja romántica como si fuera un comercial de vinos, con “cámara lenta” y todo. Pero también es cierto que no falta algún buen ping-pong de diálogos, algún buen momento de comedia y un par de actuaciones no menos que notables, brindadas por miembros estables de la troupe Suar. Ahí está Diego Peretti, componiendo a un catcher que puede ser ridículo, amenazante, patético y querible, y sobre todo esa verdadera “roba-escenas” que es Valeria Bertuccelli (Fanny), comediante francamente genial, a quien, en un par de semanas más, podrá seguir admirándosela en Silvia Prieto, la nueva película de Martín Rejtman.

 

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