Estas dos últimas semanas hemos comenzado a sentir historia, la
gente ha salido a la calle y se ha puesto a marchar. El jueves pasado viví algo nunca
experimentado en los sesenta y cinco años que vivo en Belgrano. Estoy casi en una esquina
que da a Monroe. Durante todos los años vividos allí nunca vi marchar manifestaciones
por esa calle. Salvo las de los hinchas de River cuando salían campeones o le ganaban a
Boca. El jueves de la semana pasada un murmullo que avanzaba me alertó, después me hizo
levantar de la silla hasta que al final me llevó a abrir la puerta de casa y salir: sí,
eran estudiantes que avanzaban ocupando la calle de vereda a vereda y no gritaban un
anecdótico y pasajero eslogan de camiseta, sino que las palabras que invadían la calle
enunciaban dignidad y dejaban al desnudo la pobreza y el cinismo de los que nos gobiernan.
Me puse en puntas de pie en el umbral y los aplaudí entusiasmado. Se iluminaron sus
rostros de sonrisas y levantaron sus manos en saludo. Los vi pasar como si todos tuviesen
coronas de flores en sus cabezas, como si marchasen al triunfo final como aquellos obreros
de principio de siglo que con sus banderas llenaban las avenidas para lograr las ocho
horas de trabajo. Al día siguiente, en la Facultad de Filosofía vinieron los estudiantes
a pedirme que les diera una clase en la calle. Lo hicimos, en Acoyte y Rivadavia. Esquina
donde pasan todos los automóviles del mundo al mismo tiempo. Era una escena para Fellini:
todas las bocinas, todas las sirenas, los ojos de vidrio y los palos amenazantes de mil
policías. Y nosotros en el ágora griega hablando de futuros y de la misión que
cargábamos sobre los hombros de hacer felices para ser felices. Estábamos defendiendo el
derecho a la cultura popular, el ladrillo de la escuela pública, el libro de la
adolescencia y la dignidad de los maestros del pueblo. No nos amilanaron ni los
subcomisarios panzones, ni los alaridos histéricos de patrulleros cada vez más cercanos,
ni los frenéticos pero atildados dueños de los Ford Orion en sus masturbados volantes.
Una escena perfecta entre los rostros y la voz limpia del sentir libertario frente a los
dueños del poder que con chirrido morboso pegaban pataditas impotentes encerrados en sus
tanques civiles. La voz joven en la discusión por los derechos de los sin derechos y los
humillados, contra el murmullo sobón de la sociedad establecida que era arrancada de sus
discusiones vaselinadas de candidaturas e internas. De pronto, lo que ellos llaman
democracia había sido reemplazada por la gente joven que llenaba las calles
de la democracia sin comillas.
Cuando terminé la clase se me acercó un señor bien atildado, de bigotes ya canos, bien
afeitado con lavanda. Y, valiente, me increpó. Se lo veía acostumbrado a mandar.
Usted arregla sus propios complejos en la calle -me dice, firme pero yo por
culpa suya hace media hora que tengo mi auto parado sin poder pasar. Lo miro y en
tono comprensivo, casi profesoral, le digo: ¿Sabe lo que es usted?. Y le
agrego la respuesta: Usted es un egoísta. A usted le preocupa su auto, a estos
jóvenes les preocupa la cultura de su pueblo. Vaya a quejarse a la Casa Rosada, por
Rivadavia derecho. Allí lo van a atender los suyos. No me confunda, yo no soy
menemista, me responde. No importa, lo van atender igual, finalizo. Dos
estudiantes lo toman de los codos y lo devuelven a su destino.
Creo que, después de su espera obligada, el airado amigo del orden se habrá ido a
afiliar a algún partido de los Bussi, Patti o Rico. O soñarcon que vuelva la Liga
Patriótica Argentina, aquella fuerza de la gente de bien que limpió las calles y las
pampas patagónicas de gauchos alzados y anarquistas de pensamiento foráneo.
De Rivadavia y Acoyte volé a la Universidad del Comahue; allí en el aula magna neuquina
estaban los docentes, los representantes de los organismos de derechos humanos, los
estudiantes. Les hablé sobre misión y deber de la docencia justo cuando los Menem, los
Corach y los Anzorreguy querían proscribirla para financiar la vanidad del lujo de su
séquito. Los dueños del poder político quisieron arrojar a la docencia esa
sublime claridad- al lugar de los trastos sin uso para dar lugar al posmodernismo a la
Yabrán-Yoma, mordida marca registrada. En ese aspecto, los argentinos hemos superado ya
el período del realismo mágico para pasar al de la turrada simple y llana, sin
disimulos. Por ejemplo esto, apenas un detalle al pasar: nuestro actual ministro de
Justicia de la Nación, doctor Granillo Ocampo, fue funcionario de la dictadura militar
del sistema de la desaparición de personas. Y ahora es nuestro ministro de Justicia. De
Justicia, repito. Lo merecemos. Además hace poco vimos el mal ejemplo dado por él en las
recientes elecciones internas del justicialismo, acusado de fraude, manipulaciones y todas
esas características que hacen a este período vergonzoso de nuestra vida institucional.
Un signo distinto que nos podría llevar a ser clasificados como
Bananenrepublik, con sello y todo. Esta realidad, por sí misma, es una
bofetada a todos los principios de la Etica, una burla para todos aquellos que dieron su
vida por dignidad y respeto. Al soportar esta realidad todos nos hacemos culpables del
principio de inmoralidad de nuestras acciones. Resulta hasta extraño: ¿por qué los
argentinos nos permitimos vivir con tanta falta de respeto hasta con nosotros mismos? ¿No
es también una falta de respeto a nuestros hijos, a nuestra familia, a las próximas
generaciones? ¿No es acaso mezclarnos en la impudicia? Cuando veo en qué condiciones de
deterioro tienen que estudiar los estudiantes de la facultad donde enseño me pregunto si
yo mismo estoy cumpliendo con mi deber ético. ¿Y si de tanto esperar se corta la cuerda
del equilibrio de la esperanza y somos lanzados por la santa ira a defenestrar a
sanguijuelas y aprovechados? La Calle, El Grito, La Protesta. Tres nombres de diarios
obreros del pasado, que lograron con el pulmón, la piedra, la furia y la razón las ocho
horas de trabajo. Mientras hoy, nuestros hijos trabajan catorce horas en los
McDonalds.
Y de las tierras del Comahue me vine al café literario de las Madres de Plaza de Mayo.
Sí, un café literario. La incredulidad amenaza. Mientras Menem y consortes proyectan
poner piedras fundamentales de diez futuras cárceles, las Madres abren una librería con
café literario. Más que realismo mágico, realismo utópico. Les robaron a sus hijos
pero ellas crean una librería. Qué más decir. La secuencia lo dice todo. ¡Qué fuerza!
Mientras el Gobierno vota más millones para la SIDE y los gastos de representación, las
Madres colocan una vidriera con libros y una mesa de periódicos alternativos con los
sueños de los jóvenes de los barrios. Los estudiantes ya han ocupado las calles
argentinas.
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