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Por Horacio Bernades En días más, el sello AVH hará llegar a los videoclubs el film más reciente de John Waters. Se trata de Pecker, estrenado en Estados Unidos en agosto del año pasado. No es raro que en la Argentina se edite directamente en video, sin pasar por los cines. De hecho, aquí no se estrenó nunca ningún largometraje del cineasta más famoso de Baltimore, que con éste suma diez largometrajes en tres décadas. El hombre y su obra son tan famosos que hace un par de meses recibió un Independent Spirit Award (algo así como el Oscar del cine independiente estadounidense), en reconocimiento al conjunto de su carrera. ¿Por qué, entonces, John Waters es prácticamente desconocido en la Argentina? La respuesta es muy sencilla: porque sus películas son infames. Infame es, según el diccionario, aquello que carece de honra, crédito y estimación. También lo que es muy malo y vil en su especie. Así son las películas de John Waters. Las primeras, sobre todo, absolutamente despreocupadas de lo que se considera buen gusto y demás normas académicas, empeñadas en un embate contra todos los iconos de la cultura oficial y en la glorificación de la violencia, las perversiones sexuales, las adicciones, la fealdad, la escatología en todas sus formas. El paradigma sigue siendo Pink Flamingos, en la que dos bandos disputan el título de La Gente más Inmunda sobre la Tierra. Por un lado, Divine, travesti de 120 kilos que supo ser el actor-fetiche de Waters. Por el otro, un matrimonio que secuestra a mujeres hippies para hacerlas inseminar y dar sus hijos en adopción a parejas lesbianas. La competencia alcanza su lógica conclusión con aquella escena (la más célebre y representativa del arte de su autor) en la que Divine come la caca que un perro acaba de evacuar. En una imagen a su altura, en Pecker pueden verse dos ratitas fornicando, dentro de un tacho de basura, y se ofrecen alusiones varias a las aureolas de sudor, gases en la cama y calzoncillos manchados. Hay, además, un masturbador de lavadero automático, strippers lesbianas y una nenita cuya adicción a los dulces obliga a someterla a un tratamiento de rehabilitación. Sin embargo, el Waters de Pecker no es el mismo de Pink Flamingos, porque además de la estética de choque y la escatología parece ahora interesado en otras cuestiones, varias de ellas autorreferenciales, como las relaciones entre vida y arte, entre pueblo chico y gran ciudad, entre cultura de barrio y cultura de cenáculo. Claro que el modo de encarar estos temas sigue siendo a través del dardo irónico, la voluntaria desprolijidad y la sátira. Ratificando el viraje hacia un cine menos extremo que ya se evidenciaba en sus comedias de rocknroll Hairspray (1988) y Cry-Baby (1990, ambas editadas en video), Waters mezcla, en el elenco de Pecker, actores normales como Edward Furlong (el chico de Terminator 2), Christina Ricci (Los locos Adams, Lo opuesto del sexo) o Lili Taylor (Sueños en Arizona, I Shot Andy Warhol) con otros de su troupe. Y con no-actores, como la fotógrafa de culto Cindy Sherman o Patty Hearst, aquella rica heredera que en los 70 fue secuestrada por un grupo terrorista y terminó adhiriendo a su propio secuestro. Furlong es Pecker, un chico que trabaja en una hamburguesería y le saca fotos a todo lo que ve, ya se trate de un cheesburger, su hermanita chorreando baba de caramelo o una nudista sacudiendo su matorral (tratándose de Waters, no hay lugar para eufemismos). El chico no tiene la menor formación, ninguna técnica. Es, como el propio realizador, un salvaje. Alguien que pinta su aldea. Como lo fue siempre el propio Waters, en cuyas películas suele subyacer un raro carácter semidocumental, aunque esta faceta haya resultado menos visible que sus vómitos y provocaciones. Como todas sus películas, Pecker transcurre en Baltimore, ciudad natal del cineasta. Aquí puede volver a leerse esa forma insospechada de realismo kitsch, que hace de cada detalle del decorado el obsesivo reflejo del (mal) gusto de sus propietarios.Crónica de un folklore local y localista, Pecker se propone, a la vez, como una fábula, la del intento de absorción de este artista espontáneo por parte de la intelectualidad más snob de Nueva York, siempre a la pesca de la última novedad. Toda fábula es la obra de un moralista, y todo moralista es un crítico. Waters, moralista inmoral, se demuestra aquí impiadoso con la alta cultura y se pone decididamente del lado de esos discapacitados culturales que siempre fueron sus freaks de pueblo chico.
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