Por Horacio Verbitsky
La sociedad argentina
parece estar alcanzando un acuerdo tácito. Ha aprendido a través de arduas experiencias
que no es posible borrar la guerra sucia de la década del 70 ni tenerla presente todos
los días. Ha habido momentos de fuerte emoción pública, en los que la reemergencia del
pasado desplazó a la agenda del día, y otros de cansancio, en los que el tema parecía
insoportable y la gente prefería mirar en otra dirección. El poeta mexicano Octavio Paz
escribió que la cultura maya medía el tiempo de los acontecimientos históricos según
una cuenta corta y una cuenta larga. Ambas coexisten de modo inseparable y complementario
en la elaboración de la conciencia social.
La ansiedad de los gobiernos y de algunos sectores sociales por alcanzar la denominada
reconciliación no tiene sentido y, en algunos casos, encubre bajos sentimientos. La
reconciliación es un concepto religioso que no puede ser inyectado a presión en la vida
política secular. Forzar a que se reconcilien los familiares de las víctimas con sus
asesinos es sádico con los individuos e irrelevante para la sociedad. Lo pasado pisado no
es una buena consigna para la construcción democrática. Ni leyes ni decisiones
políticas pueden suprimir sentimientos e imponer afectos. El único fundamento firme para
construir un futuro diferente es el compromiso de todos los ciudadanos a respetar la ley y
renunciar a cualquier clase de trucos y atajos. Ni más ni menos que esto.Ante
la ley
A la Argentina le llevó un largo proceso, iniciado cuando la última dictadura se
derrumbó luego de la derrota en la única guerra internacional que libró en este siglo.
Esto permitió tanto la creación de una Comisión de la Verdad como el juzgamiento de los
principales responsables de la desaparición, tortura y asesinato clandestino de unas
30.000 personas, en su mayoría trabajadores y estudiantes y por lo general muy jóvenes.
Este sistema mixto simbolizó el fin del rol privilegiado de las Fuerzas Armadas en la
sociedad argentina. Ya no estaban por encima de la ley, sino ante ella, y esto fue
esencial para establecer un estado de derecho. La Comisión investigó los hechos básicos
y la justicia procesó a quienes integraron las tres primeras juntas militares, entre
ellos tres ex presidentes de facto. Dos fueron condenados a prisión perpetua.
El objetivo principal del gobierno del presidente Alfonsín no fue la justicia retributiva
sino lograr cierto grado de disuasión para impedir nuevos golpes militares en el futuro.
Cuando las detenciones comenzaron a alcanzar también a oficiales en actividad de
jerarquías intermedias una rebelión puso este logro en duda. Se enfrentaron entonces dos
formas opuestas de legitimidad. El gobierno no pudo contar con ninguna unidad militar para
reprimir el alzamiento pero los rebeldes tampoco consiguieron ningún apoyo en la
sociedad. El gobierno, que no había negociado con los ex dictadores sí lo hizo con los
rebeldes. La ley que envió al Congreso obligó a los jueces a presumir que todos los
oficiales por debajo del más alto nivel habían cumplido órdenes cuya ilegalidad no
comprendían. Centenares de secuestradores, torturadores y asesinos quedaron en libertad.
La comisión de la verdad y los juicios redujeron la influencia militar en el sistema
político, lo cual sentó las bases para un gobierno civil permanente, pero la amnistía
concedida bajo presión fue un serio retroceso en el camino hacia una democracia liberal
informada por principios éticos.
No hay olvido por decreto
Hostigado por la hiperinflación y por el persistente malestar militar, Alfonsín
renunció a la presidencia y adelantó la entrega del poder al candidato del opositor
Partido Justicialista que en esas circunstancias había ganado la elección presidencial.
Poco después, Carlos Menem indultó a los ex dictadores que aún estaban detenidos. Ambos
perdones fueron muy impopulares: más del 70 por ciento del pueblo argentino prefería que
los juicios continuaran y las condenas se cumplieran. La política de apaciguamiento de
Menem no bastó para impedir un nuevo alzamiento militar pero le permitió ser obedecido
cuando ordenó reprimirlo de modo drástico. Tuvo en ese aspecto más suerte que
Alfonsín. Aunque la opinión pública siguió rechazando la impunidad, su atención se
desvió hacia otros problemas, como la crisis económica. Después de aplastar la última
rebelión, Menem también pudo dominar un rebrote hiperinflacionario, mediante la
convertibilidad. Después de años de tensión militar e inestabilidad económica, la
sociedad parecía aceptar una transacción pragmática. El castigo a los militares había
perdido prioridad en la agenda colectiva. Pero el olvido es imposible por decreto. Tres
años después Menem pidió al Senado el ascenso de dos oficiales de la Armada. Ambos
habían participado en crímenes horrendos. Entre sus víctimas estaba el grupo inicial de
las Madres de Plaza de Mayo, secuestradas dentro de una iglesia, y dos monjas francesas.
Luego de ser torturados, todos ellos fueron asesinados. Cuando esa historia fue publicada
en el diario Página/12 el Senado convocó a ambos oficiales a una audiencia pública. Uno
de ellos reconoció que la tortura había sido el arma escogida en lo que llamó una
guerra sin ley. El otro hizo conocer que nadie pudo conservar las manos limpias porque
todos los oficiales habían rotado en las fuerzas de tareas. El Senado les negó el
acuerdo para que fueran ascendidos.
Debido a este debate, un tercer oficial de la Armada decidió contar su historia. El
capitán Adolfo Scilingo se sentía abrumado por la culpa de haber asesinado a sangre
fría a 30 prisioneros, a quienes inyectó una droga y arrojó a las aguas del mar desde
aviones navales cuando aún estaban con vida, cumpliendo órdenes superiores. Durante uno
de los vuelos, resbaló y estuvo a punto de caer junto con una de sus víctimas. Entonces,
el mecanismo militar de despersonalización y deshumanización se rompió dentro suyo.
Pero aún le llevó otros veinte años confesar. Hasta ese momento, los militares habían
negado los hechos de la guerra sucia, y sólo admitían haber sido los salvadores de la
Patria. Las Fuerzas Armadas no quedaron al margen del vendaval de pasiones que esa
confesión desató. En la mesa de las casas militares cada hijo preguntaba a su padre qué
había hecho durante la guerra sucia. Uno de ellos fue el jefe del Ejército, general
Martín Balza. Luego de consultarlo con su hijo mayor, admitió que el Ejército había
violado la ley para combatir a la guerrilla y que los comportamientos criminales fueron
ordenados en forma vertical a través de la cadena de comando. Agregó que el Ejército
había usado métodos indignos para obtener información y que había llegado a la
supresión de la vida de los detenidos. Estas dos confesiones sepultaron el mito
indefendible de los excesos o los errores por parte de los subordinados.
Pasado y presente
En el vigésimo aniversario del golpe de 1976 una gran movilización de más de
cincuenta mil personas marcó un nuevo punto en la conciencia social. Todo vigésimo
aniversario parece ser muy importante, tal vez porque coincide con la emergencia de la
primera generación posterior a los hechos. El castigo de los crímenes del pasado se
vinculó entonces en forma muy clara con los problemas contemporáneos de una democracia
joven e imperfecta, como la falta de independencia del Poder Judicial. El mismo presidente
que firmó los impopulares indultos, empaquetó la Corte Suprema de Justicia, que hoy es
presidida por un ex socio de Menem, cuyo principal antecedente es haber sido jefe de
policía en la provincia de ambos. En ese nuevo clima social, centenares de hijos de
desaparecidos formaron un nuevo organismo de derechos humanos, el primero que no está
integrado por miembros de las generaciones anteriores. Además, argentinos residentes en
España denunciaron a los ex dictadores ante un tribunal de Madrid. Este fue el origen del
proceso gemelo contra el ex dictador chileno Augusto Pinochet. Pero no bastaba con la
sanción externa.
Invocando pautas culturales que se remontan a la Edad de Piedra, varios familiares de
desaparecidos pidieron a la Justicia argentina que declarara el derecho a la verdad y al
duelo y la obligación de respetar el cuerpo humano. Desde que el hombre de Neanderthal
fue enterrado en una caverna sobre un lecho de ramas de pino y cubierto por un manto de
flores, el culto de los muertos fue un signo de humanización aún más significativo que
el uso de herramientas y del fuego, y nos diferencia del resto del reino animal.
Aquellos que nos niegan el derecho de enterrar a nuestros muertos, no hacen otra
cosa que negarnos nuestra condición humana, sostuvo uno de los familiares, Emilio
Mignone. La Justicia reconoció esos derechos, declaró que el Estado tenía obligación
de reconstruir el pasado y revelar la realidad de lo que ocurrió concada desaparecido.
Aquellos miembros de las Fuerzas Armadas que siguieron aferrados a viejos slogans y
actitudes debieron despertar a una dura realidad. El capitán Alfredo Astiz (uno de los
secuestradores de las monjas francesas) había sido para la Armada el símbolo del oficial
joven que sólo cumplió órdenes. Por eso, fue defendido con más ahínco que los ex
comandantes. Pero luego de la confesión de sus camaradas y debido a la presión francesa
Menem forzó a la Armada a pasarlo a retiro. Desahogando su resentimiento durante una
amenazante entrevista, Astiz se jactó de ser el hombre mejor entrenado para matar a un
político o a un periodista. La propia Armada pidió al gobierno que lo destituyera, y un
juez lo procesó por amenazas. Pocos días después el Congreso derogó las leyes de punto
final y de obediencia debida, lo que permitiría procesar a algunos oficiales que no
hubieran sido juzgados antes. Cuando Menem ordenó demoler el edificio del más célebre
campo clandestino de concentración como forma de suprimir el tema, un juez se lo
prohibió, afirmando que constituía un sombrío patrimonio nacional, como Auschwitz en
Polonia. El gobierno nacional ha pagado indemnizaciones a las víctimas del terrorismo de
Estado y el de la Capital creará un Museo de la Memoria. El año pasado tres jueces
ordenaron el arresto de una docena de militares (entre ellos los ex dictadores Videla y
Massera) acusados de crímenes tan atroces que ni siquiera las leyes de impunidad los
perdonaron: el robo de bebés. Las prisioneras embarazadas eran mantenidas con vida en los
campos de concentración hasta que daban a luz. Luego del parto las madres eran asesinadas
y los recién nacidos entregados en falsa adopción a familias militares estériles. Las
infatigables Abuelas de Plaza de Mayo consiguieron recuperar a 63 de ellos.
Una sociedad mejor
Lo más notable fue que, esta vez, las Fuerzas Armadas minimizaron las detenciones,
afirmando que ya no eran militares, que el robo de bebés era un crimen repugnante y no un
acto de guerra. El Comandante de una Brigada del Ejército visitó todas las unidades de
su territorio, reunió al personal y lo invitó a manifestar con libertad sus principales
preocupaciones. La lista de agravios incluyó los bajos salarios y el pobre equipamiento,
pero nadie planteó la cuestión de los arrestos. Hay cosas que ya no se discuten. Si algo
de la experiencia argentina puede ser útil a otros países es la coexistencia en el largo
plazo de diferentes enfoques. Tanto las comisiones de la verdad como los juicios son sólo
instrumentos, que deben adecuarse al estado de conciencia de la sociedad, que cambia con
los años. Hasta cierto punto, podemos confiar en que la cuenta corta y la cuenta larga de
la cultura maya estén dando nacimiento a una sociedad argentina mejor.
Fuerte y claro No lejos de aquí, a la orilla del mismo río Danubio, la OTAN está
degradando la capacidad del pueblo serbio para dirigir las operaciones de su vida
cotidiana, desde hacer el amor hasta asistir a seminarios como éste. Esto es tan
inadmisible como la limpieza étnica de Milosevic. Mas aún, son complementarias. Las
bombas más inteligentes de la historia de la humanidad que se desvían hacia hospitales,
buses y casas, así como la deliberada selección de la infraestructura que provee a la
población civil agua y energía están ayudando a Milosevic a cumplir sus metas de
expulsar a parte de la población y eliminar toda oposición en el resto. Como dijo aquí
Aryeh Naier al hablar de responsabilidad moral, si el pueblo de Serbia se hubiera opuesto
a la limpieza étnica, Milosevic no hubiera podido implementarla. Yo no quiero ser
moralmente responsable. Por eso, fuerte y claro, sostengo mi desacuerdo con el bombardeo
de población civil. |
De
Africa al Este Europeo
Esta es una síntesis de algunas de las
intervenciones en el seminario realizado en Hungría, reveladoras del contexto en que es
analizada la transición argentina:
Alex Boraine, vicepresidente de la Comisión Sudafricana de la Verdad y la Reconciliación
que encabeza el arzobispo Desmond Tutu. Mucha gente ha descrito la transición
sudafricana como un milagro. Sin embargo, debido al legado social y económico del
apartheid, hay tareas pendientes que deben cumplirse, porque de otro modo será imposible
sostener el milagro, consolidar la democracia y asegurar un futuro pacífico para todos
los sudafricanos. La Justicia económica y la restauración del orden moral deben verse
como dos lados de la misma moneda. La comisión fue creada por una ley del parlamento y
dotada de facultades para citar, allanar y detener. El modelo sudafricano no puede
exportarse. Se trató de una solución negociada. El Partido del Congreso de Mandela
había preparado la acusación de un Nuremberg y el gobierno blanco saliente y las Fuerzas
Armadas exigían una completa amnistía. La decisión fue por una tercera vía. Tuvimos a
favor la enorme autoridad moral de Mandela, quien pese a todo lo que sufrió es un hombre
sin amargura. La idea de la reconciliación es posible porque Sudáfrica es una sociedad
profundamente religiosa. La amnistía no es masiva, sino individual. Para aspirar a ella,
los individuos deben cooperar suministrando información detallada sobre las violaciones a
los derechos humanos en las que intervinieron. Las audiencias son públicas, abiertas a
los medios y a toda la población y revisan la conducta de individuos pero también de las
principales instituciones, como partidos políticos, empresas, sindicatos, comunidades
religiosas y Fuerzas Armadas. Simultáneamente ha habido juicios. La zanahoria de la
comisión y el garrote de la justicia se usaron en forma complementaria dentro de un
proceso holístico, que incluye el relato de la verdad, la amnistía, la reparación y la
rehabilitación. Pero las heridas producidas en el largo y amargo período de represión y
resistencia son demasiado profundas como para ser trivializadas imaginando que una sola
iniciativa podrá por sí misma producir una sociedad pacífica, estable y restaurada. En
particular, hay que repetir que sin pasos concretos para superar la brecha creciente entre
riqueza y pobreza, el conflicto y no la reconciliación estarán en la orden del
día.
Neil Kritz, director del Programa de Estado de Derecho del Instituto para la Paz del
Congreso de los Estados Unidos. El de Ruanda ha sido el caso más extremo de un
sistema criminal. En pocos días fueron masacradas un millón de personas. Del mismo modo
es masivo el número de posibles acusados por el genocidio, que alcanza a dos millones.
Fue una guerra de vecinos que se mataron entre sí. El sistema legal también fue
diezmado, ya que sus miembros estuvieron entre los perpetradores o entre las víctimas, y
su reconstrucción lleva tiempo. Luego de una serie de consultas internacionales, Ruanda
decidió que todos los autores de genocidio tenían que ser juzgados, para no alentar una
cultura de la impunidad. De acuerdo con los observadores internacionales son juicios
razonablemente justos. El 60 por ciento de los acusados tuvieron abogados defensores. Ya
se juzgaron 1000 casos y hubo un 17 por ciento de absoluciones. Pero aún quedan 133.000
detenidos, lo cual implicaría de 160 a 400 años para terminar. Eso no es aceptable. Pero
el sistema triplicó su capacidad con el desdoblamiento de los tribunales de tres
miembros, que ahora son unipersonales. También se puso en marcha un programa de
confesiones, que incluye un pedido de disculpa a las víctimas, a cambio de no ser
juzgados. Las condiciones carcelarias no son buenas pero están mejorando. Unos 33.000
presos fueron liberados y se espera reducir la población en otros 10.000 por razones de
salud o archivos incompletos. Con la combinación de esos esfuerzos el proceso podría
concluir en cinco o diez años. Esto tampoco es ideal, pero en un caso de Suiza la Corte
Europea dijo que cuatro años sin juicio por un delito económico no era una violación a
los derechos humanos.
Vojtech Cepl, juez del tribunal constitucional de la República Checa. Después del
derrocamiento de los regímenes comunistas Ralph Dahrendorf previó que harían falta seis
meses para reformar las instituciones políticas, seis años para cambiar el sistema
económico y sesenta años para transformar las mentes y los corazones. Las reglas de la
conducta humana no cambian con las leyes, leyendo el Boletín Oficial. Sin una clara
condena al régimen comunista y a las personas que lo aprovecharon para delinquir, sin
depuración y restitución no puede haber transformación. El primer paso es la
rehabilitación de las personas que fueron castigadas, abrir las puertas de la Bastilla y
declarar que el régimen anterior fue criminal. El segundo paso es retributivo, la
restitución de las propiedades confiscadas, la apertura de archivos, con las listas de
informantes pero también de quienes fueron señalados como enemigos del Estado
socialista. Tuvimos un pasado democrático. Se trata de volver a él. Es una meta distinta
a la de otras sociedades, que deben crear sus estructuras democráticas.
Lech Garlicki, juez del Tribunal Constitucional de Polonia. Desde 1989 no sólo es
posible investigar delitos cometidos durante la ocupación nazi, sino también violaciones
a los derechos humanos por los servicios secretos comunistas. Una ley que entró en
vigencia este año obliga a los más altos funcionarios del Estado a declarar si
colaboraron con los servicios secretos y un fiscal especial constata la veracidad de sus
declaraciones. La decisión final corresponde a los tribunales. Si alguien confiesa haber
cooperado, no padece ninguna consecuencia legal, pero ocurre lo contrario si presenta una
declaración falsa. Otra ley creó el Instituto Nacional de la Memoria-Comisión para el
Enjuiciamiento de Delitos contra la Nación Polaca, dependiente del Congreso. Sus misiones
son investigar los crímenes nazis y comunistas, reunir datos y documentos sobre estos
delitos, poner la documentación a disposición de las víctimas y efectuar tareas
investigativas y educativas. La prescripción para los delitos cometidos entre 1939 y 1989
recién se comienza a contar en 1990, salvo que se trate de imprescriptibles delitos de
guerra o contra la humanidad. La ley castiga cualquier pública negación, contraria a los
hechos, de lo ocurrido en los campos de la muerte de Auschwitz. Todos los documentos
previos a 1990 deben ser entregados a la Comisión, y la destrucción, ocultamiento o
falsificación de documentos es un delito. Las víctimas tienen derecho a conocer la
información reunida sobre ellos, a obtener copias de los documentos respectivos y a
introducirles enmiendas o correcciones.
Victor Nemchinov, director del Museo de la Conciencia Histórica de Moscú. Los
reformadores liberales que iniciaron la disolución del sector estatal carecían de
cualquier concepto propio de modernización. Lo que tenían era una ilusión de tránsito
rápido. Al comienzo de la transición el académico Leonid Albakin quería desmantelar la
economía planificada en dos años y medio. El borrador de reforma de Shatalov-Yavlinski
contemplaba terminar toda la transformación en 500 días y los reformistas liberales más
radicales abogaban por atajos aún más cortos hacia la desregulación. Por legítimas que
esas aspiraciones pudieran parecer, no eran legales. El legalismo era considerado como una
obstrucción burocrática a la nueva democracia. En un corto lapso la mano protectora del
Estado desapareció junto con cualquier responsabilidad por la mejora de las redes
sociales existentes. La exportación del sistema occidental al Este equiparó la
transición con las rígidas reglas del mercado libre y la democracia. Resta por ver si
esos clones institucionales llevarán a las anheladas metas democráticas de mayor control
popular sobre la vida cotidiana y generalización de la transparencia. La era de las
grandes expectativas poscomunistas ha concluido. Hay una creciente comprensión de que
hasta ahora los nuevos regímenes sólo han incorporado las formalidades de las
instituciones occidentales, sin su contenido. Tras la expansión de la democracia y la
lucha por la libertad se disimula una incómoda transición del Estado policial al Estado
criminal. |
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