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La historia de un chico de la calle que podria ser hijo de desaparecidos
“Saberlo fue la bomba atómica”

Martín se escapó de la casa del policía que lo había adoptado a los seis años y se convirtió en un chico de la calle. Pasó por institutos de menores y ahora vive en una plaza. Hace poco la policía lo llevó ante un juez que le dio la noticia: es posible que sea hijo de desaparecidos.

Fugas: “Siempre tenía fuga de hogar, porque cuando me avisaban que Ransone me iba a buscar, me iba de vuelta porque él siempre me amenazaba”.

Noticia: “Marquevich me lo dijo de cheto –cuenta Martín–: ‘Che, negro, ¿querés saber qué pasa? Pasa que al parecer vos sos hijo de desaparecido’”.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes) Hay un grito atragantado. Martín está quieto. Paralizado. Aprieta un papel en la mano y ahora salta. Y grita: “Quiero saber más, quiénes son, quiénes son mis viejos. Quiero más datos, más”. Algunos chicos lo alcanzan para abrazarlo. Desde un rincón de la plaza oscura su cuerpo flaco y estirado de 21 años queda encerrado entre un grupo de chicos de la calle que no entiende el llanto de uno de sus líderes. Martín Ransone vivió en trenes, casas tomadas. Vivió en la calle. Nació en algún lugar de Buenos Aires cuando estaba comandada por Ramón Camps. Lo adoptó un suboficial de policía. Era 1978. A los seis años se escapó de esa casa, como más tarde lo hizo de institutos de menores. Estuvo en fuga. Siempre. En febrero lo detuvieron, tenía un pedido de paradero. El juez federal Roberto Marquevich lo citó. Martín debía someterse a un análisis de sangre: ahora puede ser hijo de desaparecidos.
Martín recomienda un bodegón. Pasa primero. Lo conocen. “Acá venimos siempre –dice– porque por dos peso te sirven la comida.” Hay dos televisores prendidos, en uno pasan dibujitos. Nadie escucha. Martín se sienta. Un viejo se acerca a preguntar por el pedido. Al rato llega a la mesa un tazón de café con leche y tres medialunas.
Es un bar para hablar, dice. No escucha los ruidos o, al menos no le molestan. Se acostumbró de chico. A la edad del jardín. Cuando tenía seis subió a un tren y por cinco días no bajó. “Me tomé el tren y me fui para todos lados –va contando–. Y ahí empecé: seguí la gente, para el lado que iban todos ahí me mandaba yo”. Ese día Martín empezó a huir de su historia de hijo adoptivo. Montado a trenes se volvía, así, hijo de olores a estaciones, de panchos, de la calle. “Miedo tenía, sí –dice–, a los ruidos, a la gente. Creía que lo iba a ver a Ransone, y sabía que me iba a matar.” José Eduardo Ransone es ese policía que lo adoptó de recién nacido.
El camino a la calle
Martín echa azúcar en su tazón. El café con leche da vueltas a empujones de cuchara. Alguien también lo empujó a él. Recién nacía. Le contaron que apareció envuelto entre dos sábanas. Que lo dejaron frente a una reja, en una casa con perros grandes. “El hombre que me encontró –cuenta– parece que no entendía cómo los perros no me habían atacado.” Ese hombre del relato vivía en Castelar. Le contaron que cargó al bebé. Lo llevó hasta la comisaría. Eduardo Ransone no trabajaba ahí pero su destacamento, en Udaondo, dependía de Castelar (ver aparte).
El suboficial Ransone vivía con Josefa Oscares en Parque San Martín. Ella era obstetra, aunque Martín la nombra “partera”. Tenía una hija y adelantaba por 15 años al policía. Durante la convivencia nació Mariano. Ese hijo biológico del matrimonio Ransone ahora está en la cárcel. Mariano tenía tres años el día que el policía y la obstetra fueron a buscarlo. “Según la partera –dice Martín– yo tenía tres días cuando me agarraron, porque tenía el nudo afuera.”
Josefa murió cuando Martín tenía ocho meses. En ese lapso aún no se había formalizado la adopción que después fue entregada sólo a Ransone. Las imágenes de esa casa giran desordenadas en la cabeza de Martín. Están empastadas de bronca. Habla de golpes, palizas fuertes y cigarros quemando su cuerpo de cuatro años. “Ransone me llegó a quemar con cigarrillos –protesta–, todavía tengo marcas en las piernas, tuve en la cabeza.”
Esa cabeza ahora anda tapada con un gorro de cuero negro. Dentro del bar el gorro quedó en la mesa. El aire está tibio, Martín inquieto. Arruga el cuero y habla de ese policía al que ahora no logra ponerle un nombre. Lo llama Ransone, casi siempre. Pero también “mi viejo” o “el policía”, a secas. Martín se acuerda de un día en que el policía le dio pistas de la adopción. Tenía cuatro años: “Un día salimos de la casa de mi abuela y mi viejo me comenta que yo no soy el hijo, que soy adoptado. No sé por qué discusión vino”.
Todavía con el café con leche se rasca la pera y la barba bien rasurada. Fuera del bar, cerca de la estación, la calle se enciende por faroles de autos. El hombre del mostrador se acerca a un televisor y baja el sonido. Martín sigue hablando. Se acuerda de una nena dibujada en el jardín. La caricatura aparece cuando habla del día de fuga, cuando dejó la casa del policía: “Ransone llegó del trabajo y se la fui a mostrar. Me pegó, porque estaba mal hecha, me pegó, me pegó, me pegó”. Martín se fue. “Llegué todo marcado –sigue–, moreteado y la madre de mi amigo me curó. Cuando me acostaron a dormir me escapé.”
Subió a un tren en Mariano Acosta. Llegó a Merlo y después “conocí el otro tren de Once, de Once conocí el subte. Cuando me quise acordar conocí acá Chacarita y acá estoy. Hace 11, 12 o 14 años”. No sabe.
Ahora está en el bar, a una cuadra de Chacarita. En la plaza guarda algo de ropa abajo de un árbol petiso. Ese es el territorio fabricado como propio por los pibes de Chacarita, la ranchada donde vive Martín. Ahí son dueños del árbol, de los huecos donde se encierran a pasar la noche y de bolsitas sudadas de poxirrán que ayudan a no pensar tanto. Martín es el más grande. Pero era todavía chico cuando estuvo en el Warnes. Vivió cuatro años entre ocupantes. “Estuve con gente que ni me acuerdo, con pibes, gente grande. Siempre estaba a los chicotazos.” Después pasó por la Boca, cuenta, y Olivos. Y entró a todos los institutos de menores. Todos.
El nieto buscado
La entrada en los institutos volvió a conectarlo con la justicia de menores. Los papeles de la adopción hecha por Eduardo Ransone fueron tramitados en Morón en 1977 y estuvieron a cargo del juez Eduardo Tressa. Ese mismo juez apareció vinculado a un caso de apropiación de menores durante la dictadura. Alcira Ríos, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, explica que Tressa intervino en el caso de María José Lavalle Lemos, hija de desaparecidos y apropiada por Teresa Isabel González, otra cabo de policía. María José fue restituida en 1988.
Con la apertura democrática, Abuelas inició la búsqueda de hijos de desaparecidos. Entre las adopciones tramitadas durante la dictadura se revisó la de Martín Diego Nazareno Ransone. “Existían indicios –indica Ríos– por el modo en que fue hecha la adopción, el momento y la figura de un policía como padre, que volvían posible que Martín fuera hijo de desaparecidos.” Su caso fue cruzado con datos de desaparecidos de la zona de Morón. “Por las características, se pensó en una familia, los Duarte, que podrían haber sido los familiares de Martín.” La causa iniciada entonces lleva el número 13.048 y fue caratulada “Baez de Duarte, Rosa s/denuncia”.
La investigación avanzó hasta el ‘97. El policía Eduardo Ransone declaró en la causa que finalmente quedó estancada y archivada en febrero de ese año. Para continuarla era preciso cruzar los estudios genéticos de Martín con los de la abuela Duarte.
Pero Martín estaba en la calle, su paradero era desconocido.
El policía Ransone tampoco sabía dónde encontrarlo. La abogada Ríos asegura que el hombre internó a Martín en un instituto de menores. Aquella vez Martín se fugó como siguió haciéndolo cuantas veces lo internaban. “Siempre tenía fuga de hogar –dice ahora– porque cuando me avisaban que Ransone me iba a buscar me iba de vuelta porque él siempre me amenazaba.” Después de unos meses, cada vez que Martín era parado por la policía, a vuelta de sus documentos le decían que tenía pedido de paradero. Pero el motivo de esa búsqueda nunca lo supo. Ante la duda prefería evitar presentarse. “Siempre que me paraba la policía –cuenta ahora Martín– me saltaba el pedido de paradero. Yo ni siquiera le hacía caso pero una vez uno me dijo: ‘Negro, tenés un paradero, andá a arreglar porque si no vas a vivir cayendo preso.”
El expediente con su causa había ingresado al juzgado de Marquevich. Su caso se estudió para la detención de Jorge Videla, ordenada por el magistrado. En tanto, Martín decidió presentarse en San Isidro. “Cuando me voy a San Isidro me entero que soy hijo de desaparecido –no lo cree–, recién después de 21 años.”
Ahora las hojas de ese expediente guardan su declaración. “El 5 de febrero compareció Martín Ransone ante este tribunal –indicó a Página/12 Marquevich– y se le hizo saber sobre la posibilidad de que fuera hijo de desaparecidos.” Lejos de este protocolo, Martín se entusiasma cuando repite lo que pasó ese día:
“Marquevich me lo dijo de cheto: ‘Che, negro, ¿querés saber qué pasa? Pasa que al parecer vos sos hijo de desaparecido’. ¿Viste la bomba atómica? Para mí fue eso, porque, escuchame hermano: 21 años y... ¿nadie me dijo que soy hijo de desaparecido?”
El 23 de febrero, Martín fue al Hospital Durand con Miguel Angel Albornoz, un asistente social del juzgado. Allí tomaron las muestras de sangre para el cruce de ADN con los Duarte. Un mes después, los resultados negaron la existencia de ese vínculo. Ana Di Lonardo, jefa de la Unidad de Inmunología y Directora del Banco Nacional de Datos Genéticos escribió el informe: Martín “queda excluido de poseer vínculo biológico con los grupos familiares Aranda-Duarte y con 99 grupos familiares por rama materna”.
De todos modos la búsqueda no se interrumpió. Ahora se está haciendo “la determinación de marcadores genéticos” para excluir o confirmar la relación de Martín con la desaparición forzada de personas que integran los archivos del Durand.
Existen todavía puntos oscuros en su adopción, pero el trámite hecho por Eduardo Ransone no será investigado por el fuero federal hasta no confirmar vínculo genético de Martín con los que están en el Banco de Sangre del Durand. Fuentes del juzgado indicaron que hacerlo equivaldría a invadir fueros externos al federal. “Martín Ransone probablemente sea hijo de desaparecidos”, fue lo único dicho por Marquevich. Una fuente del juzgado vinculada al caso arriesgó su propia hipótesis: “Puede ser que no pueda probarse por los análisis genéticos que Martín sea hijo de desaparecidos, pero eso no determina que no lo sea”.
La caja de Pandora
Hace dos años Martín tuvo una hija. No puede verla. Cada tanto, hace el viaje hasta una villa del conurbano donde está su novia y la nena. “¿Qué pasa? –pregunta Martín y no espera respuesta–: mi señora quiere venirse conmigo. ¿Yo dónde la pongo, a mi hija dónde la meto?” Ni siquiera se atreve a visitarla: “Me vuelve loco”, dice.
El sargento Ransone todavía no sabe dónde está Martín. En el ‘95 dejó la patria potestad. “Sabe qué pasa, este chico me terminó siendo la caja de Pandora”, se quejará días después a este diario. Caja de Pandora porque incluso habría existido un tiroteo entre el policía y Martín.
La supuesta aparición de Martín en la comisaría de Castelar (ver aparte) deja varios puntos oscuros pero una certeza: “Este tipo de relatos en los que hay abandonos y que se quedan con los chicos por lástima es habitual en los casos de apropiaciones de bebés”, dice Alcira Ríos sin muecas de dudas. Uno de los testigos de aquel día del ‘78, la mujer de Ransone, que podría contribuir en la investigación, está muerta. “Es el testigo que desaparece”, dice Ríos como citando la trama de policiales mil veces repetidos.
Ransone, ahora retirado de la policía, era un efectivo de bajo rango. Por las búsquedas de Abuelas es posible también que un hombre de su jerarquía se haya quedado con el hijo de una pareja desaparecida. El caso de María José Lavalle Lemos es similar también en este aspecto. Sus padres habían desaparecido en 1977 y estuvieron detenidos en el Pozo de Banfield de Lomas de Zamora. María José fue substraída y enviada a la Brigada de Investigaciones de San Justo, donde fue apropiada por una cabo, Teresa González. Aún no se sabe si el zigzagueo de Martín tuvo un comienzo parecido al de María José. Pero sólo esa posibilidad le hizo estallar la cabeza. “¿Viste la bomba atómica?”, vuelve a pronunciar. Así fue ese día donde su cabeza empezaba a diluir el agujero negro del principio. Ese agujero no está borrado. Está vacío.
Martín: –Ustedes preguntan ¿qué pasó? Yo les pregunto a ustedes. Yo quiero saber qué pasa con todo esto.
Martín dejó dos medialunas enteras en la mesa. No tiene hambre. Saca dos servilletas, las envuelve y sale. Cruza Corrientes. Es de noche. Busca a su gente. No sólo a los pibes de la plaza.

 

La version del policia.
“Fue una caja de Pandora”

La calle es Jorge Newbery. Una mujer de pulóver rojo está parada en la puerta del 2130. Adentro espera el ex sargento. Juega un partido de cartas detrás de un living apretado. Es de tarde. La mujer de rojo lo llama. El suboficial deja las cartas. Se levanta y espera ser presentado. “Bueno... ustedes dirán –empieza–: todo lo que yo tengo que decir se lo he dicho ya al juez.”
Ransone no recuerda la fecha exacta de su declaración, como tampoco el nombre y la fisonomía del hombre que encontró a Martín: “Sería un domingo, los primeros días de abril del ‘78”. En ese momento Ransone estaba de servicio en el destacamento policial de Udaondo. Era policía administrativo, en personal. Ese domingo, de acuerdo a su relato, recibió un llamado desde la comisaría de Castelar. A esa comisaría había llegado un hombre con un bebé abandonado. Un oficial lo atendió pero no sabía cómo hacer el trámite. Decidió llamar a Udaondo y preguntar al encargado el modo de hacerlo.
Ransone contestó el llamado. “Le pregunté para qué quería hablar con el encargado –cuenta– y me dijo: ‘Mirá, acá hay un chiquito abandonado. No sé qué hacer, si una fuga de hogar o abandono de menor.” La comunicación siguió entre los policías. Ransone cuenta que indicó que el trámite dependía de la edad del chico abandonado. Del otro lado le dijeron que tendría tres meses y él instruyó sobre el trámite a seguir: “Mandá un telegrama a jefatura a la Unidad Regional, al juez de menores, juez penal porque eso es un abandono de bebé”. Esa respuesta no concluyó. Antes de cortar Ransone quiso saber si el oficial haría las actuaciones. Esperó la respuesta y sugirió:
–Comunicá de que yo tengo interés en adoptar un chico.
El destacamento de Udaondo, desde donde hablaba Ransone, era una dependencia de la comisaría de Castelar. El policía no explica por qué fueron pedidas desde allí instrucciones a una dependencia de menor jerarquía. Esa comunicación recorrió veloz el camino necesario. Al día siguiente en Castelar se encontraría Ransone con el hombre que había encontrado a Martín.
El sargento busca ahora un paquete de Marlboro. Se palpa el suéter color beige hasta encontrar los cigarrillos dentro de un bolsillo. Convida. Saca el encendedor transparente pero no hace fuego. Se olvida.
“Quedé con el oficial para presentarme el día lunes, igual que la familia que encontró a ese chico en la casa. Porque no lo encontró la policía”, aclara, pero nadie pidió aclaración. Ese día, Ransone fue a buscar al bebé con su esposa, Josefa Oscares. La mujer era obstetra y nurse. Nunca trabajó, se previene Ransone, y dice que ni siquiera se retiró de La Plata su matrícula de 1955. Ya en la comisaría, la mujer del policía miró al bebé y aseguró que “el bebé no pasaba de una semana de vida, todavía tenía el cordón umbilical enroscado”, repite ahora el hombre.
El trámite no demoró más de una hora. El supuesto visitador médico dejó hecha la denuncia del bebé encontrado en la entrada de su casa. Un oficial entregó “la criatura y la guarda, desde ahí fuimos a la casa de nuestro médico en Ituzaingó –sigue contando el policía–, que revisó al bebé. Incluso, le digo más: el visitador médico nos acercó con su auto hasta ahí”. Nunca más supieron del hombre, dice.
Ransone ahora rasca el encendedor. No funciona. Pide fuego. Sigue hablando sin detenerse. Conoce cada respuesta. Cuenta el motivo del metejón por ese bebé. El matrimonio ya tenía un hijo biológico pero desde hacía siete meses querían otro. “La finada de mi mujer –dice el hombre– había tenido un riesgo con el último hijo, tenía que adelgazar, tenía trastornos.”
El ex sargento habría sido citado por el juez al mes siguiente y después por una asistente social. Cuando murió Josefa, el policía se presentó ante Tressa para informarlo. Tuvo el aval para seguir la adopción. Por esa muerte y por los problemas económicos sucedidos en su casa, Ransone diceque Martín fue “una caja de Pandora. Inclusive más –insiste– empezó con problemas, se le dio por... –reemplaza la elipsis con un movimiento de muñeca–, ya de chico se le iba a la uña. Aparte era mitómano porque en el colegio me citan un día porque había dicho que yo lo había quemado”.
El policía estira las piernas. Ocupa un sillón alargado. Elvira acerca café caliente. Ransone repite que Martín lo cansó. “Lo iba a buscar en a la comisaría, en los diversos institutos que estuvo. Yo soy muy obcecado, pero me destruyó: al final claudiqué. Me fui al juez de menores y dejé la patria potestad.”
En la casa sólo hay otra persona. Es un hombre gordo. Está atrás, echado sobre una silla de la cocina. Espera. Tal vez quiere retomar la partida de cartas con Ransone.

 

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